Un viaje de Enriqueta
![[Img #57073]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/01_2022/8124_mercedes-sveta-dorosheva-09.jpg)
Queridísimo Driss. El último viaje, en mayo del 93, lo tengo bien grabado en mi memoria y en mi corazón. Aquel viaje era importante para mí porque entrañaba una huida y un encuentro. Huía de todos, de todo y de mí, buscando un encuentro conmigo misma, con la magia de tu tierra y contigo.
En aquel momento necesitaba escapar hacia el infinito donde la tierra y el cielo se confunden en una línea interminable; percibir mis sentidos con la fuerza y la pasión de la naturaleza; necesitaba conocer contigo los sugerentes y cautivadores secretos de tu país.
Hago memoria, con enorme placer, de aquel viaje de las largas e interminables conversaciones y la complicidad que se estableció entre nosotros. Las hechiceras noches de Marraquech en el palacio de Hassan, tan fascinador; la deliciosa cena en ese restaurante escondido de Tiffoultout; las placenteras charlas bajo las estrellas del desierto…. Todo forma parte del recuerdo inolvidable de aquel viaje a ninguna parte.
Un viaje catártico con la finalidad de encontrar algo que me sirviera para reconfortarme. Huía de una gran presión psicológica producida por la estafa moral y económica, de la que había sido víctima, por la persona en la que más confiaba, huía de la falsedad y de la astucia, de la decepción y del engaño. Huía también de mi desolación ante la recién detectada enfermedad incurable de mi joven hermano, de la injusticia de la naturaleza y de la vida. Tenía necesidad de algo auténtico, verdadero, natural y sano. Era fuego lo que llevaba dentro y tenía que aplacarlo. El antídoto para mi estado eras tú y tu tierra, sus montañas mágicas y el atractivo y misterioso desierto con su verdad oculta tras la arena.
Y allí fui, a buscarte, obsesionada con que de tu mano iba a conocer la verdad auténtica, la verdad de la tierra, de los ríos y las montañas; la verdad de la gente sin malicia, de una cultura con mucha dosis de autenticidad, todavía sin malear demasiado por los destructivos valores de la sociedad de consumo. Una búsqueda idílica pero aproximada a lo que mi recuerdo guardaba del último viaje a ese país.
Pasión y vida, pasión y muerte.
La ansiedad me llevaba a tragar carretera, a avanzar más lejos, a rechazar cualquier indicio turístico, signo de vulgaridad, de engaño y de destrucción de valores. No, no quería eso, necesitaba todo lo contrario.
Pero llegué a mi querida y añorada Ouarzazate y la decepción cayó sobre mí como una losa de granito. La pequeña, y virginal, ciudad en adobe de barro rojo (que me había enamorado no hacía mucho) escondida en el sur del Alto Atlas, de largo y complicado acceso por una interminable carretera como perdida entre innumerables curvas y recurvas de la cordillera más alta del norte de África, se había convertido, como por arte de magia, en un centro turístico con vuelos directos (y baratos) desde París, ‘Paris-Ourzazate’. OH, no me lo podía creer. Una ciudad anclada en los tiempos sin tiempo, que habría podido pertenecer a Belén en la época de Jesús, se había convertido, en un pis pas, en un lugar con lujosos hoteles repletos de turistas pantalón corto y máquina fotográfica en mano. Se había desarrollado un folklore forzado, modificado y adecuado al gusto de los visitantes. Y se había violentado, también, a la naturaleza en función del consumo y atractivo extranjero, se había construido un gran campo de golf. ¡Qué desatino!
La ancestral ‘Fiesta de la Rosa’, que anualmente se celebra entre los habitantes de las cumbres del Atlas, se había convertido en una atracción de feria, en un reclamo publicitario en las cadenas de televisión francesas, en un motivo de interés económico, en una farsa. Qué grandísima decepción, mi primera meta de viaje convertida en oleadas humanas moviéndose incesantes, rompiendo la intimidad de los lugares con irrespetuosa curiosidad.
Había desaparecido la magia de los ríos, de las piedras y de las Kasbas. Los turistas habían provocado la conversión de lo verdadero en falso, lo mágico en brutalmente prosaico. Se rompió el hechizo. Habían violado mi escenario salvador y esto hizo que me sintiera perdida y angustiada.
Necesitaba desesperadamente escapar de allí. Otro lugar. El desierto sería mi refugio. Estaba bastante más lejos y la carretera era mala, por ello, precisamente, no habría ‘intrusos’.
Pero ya no existen paraísos terrenales. Mi necesidad de salvación provocaba que me ofuscara en la búsqueda de una quimera. En Zagora, ciudad que abre las puertas al desierto, también había turistas. Y más allá de Zagora, menos, es verdad, pero hasta allí también había llegado algún grupo borreguil y la servil actitud de los autóctonos.
Más, más, más…,hubiera seguido carretera adelante hacia el infinito de las arenas buscando mi sosiego y mi verdad. En mitad del más allá cayó la noche y encontramos un fascinante asentamiento de camellos, con haimas bereberes dispuestas para dormir. Nos salió al paso un apuesto y encantador tuareg, todo vestido de azul,con unos ojos negros como el azabache,intensamente seductores,asomándose entre los pliegues de su turbante. Nos recibió con un sencillo ceremonial de cortesía muy emocionante y acogedor. Mi estupor y felicidad apenas daba crédito a lo que veía y sentía. ¡Esto, esto es justo lo que necesita mí espíritu! Un auténtico y sugestivo lugar, solitario, en algún punto del desierto en mitad de interminables dunas. Solos, con un cautivador tuareg que nos invita gentilmente a tomar el té con él entre cómodos almohadones. Y los camellos ahí cerca, en su redil, durmiendo. Un sitio mágico con un personaje de leyenda. Respiré reconfortada. Esto es lo verdaderamente auténtico. Ahora sí que he encontrado lo que buscaba, te trasmití con transcendental satisfacción.
Me seguiste el rollo, pero al marcharnos de aquel lugar me confesaste que el legendario ‘hombre de azul’, el encantador y apuesto tuareg con un magnifico turbante enmarcando sus ojos, había estudiado en Oxford, y era hijo de un personaje importante de la zona. Me produjo un enorme shock. ¡Resulta que todo era atrezzo, que se trataba de una verdadera puesta en escena impecable para turistas que no querían ser turistas y buscaban beber de la pureza de los lugares y sus costumbres ¡como yo! Te agradecí que me lo dijeras de salida porque así pude disfrutar de la sugestión de haber vivido como real aquella fantasía que me había transportado a otros modos y otros tiempos asombrosos, y para mí estupendos por primarios. Pero me confirmó lo que ya intuía, que poco queda de verdad auténtico.
Me quedan en el recuerdo algunos momentos mágicos sin disfraces, como el placer de aquella conversación bajo las estrellas, tan increíblemente luminosas que parecían brillantes insertados en un ligero tul negro; el animado coro de las ranas como celebrando nuestra contemplación; las maravillosas cenas en refinados espacios desbordantes de sensualidad; o el bullicio interminable de los pájaros anunciando un extraordinario amanecer.
Finalmente, a pesar de mi estresante dosis de insatisfacción fue un viaje placentero, con muchos momentos estupendos. En mi visión retrospectiva hasta me resulta divertido. El final tiene un cariz cómico. Emprendí precipitadamente la retirada con la sensación de volver con las manos vacías, de no haber sosegado mi desconcierto existencial. Las manos vacías sí, pero el coche lo cargué de vigas y muebles tallados comprados apresuradamente. No me pude resistir a la maravillosa artesanía del país.
Es cierto que sólo me acerqué vagamente a lo que iba buscando, pero descubrí algo muy valioso: tu amistad.
Tantas horas en el coche avanzando desesperadamente, tantos temas hablados o chapurreados, y tantos silencios compartidos contribuyeron a crear una profunda amistad de la que me siento muy feliz. Como me siento feliz con la idea de volver a encontrarnos y tener tiempo para hablar de muchas conversaciones calladas.
O témpora o mores.
Queridísimo Driss. El último viaje, en mayo del 93, lo tengo bien grabado en mi memoria y en mi corazón. Aquel viaje era importante para mí porque entrañaba una huida y un encuentro. Huía de todos, de todo y de mí, buscando un encuentro conmigo misma, con la magia de tu tierra y contigo.
En aquel momento necesitaba escapar hacia el infinito donde la tierra y el cielo se confunden en una línea interminable; percibir mis sentidos con la fuerza y la pasión de la naturaleza; necesitaba conocer contigo los sugerentes y cautivadores secretos de tu país.
Hago memoria, con enorme placer, de aquel viaje de las largas e interminables conversaciones y la complicidad que se estableció entre nosotros. Las hechiceras noches de Marraquech en el palacio de Hassan, tan fascinador; la deliciosa cena en ese restaurante escondido de Tiffoultout; las placenteras charlas bajo las estrellas del desierto…. Todo forma parte del recuerdo inolvidable de aquel viaje a ninguna parte.
Un viaje catártico con la finalidad de encontrar algo que me sirviera para reconfortarme. Huía de una gran presión psicológica producida por la estafa moral y económica, de la que había sido víctima, por la persona en la que más confiaba, huía de la falsedad y de la astucia, de la decepción y del engaño. Huía también de mi desolación ante la recién detectada enfermedad incurable de mi joven hermano, de la injusticia de la naturaleza y de la vida. Tenía necesidad de algo auténtico, verdadero, natural y sano. Era fuego lo que llevaba dentro y tenía que aplacarlo. El antídoto para mi estado eras tú y tu tierra, sus montañas mágicas y el atractivo y misterioso desierto con su verdad oculta tras la arena.
Y allí fui, a buscarte, obsesionada con que de tu mano iba a conocer la verdad auténtica, la verdad de la tierra, de los ríos y las montañas; la verdad de la gente sin malicia, de una cultura con mucha dosis de autenticidad, todavía sin malear demasiado por los destructivos valores de la sociedad de consumo. Una búsqueda idílica pero aproximada a lo que mi recuerdo guardaba del último viaje a ese país.
Pasión y vida, pasión y muerte.
La ansiedad me llevaba a tragar carretera, a avanzar más lejos, a rechazar cualquier indicio turístico, signo de vulgaridad, de engaño y de destrucción de valores. No, no quería eso, necesitaba todo lo contrario.
Pero llegué a mi querida y añorada Ouarzazate y la decepción cayó sobre mí como una losa de granito. La pequeña, y virginal, ciudad en adobe de barro rojo (que me había enamorado no hacía mucho) escondida en el sur del Alto Atlas, de largo y complicado acceso por una interminable carretera como perdida entre innumerables curvas y recurvas de la cordillera más alta del norte de África, se había convertido, como por arte de magia, en un centro turístico con vuelos directos (y baratos) desde París, ‘Paris-Ourzazate’. OH, no me lo podía creer. Una ciudad anclada en los tiempos sin tiempo, que habría podido pertenecer a Belén en la época de Jesús, se había convertido, en un pis pas, en un lugar con lujosos hoteles repletos de turistas pantalón corto y máquina fotográfica en mano. Se había desarrollado un folklore forzado, modificado y adecuado al gusto de los visitantes. Y se había violentado, también, a la naturaleza en función del consumo y atractivo extranjero, se había construido un gran campo de golf. ¡Qué desatino!
La ancestral ‘Fiesta de la Rosa’, que anualmente se celebra entre los habitantes de las cumbres del Atlas, se había convertido en una atracción de feria, en un reclamo publicitario en las cadenas de televisión francesas, en un motivo de interés económico, en una farsa. Qué grandísima decepción, mi primera meta de viaje convertida en oleadas humanas moviéndose incesantes, rompiendo la intimidad de los lugares con irrespetuosa curiosidad.
Había desaparecido la magia de los ríos, de las piedras y de las Kasbas. Los turistas habían provocado la conversión de lo verdadero en falso, lo mágico en brutalmente prosaico. Se rompió el hechizo. Habían violado mi escenario salvador y esto hizo que me sintiera perdida y angustiada.
Necesitaba desesperadamente escapar de allí. Otro lugar. El desierto sería mi refugio. Estaba bastante más lejos y la carretera era mala, por ello, precisamente, no habría ‘intrusos’.
Pero ya no existen paraísos terrenales. Mi necesidad de salvación provocaba que me ofuscara en la búsqueda de una quimera. En Zagora, ciudad que abre las puertas al desierto, también había turistas. Y más allá de Zagora, menos, es verdad, pero hasta allí también había llegado algún grupo borreguil y la servil actitud de los autóctonos.
Más, más, más…,hubiera seguido carretera adelante hacia el infinito de las arenas buscando mi sosiego y mi verdad. En mitad del más allá cayó la noche y encontramos un fascinante asentamiento de camellos, con haimas bereberes dispuestas para dormir. Nos salió al paso un apuesto y encantador tuareg, todo vestido de azul,con unos ojos negros como el azabache,intensamente seductores,asomándose entre los pliegues de su turbante. Nos recibió con un sencillo ceremonial de cortesía muy emocionante y acogedor. Mi estupor y felicidad apenas daba crédito a lo que veía y sentía. ¡Esto, esto es justo lo que necesita mí espíritu! Un auténtico y sugestivo lugar, solitario, en algún punto del desierto en mitad de interminables dunas. Solos, con un cautivador tuareg que nos invita gentilmente a tomar el té con él entre cómodos almohadones. Y los camellos ahí cerca, en su redil, durmiendo. Un sitio mágico con un personaje de leyenda. Respiré reconfortada. Esto es lo verdaderamente auténtico. Ahora sí que he encontrado lo que buscaba, te trasmití con transcendental satisfacción.
Me seguiste el rollo, pero al marcharnos de aquel lugar me confesaste que el legendario ‘hombre de azul’, el encantador y apuesto tuareg con un magnifico turbante enmarcando sus ojos, había estudiado en Oxford, y era hijo de un personaje importante de la zona. Me produjo un enorme shock. ¡Resulta que todo era atrezzo, que se trataba de una verdadera puesta en escena impecable para turistas que no querían ser turistas y buscaban beber de la pureza de los lugares y sus costumbres ¡como yo! Te agradecí que me lo dijeras de salida porque así pude disfrutar de la sugestión de haber vivido como real aquella fantasía que me había transportado a otros modos y otros tiempos asombrosos, y para mí estupendos por primarios. Pero me confirmó lo que ya intuía, que poco queda de verdad auténtico.
Me quedan en el recuerdo algunos momentos mágicos sin disfraces, como el placer de aquella conversación bajo las estrellas, tan increíblemente luminosas que parecían brillantes insertados en un ligero tul negro; el animado coro de las ranas como celebrando nuestra contemplación; las maravillosas cenas en refinados espacios desbordantes de sensualidad; o el bullicio interminable de los pájaros anunciando un extraordinario amanecer.
Finalmente, a pesar de mi estresante dosis de insatisfacción fue un viaje placentero, con muchos momentos estupendos. En mi visión retrospectiva hasta me resulta divertido. El final tiene un cariz cómico. Emprendí precipitadamente la retirada con la sensación de volver con las manos vacías, de no haber sosegado mi desconcierto existencial. Las manos vacías sí, pero el coche lo cargué de vigas y muebles tallados comprados apresuradamente. No me pude resistir a la maravillosa artesanía del país.
Es cierto que sólo me acerqué vagamente a lo que iba buscando, pero descubrí algo muy valioso: tu amistad.
Tantas horas en el coche avanzando desesperadamente, tantos temas hablados o chapurreados, y tantos silencios compartidos contribuyeron a crear una profunda amistad de la que me siento muy feliz. Como me siento feliz con la idea de volver a encontrarnos y tener tiempo para hablar de muchas conversaciones calladas.
O témpora o mores.