Ni mires, ni hables, ni oigas
![[Img #56942]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/01_2022/4929_angaael-escanear0050.jpg)
Difícil ignorar la conmoción que produce en las mentes todavía pensantes la película Don’t look up (No mires arriba), distribuida a través de la plataforma audiovisual Netflix y convertida en el suceso cinematográfico del momento.
Una primera consideración es lo que hubiera acontecido si la proyección de esta ¿ficción? se hubiera hecho en sala cinematográfica visionada simultáneamente por cientos de espectadores, en lugar de la placidez del salón de casa, donde digerir los disparates actuales, en una relativa y pacífica soledad, es experiencia más amable. Conviene recordar, aunque fueran otras épocas y personas más crédulas, el impacto de terror colectivo que provocó la emisión radiofónica de Orson Welles de La guerra de los mundos, de H.G.Wells. Ha quedado como anticipo plausible de los poderes de manipulación que los medios de comunicación social tienen, desbridados de la vocación de servicio a la verdad.
El nudo gordiano de la película, cuyo título, de por sí ya es un aviso, es la atadura de hasta dónde ha llegado el recurso de manejo torticero de medios de comunicación, con las connivencias políticas y de tecnologías malsanas en el uso y abuso de aberrantes plusvalías económicas, así como en el propósito de hacer de las personas altavoz de este proverbio (casualidades de la vida) ruso: en un rebaño da igual ser el primero que el último. No mires, pero tampoco hables y oigas. Es la consigna. La involución de razón a sinrazón. El viaje del retroceso. Rebaño, ese es el objetivo. Y se está consiguiendo. Dudo mucho, conforme a la opinión de acreditados expertos, que los estragos de esta civilización de dispositivos a mansalva, del imperio del algoritmo sobre el sojuzgado cerebro humano, se puedan neutralizar, si es posible, en menos de dos generaciones.
Lo preocupante de esta propuesta cinematográfica es que la ves y no resulta ni ciencia ni ficción, ni siquiera distopía, aunque el núcleo central gire en torno a la colisión de un cometa que destruirá la tierra. Todo lo contrario, es de una realidad, no por camuflada en ciertos esperpentos, apabullante en lo cotidiano. La humanidad ha llegado a un grado de estupidez tal, que interpreta el apocalipsis como espectáculo. Que si nos pilla, lo haga en la culminación de los estultos egocentrismos de los millones de me gusta en las redes sociales, de los cuarto de hora de fama inane en las televisiones basura, de los nuevos gremios de la nada, youtubers, influencers, instagramers y tantos otros dulcificados en la elegancia del anglicismo.
La película sabe acompañarse de una tipología de personajes acorde con las necedades dominantes. Una presidenta de los Estados Unidos, remedo en femenino del histriónico ignorante Donald Trump que, conocida la magnitud del desastre que se avecina, lo aparca ante la proximidad de unas elecciones. En esta mentalidad política vale más un puñado de votos que las personas. Algo parecido nos bisbisea la actual pandemia. Está asesorada por un hijo (una hija y su marido lo fueron del pelo panocha), perfecto ejemplar de cretino neoliberal alienado por la pompa de la riqueza hortera.
El elenco se nutre de una pareja de presentadores de televisión que mide influencias por las puntas de máxima audiencia, las cuales vienen a coincidir con el tratamiento informativo de lo frívolo, lo dulzón, lo hueco. Cuando llega la hora de exponer el sabor acre de una catástrofe, hay que detenerse en los gestos de tontuna incredulidad o de estropicio de la gran juerga. Alegoría bien lograda de espectadores entrenados en el ilusionismo de ver y escuchar solo lo que les place. Las noticias aguafiestas, por necesaria y urgente que se haga su difusión, son tabúes en esta ilusa modernidad.
Entra en escena un héroe, caricatura del Rambo de hace décadas, encargado de la misión de bombardear el meteorito destructor. Resulta tierno, aunque es un perfecto majadero, verlo cruelmente desubicado de su época. El heroísmo actual ya no acaba con el malo a mamporros. Es, por ejemplo, amasar fortunas que compren voluntades y conciencias y, sobre todo, aparente inteligencia y bondad en almas yermas de ambas.
Y el dinero, cómo no, irrumpe como elefante en cacharrería. Lo hace a través del empresario tecnológico que retrotrae a la figura de Steve Jobs, el fundador de Apple, una maza de hierro en envoltorio de seda. Un emprendedor tecnológico a la nueva usanza. Se jacta ante el científico denunciante de que conoce ochenta millones de sus datos personales y que, a través de ellos, puede asegurar cómo morirá con un índice de acierto del 96 %. Un cabrón sin apellidos que a golpe de la faceta mentirosa de la tecnología, la que domina, se ha hecho dueño de las vidas de la gente y, tras ese sobrecogedor monólogo, también de la muerte.
Dejo para el final lo salvable. El científico, fiel a su misión, si bien sobrepasado por la marabunta de sucesos se sume en una crisis de identidad personal, pero con feliz vuelta al punto de partida. La alumna de doctorado en astronomía, la descubridora del cometa, una antisistema inteligente y rebelde que no puede tener comparecencia en una sociedad de dogmas gaseosos como la que impera. A su manera, es el contrapunto humanista, filosófico, de la trama Termina encontrando el amor en un muchacho que se hace místico a su pesar.
Un tremendo presente el de No mires arriba, con la fuerza de llevarme a mi pasión de antaño por las películas de ciencia ficción de invasiones alienígenas y cometas apocalípticos. Aquellas cintas de serie B, mi generación las concibió como algo improbable, todo lo más, muy lejano en el tiempo, lo suficiente como para no vivirlo. Pero en esta historia de locuras que se palpan, prende la angustia de que los marcianos seamos nosotros mismos.
Difícil ignorar la conmoción que produce en las mentes todavía pensantes la película Don’t look up (No mires arriba), distribuida a través de la plataforma audiovisual Netflix y convertida en el suceso cinematográfico del momento.
Una primera consideración es lo que hubiera acontecido si la proyección de esta ¿ficción? se hubiera hecho en sala cinematográfica visionada simultáneamente por cientos de espectadores, en lugar de la placidez del salón de casa, donde digerir los disparates actuales, en una relativa y pacífica soledad, es experiencia más amable. Conviene recordar, aunque fueran otras épocas y personas más crédulas, el impacto de terror colectivo que provocó la emisión radiofónica de Orson Welles de La guerra de los mundos, de H.G.Wells. Ha quedado como anticipo plausible de los poderes de manipulación que los medios de comunicación social tienen, desbridados de la vocación de servicio a la verdad.
El nudo gordiano de la película, cuyo título, de por sí ya es un aviso, es la atadura de hasta dónde ha llegado el recurso de manejo torticero de medios de comunicación, con las connivencias políticas y de tecnologías malsanas en el uso y abuso de aberrantes plusvalías económicas, así como en el propósito de hacer de las personas altavoz de este proverbio (casualidades de la vida) ruso: en un rebaño da igual ser el primero que el último. No mires, pero tampoco hables y oigas. Es la consigna. La involución de razón a sinrazón. El viaje del retroceso. Rebaño, ese es el objetivo. Y se está consiguiendo. Dudo mucho, conforme a la opinión de acreditados expertos, que los estragos de esta civilización de dispositivos a mansalva, del imperio del algoritmo sobre el sojuzgado cerebro humano, se puedan neutralizar, si es posible, en menos de dos generaciones.
Lo preocupante de esta propuesta cinematográfica es que la ves y no resulta ni ciencia ni ficción, ni siquiera distopía, aunque el núcleo central gire en torno a la colisión de un cometa que destruirá la tierra. Todo lo contrario, es de una realidad, no por camuflada en ciertos esperpentos, apabullante en lo cotidiano. La humanidad ha llegado a un grado de estupidez tal, que interpreta el apocalipsis como espectáculo. Que si nos pilla, lo haga en la culminación de los estultos egocentrismos de los millones de me gusta en las redes sociales, de los cuarto de hora de fama inane en las televisiones basura, de los nuevos gremios de la nada, youtubers, influencers, instagramers y tantos otros dulcificados en la elegancia del anglicismo.
La película sabe acompañarse de una tipología de personajes acorde con las necedades dominantes. Una presidenta de los Estados Unidos, remedo en femenino del histriónico ignorante Donald Trump que, conocida la magnitud del desastre que se avecina, lo aparca ante la proximidad de unas elecciones. En esta mentalidad política vale más un puñado de votos que las personas. Algo parecido nos bisbisea la actual pandemia. Está asesorada por un hijo (una hija y su marido lo fueron del pelo panocha), perfecto ejemplar de cretino neoliberal alienado por la pompa de la riqueza hortera.
El elenco se nutre de una pareja de presentadores de televisión que mide influencias por las puntas de máxima audiencia, las cuales vienen a coincidir con el tratamiento informativo de lo frívolo, lo dulzón, lo hueco. Cuando llega la hora de exponer el sabor acre de una catástrofe, hay que detenerse en los gestos de tontuna incredulidad o de estropicio de la gran juerga. Alegoría bien lograda de espectadores entrenados en el ilusionismo de ver y escuchar solo lo que les place. Las noticias aguafiestas, por necesaria y urgente que se haga su difusión, son tabúes en esta ilusa modernidad.
Entra en escena un héroe, caricatura del Rambo de hace décadas, encargado de la misión de bombardear el meteorito destructor. Resulta tierno, aunque es un perfecto majadero, verlo cruelmente desubicado de su época. El heroísmo actual ya no acaba con el malo a mamporros. Es, por ejemplo, amasar fortunas que compren voluntades y conciencias y, sobre todo, aparente inteligencia y bondad en almas yermas de ambas.
Y el dinero, cómo no, irrumpe como elefante en cacharrería. Lo hace a través del empresario tecnológico que retrotrae a la figura de Steve Jobs, el fundador de Apple, una maza de hierro en envoltorio de seda. Un emprendedor tecnológico a la nueva usanza. Se jacta ante el científico denunciante de que conoce ochenta millones de sus datos personales y que, a través de ellos, puede asegurar cómo morirá con un índice de acierto del 96 %. Un cabrón sin apellidos que a golpe de la faceta mentirosa de la tecnología, la que domina, se ha hecho dueño de las vidas de la gente y, tras ese sobrecogedor monólogo, también de la muerte.
Dejo para el final lo salvable. El científico, fiel a su misión, si bien sobrepasado por la marabunta de sucesos se sume en una crisis de identidad personal, pero con feliz vuelta al punto de partida. La alumna de doctorado en astronomía, la descubridora del cometa, una antisistema inteligente y rebelde que no puede tener comparecencia en una sociedad de dogmas gaseosos como la que impera. A su manera, es el contrapunto humanista, filosófico, de la trama Termina encontrando el amor en un muchacho que se hace místico a su pesar.
Un tremendo presente el de No mires arriba, con la fuerza de llevarme a mi pasión de antaño por las películas de ciencia ficción de invasiones alienígenas y cometas apocalípticos. Aquellas cintas de serie B, mi generación las concibió como algo improbable, todo lo más, muy lejano en el tiempo, lo suficiente como para no vivirlo. Pero en esta historia de locuras que se palpan, prende la angustia de que los marcianos seamos nosotros mismos.