Catalina Tamayo
Sábado, 15 de Enero de 2022

La ventana

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“Cansa tanto escuchar ese rumor

De la lluvia sutil que llora el tiempo

Sobre aquello que quiso el corazón.”

(Homero Manzi)

 

Estoy otra vez en la ventana. Vuelvo a apartar un poco la cortina. De nuevo miro a través del cristal. El cielo está gris y bajo. Cada vez más bajo. Más denso. Impenetrable. No tardará en nevar.

    

Por la calle apenas pasa gente. Debe de hacer bastante frío. El parque también se ha quedado solo. Se ha quedado solo, callado y quieto. Descansa. Duerme. Los chopos esqueléticos permanecen inmóviles; también los pinos; todos los árboles. Como muertos. No se siente el viento. El agua del estanque se ha vuelto verde; sobre ella flotan aún algunas hojas amarillas; las últimas hojas del otoño. La fuente ha dejado de manar: se ha agotado. Hay soledad. Hay abandono. Tristeza.

     

De pronto me llegan lejanas unas campanadas. Está entrando la niebla. Todavía puedo ver el palacio, pero me cuesta, en cambio, divisar la catedral. Una torre ya es casi invisible. Ya nieva.

     

Nieva. Los copos caen poco a poco. Mansos. Como palomas, como corderos. La nieve está cuajando. Pronto todo estará blanco. Todo igual. Las cosas perderán los contornos y los perfiles. Se confundirán unas con otras. Sí, pero todo limpio, sin mácula, puro, nuevo, como si el mundo acabara de hacerse o, mejor, estuviera a punto de hacerse. De nacer.

     

Mientras veo cómo nieva, oigo detrás de mí el sonido de unas cajas que se arrastran por el suelo. Después, el tris tras de una tijera cortando la cinta americana. A continuación, presiento que las tapas de una caja se abren y que se va sacando lo que contiene. Al poco, suenan los botes de una bola que cae al suelo, y que luego rueda, y rueda, quizá hasta debajo de la mesa del comedor sin tocar las patas de las sillas, ni tampoco las de la mesa. También escucho el murmullo del espumillón; el roce de los cables de las luces. Y el sonido sordo del corcho del portal. Por último, el crujido del papel que envuelve las figuritas.

     

Ay, las figuritas, que las estoy viendo y no quiero verlas. No quiero. Pero el corazón se empeña. Me arrastra. Es más fuerte que nada. Es inútil oponerse, me lleva a aquellas noches de invierno de cuando yo era niño; me lleva al calor de la cocina de leña y carbón; al regazo de mi madre, a sus manos, a su voz, a sus besos; me mete en sus cuentos, en la lista de la compra de Navidad que me iba haciendo ya desde mediados de noviembre para que yo me estuviera quieto. Para que parara un poco.

     

Sacudo la cabeza, pero no lo logro. Me encuentro en la ventana de la cocina, detrás del cristal, viendo con mi padre cómo cae la lluvia, o la nieve, en la carretera, en la pradera, en los tejados, mientras mi madre, ajena a todo, anda de acá para allá haciendo cosas. No para.

     

Cierro los ojos, y es peor. Voy con mi padre en la bicicleta al pueblo de al lado a hacer las compras. Caminamos los dos por la calle de la mano. Mi padre lleva la bolsa grande que contiene la carne y el pescado. Yo llevo la bolsa de los higos, las pasas y las peladillas; las golosinas que nunca nos faltaron en Nochebuena. Me siento contento. Soy feliz, pero no sé que lo soy. Quizá sea por eso por lo que lo soy de verdad.

     

Entonces, pruebo a pensar en otra cosa, y pienso que tengo que salir de casa, aunque esté nevando, así, cada vez más copiosamente. Ya me veo pisando la nieve, agarrando con fuerza el paraguas, caminando solo por la calle. No tardo en estar dentro de la tienda. Miro los pendientes, los colgantes, las pulseras y los anillos, todo de bisutería, que la dependienta me ha puesto con desenvoltura encima del mostrador; toco con cuidado, torpemente, como si temiera manchar algo o, peor todavía, romperlo, y no sé por qué pieza decidirme. Todas me parecen bonitas, pero tengo dudas de si gustarán. Si acertaré. De vuelta a casa, ha dejado de nevar y se hace el silencio en la ciudad. Un silencio blanco. Y otra vez el corazón, otra vez él, que me arranca de esta nieve, de este silencio, y me conduce con dulzura hacia a otras nieves, otros silencios blancos, otro paisaje. Pero yo me resisto, no quiero más engaño, más dolor. Adiós a la melancolía. Y me vuelvo a ver regresando a casa, haciendo crujir esta nieve a cada paso. Antes de abrir la puerta, me imagino palpando los bolsillos de la parca y comprobando que llevo los tres envoltorios. Me recreo pensando que esta vez he acertado.

     

Entonces, me giro y me alegro de ver las cosas: las cajas, los papeles, las figuritas, las luces, y las manos poniendo orden. Y las risas. Risas que no me traen otras risas. Me voy a la habitación y me preparo para salir. Ni siquiera sé si sigue nevando. Pero, aunque mi pensamiento todo está en la tienda, en las pulseras y en los colgantes, no dejo de preguntarme por qué mi corazón tiene esta querencia por las sombras, por la niebla, por la ceniza. ¿Por qué no le gustan las cosas, estas mismas cosas que tenemos delante, que ahora vemos y tocamos? ¿De dónde le viene esa indiferencia por el ahora?

 

 

 

 

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