Paz Martínez
Sábado, 22 de Enero de 2022

El paseo

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Todavía es enero, pero hace calor. Ha salido el sol después de unos cuantos días de niebla y ya no parece invierno. Agradezco la calidez al caminar por la calle, pero me inquieta esta temperatura tan alta.

 

He quedado para dar un paseo con unos amigos. Caminamos por la ribera del río y salimos a una vega que lleva años en fuelga, nadie la trabaja y ni siquiera se aprecian los distintos quiñones.

 

Encontramos una ternera negra como el azabache en un huerto semi abandonado. Tiene un cubo de agua y paja de cebada para alimentarse. Nos acercamos y ella, que conserva aún la ingenuidad de un reciente destete, celebra vernos. Se deja rascar y lo festeja lamiéndonos con su vasta lengua. De su cabeza asoman apenas dos puntas de asta, casi tan negras como su pelo. Es de una raza especial destinada a la producción cárnica, pero evito pensar en ello en un momento tanentrañable.

 

Continuamos el camino que nos conduce por viejas casas en ruinas con tejados de losa. Son el vago recuerdo de la Somoza menos próspera antes de los arrieros, las recuas de mulas y la epopeya maragata. De ahí es de donde vengo, de la tierra áspera sobre las pretéritas peñas, de las casas con techumbre de paja y el piso de tierra, de los regueros que anegaban los prados, de los largos inviernos alimentando la cocina de leña y los veranos encima de un carro de vacas portando la hierba seca.

 

Salimos a un camino de tierra rojiza que ha sido allanado con máquinas para mejorar el acceso a la cantera. De ahí hasta el pueblo vecino que tiene su iglesia en las afueras rodeada por un muro de piedra y unas curiosas pilastras coniformes. Subimos al campanario por unas escaleras también de piedra con los peldaños demasiado estrechos. Las campanas están sujetas con cadenas para que no suenen, pero yo me empeño en escuchar su tañido y las empujo hasta hacer chocar el badajo con el bronce. Recuerdo el pausado toque a muerto de antaño y los vecinos saliendo a la calle para averiguar quién había sido el fenecido, la llamada de premura ante un fuego y el repique que anunciaba las fiestas. A mi padre que no iba nunca a misa y bajaba a todos los santos con juramentos, subiendo a tocar el día de la Patrona cuando salía la procesión y el cura bajo palio. Ahora las campanas solo son prisioneras.

 

“Yo nací mirando a un cementerio. Es la metáfora de mi vida.” Les digo con simpleza a mis amigos que me miran medio incrédulos. Pero es cierto, el ventanuco de la casa de mi abuela tenía vistas a pie de cementerio. Quizá por eso cada vez que visito un pueblo lo busco y me quedo un rato allí mirando como lo miro hoy desde este campanario.

 

Al descender me doy cuenta de que la puerta del camposanto está abierta y entro sin pensarlo. Al poco mis compañeros me siguen. Recorro las lápidas y repito nombres y apellidos que dan fe de la endogamia de la comarca. Pienso en la historia perdida debajo de cada lápida, en el “ahí te quedas” que significa para mí cerrar una tumba con la pesada carga de la piedra caliza. Sobre una de las tumbas los jirones de un periódico sujeto con una piedra. “Seguro que era del atleti y merecía la pena darle la alegría de que ganó la liga” bromea el hijo de mis amigos. Más adelante, sobre el mármol, un retrato en blanco y negro de un matrimonio de mediana edad, ella de negro solemne que quizá era su vestido de boda y él con traje y sombrero de ala. Miro la fecha y bromeo: “No tardó mucho él en dejar este mundo después de la foto, parece que la cámara le robó el alma y ella ni tiempo tuvo de quitar el luto.”

 

Supongo que hay que ser capaz de bromear con la muerte para que llegue sin demasiadas intimidaciones, para hacerla nuestra como la hacen suya las ruinas de las casas, el olvido, o los campos baldíos: por la inercia natural del transcurrir del tiempo. Algún día?espero que aún lejano? daremos con ella nuestro último paseo y es preferible haberle tomado confianza.

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