Última Navidad pandémica
Un amor especial
![[Img #56888]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/01_2022/2494_670_dsc3249.jpg)
Escapaba de la lectura aburrida de mi madre agachándome bajo la ventana de la cocina y corría a tu casa. Tú me esperabas.
—Pero si no llegas a la ventana, Cusca —decías riendo. ¿Hiciste los deberes?
—Sí, ya lo sé todo —contestaba.
—Vamos a recoger la ropa al monte entonces.
Subíamos juntas la calleja; con tu mano en mi hombro yo reposaba mi cabeza en tu cadera. Me dejabas primero correr entre las sábanas dándoles manotazos, nos escondíamos tú de mí y yo de ti hasta que nos pillábamos. Después, yo levantaba mucho los brazos al cielo subida en una gran piedra plana y tú me dabas juntas las puntas de las sábanas y, de vez en cuando, preguntabas:
—¿Cusca, te cansas?
—¡Qué va! —decía saltando.
—Pronto acabamos. Ahora, a picar para los cerdos.
Te seguía fiel como un perro hasta la parte baja y oscura de la casa que había sido un bar, o mejor, una mugrienta tasca. En su frescor guardabas berzas, remolacha, mondas de patatas, pan duro, pienso, y el caldero de aluminio de las lavazas para los cerdos. Era el momento de las historias que me contabas, acompañadas del ruidoso escachar de las remolachas a la destreza de tu cuchillo, sin embargo, las berzas siseaban. Yo sólo atendía a tu historia, echando las mondas de las patatas al caldero, una a una. Al final de la historia te insistía, ahora la de la zorra, Nieves, y me repetías sólo el final: las mágicas palabras que tanto nos hacían reír.
Después, la hora sagrada de la novela, llegaba. Pegada a ti en el escaño muy callada, con la radio demasiado alta, juntas, escuchamos una gran novela: Los Miserables.
—Pídele permiso a mamá para ir contigo a los cerdos —te rogaba.
—Bueno, anda —me guiñabas un ojo.
Voceabas: ¡Adelita, me llevo a la Cusca al molino!
Me agarraba al brazo del carretillo por la carretera; al llegar al sendero del molino me soltaba y corría a la pocilga para llegar antes; los cerdos gruñían. Acariciabas a la madre, y ella, mimosa, metía su morro entre tus piernas, te adoraba. Yo besaba a los lechones y jugaba.
¿Recuerdas a la cerda grande que parió tantas veces? Yo sí. Tú, ya no. ¿Te acuerdas cuando tuviste que matarla por vieja, cómo llorabais las dos? Tú me lo contaste, y a mí, también se me rompía el alma.
La diversión al volver montada en carretillo estaba asegurada: parabas en seco y te reías, hacías curvas con el carretillo y yo gritaba.
No me dejaron durante días verte. Me torturaba pensando que habías muerto. Preguntaba a mi madre, pero ella callaba. Hasta que, de tu parte, me trajeron una caja de zapatos con una postal de la Virgen dentro y una nota que decía: en esta caja trajo la cigüeña a mi hija Eva, casi, casi, tu hermana. Y me hice niñera, porque nunca me alejaste de tu lado.
Cuando venía del colegio te visitaba. No éramos ya vecinas. Mi padre había vendido aquella casa. Según la hora, adivinaba lo que hacías y dónde estabas. En silencio, de puntillas, te encontraba y te asustaba -como hacías tú conmigo de pequeña-. ¡Ay Cusca, qué susto! No te oí llegar. ¡Qué alegría!
Supe después, que no era mi sigilo, sino tu sordera que aumentaba, la que habías ido adquiriendo al romper el hielo del río para lavar la ropa de otros, pues desde los nueve años habías sido criada; la sordera que contribuyó a tu enfermedad maldita y definitiva, que no te permitió conocer a tu última nieta, ni reconocer a tu nieto mayor, ni a tu hija, ni a mí, ni a nadie.
—Deja el trabajo —te dije— y enséñame las últimas reformas de la casa.
—Ven, ven. ¿Te acuerdas Cusca qué era esto? —Abriste una puerta.
—¡Oh Dios! ¡Convertiste el bar en una despensa enorme!
Me señalabas orgullosa todas las cosas ordenadas, luego me arrastraste a la cocina. Mientras, yo, sin ver, sólo pensaba en cómo tú habías transformado aquella humilde fonda en un Hospedaje y Casa de comidas, tú sola, soportando a la tía de tu marido dueña de todo, pero a la que ya no le callabas porque todo era fruto de tu trabajo, de tu amabilidad, de tus anchas espaldas que cargaron años con el peso de la fonda y de la casa.
—Pues ya verás ahora Cusca. Tápate los ojos. ¡Mira ya! —dijiste.
—¡Vaya comedor más grande! ¿Le añadiste la habitación donde murió el tío Cris?
—Sí, claro. Aún murieron en ella mi padre y mi madre. ¿Te gusta Cusca?
— Es magnífico —te dije disfrutando, sobre todo, tu orgullo ante mis alabanzas.
La última vez que hablamos me repetías historias de monstruos que habías visto de niña. Yo no soportaba el nudo de dolor en la garganta. Me marché en coche llorando. Después te escapaste. Te encontraron a cuatro kilómetros del pueblo. Dijiste que ibas a verme a Astorga. Que yo te esperaba.
Tu hija Eva me lo contó. Me pidió que no volviera porque el médico había dicho que lo mejor era evitarte todo lo que te excitara. Que me llamaría para despedirme de ti. Y me llamó. Y fui.
Eras un cuerpo flaco, sin rastro de tu fortaleza, tus ojos envejecidos en la nada, permanecías en la misma posición durante horas. Te estiramos las piernas, yo te las sujetaba mientras Eva bajaba tus hombros y tu espalda para acostarte en la cama. Yo no podía dejar de llorar. Eva, curtida en el dolor, me consolaba.
El día de tu funeral había mucha gente. Esperé a Eva en el atrio de la iglesia. Llegó de la mano de su marido. Sus rizos rubios -como los tuyos-, y su pálido rostro, lucían brillantes en su sencillo abrigo negro. Nos abrazamos, y sin llorar, entramos juntas en el templo donde nos esperabas.
Escapaba de la lectura aburrida de mi madre agachándome bajo la ventana de la cocina y corría a tu casa. Tú me esperabas.
—Pero si no llegas a la ventana, Cusca —decías riendo. ¿Hiciste los deberes?
—Sí, ya lo sé todo —contestaba.
—Vamos a recoger la ropa al monte entonces.
Subíamos juntas la calleja; con tu mano en mi hombro yo reposaba mi cabeza en tu cadera. Me dejabas primero correr entre las sábanas dándoles manotazos, nos escondíamos tú de mí y yo de ti hasta que nos pillábamos. Después, yo levantaba mucho los brazos al cielo subida en una gran piedra plana y tú me dabas juntas las puntas de las sábanas y, de vez en cuando, preguntabas:
—¿Cusca, te cansas?
—¡Qué va! —decía saltando.
—Pronto acabamos. Ahora, a picar para los cerdos.
Te seguía fiel como un perro hasta la parte baja y oscura de la casa que había sido un bar, o mejor, una mugrienta tasca. En su frescor guardabas berzas, remolacha, mondas de patatas, pan duro, pienso, y el caldero de aluminio de las lavazas para los cerdos. Era el momento de las historias que me contabas, acompañadas del ruidoso escachar de las remolachas a la destreza de tu cuchillo, sin embargo, las berzas siseaban. Yo sólo atendía a tu historia, echando las mondas de las patatas al caldero, una a una. Al final de la historia te insistía, ahora la de la zorra, Nieves, y me repetías sólo el final: las mágicas palabras que tanto nos hacían reír.
Después, la hora sagrada de la novela, llegaba. Pegada a ti en el escaño muy callada, con la radio demasiado alta, juntas, escuchamos una gran novela: Los Miserables.
—Pídele permiso a mamá para ir contigo a los cerdos —te rogaba.
—Bueno, anda —me guiñabas un ojo.
Voceabas: ¡Adelita, me llevo a la Cusca al molino!
Me agarraba al brazo del carretillo por la carretera; al llegar al sendero del molino me soltaba y corría a la pocilga para llegar antes; los cerdos gruñían. Acariciabas a la madre, y ella, mimosa, metía su morro entre tus piernas, te adoraba. Yo besaba a los lechones y jugaba.
¿Recuerdas a la cerda grande que parió tantas veces? Yo sí. Tú, ya no. ¿Te acuerdas cuando tuviste que matarla por vieja, cómo llorabais las dos? Tú me lo contaste, y a mí, también se me rompía el alma.
La diversión al volver montada en carretillo estaba asegurada: parabas en seco y te reías, hacías curvas con el carretillo y yo gritaba.
No me dejaron durante días verte. Me torturaba pensando que habías muerto. Preguntaba a mi madre, pero ella callaba. Hasta que, de tu parte, me trajeron una caja de zapatos con una postal de la Virgen dentro y una nota que decía: en esta caja trajo la cigüeña a mi hija Eva, casi, casi, tu hermana. Y me hice niñera, porque nunca me alejaste de tu lado.
Cuando venía del colegio te visitaba. No éramos ya vecinas. Mi padre había vendido aquella casa. Según la hora, adivinaba lo que hacías y dónde estabas. En silencio, de puntillas, te encontraba y te asustaba -como hacías tú conmigo de pequeña-. ¡Ay Cusca, qué susto! No te oí llegar. ¡Qué alegría!
Supe después, que no era mi sigilo, sino tu sordera que aumentaba, la que habías ido adquiriendo al romper el hielo del río para lavar la ropa de otros, pues desde los nueve años habías sido criada; la sordera que contribuyó a tu enfermedad maldita y definitiva, que no te permitió conocer a tu última nieta, ni reconocer a tu nieto mayor, ni a tu hija, ni a mí, ni a nadie.
—Deja el trabajo —te dije— y enséñame las últimas reformas de la casa.
—Ven, ven. ¿Te acuerdas Cusca qué era esto? —Abriste una puerta.
—¡Oh Dios! ¡Convertiste el bar en una despensa enorme!
Me señalabas orgullosa todas las cosas ordenadas, luego me arrastraste a la cocina. Mientras, yo, sin ver, sólo pensaba en cómo tú habías transformado aquella humilde fonda en un Hospedaje y Casa de comidas, tú sola, soportando a la tía de tu marido dueña de todo, pero a la que ya no le callabas porque todo era fruto de tu trabajo, de tu amabilidad, de tus anchas espaldas que cargaron años con el peso de la fonda y de la casa.
—Pues ya verás ahora Cusca. Tápate los ojos. ¡Mira ya! —dijiste.
—¡Vaya comedor más grande! ¿Le añadiste la habitación donde murió el tío Cris?
—Sí, claro. Aún murieron en ella mi padre y mi madre. ¿Te gusta Cusca?
— Es magnífico —te dije disfrutando, sobre todo, tu orgullo ante mis alabanzas.
La última vez que hablamos me repetías historias de monstruos que habías visto de niña. Yo no soportaba el nudo de dolor en la garganta. Me marché en coche llorando. Después te escapaste. Te encontraron a cuatro kilómetros del pueblo. Dijiste que ibas a verme a Astorga. Que yo te esperaba.
Tu hija Eva me lo contó. Me pidió que no volviera porque el médico había dicho que lo mejor era evitarte todo lo que te excitara. Que me llamaría para despedirme de ti. Y me llamó. Y fui.
Eras un cuerpo flaco, sin rastro de tu fortaleza, tus ojos envejecidos en la nada, permanecías en la misma posición durante horas. Te estiramos las piernas, yo te las sujetaba mientras Eva bajaba tus hombros y tu espalda para acostarte en la cama. Yo no podía dejar de llorar. Eva, curtida en el dolor, me consolaba.
El día de tu funeral había mucha gente. Esperé a Eva en el atrio de la iglesia. Llegó de la mano de su marido. Sus rizos rubios -como los tuyos-, y su pálido rostro, lucían brillantes en su sencillo abrigo negro. Nos abrazamos, y sin llorar, entramos juntas en el templo donde nos esperabas.