Tomás Néstor Martínez Álvarez
Domingo, 30 de Enero de 2022

El automóvil como tapadera, como hervidero, el club

Alaa al-Aswany.  El Automóvil Club de Egipto; Literatura Random House, Barcelona 2015; Trad. Álvaro Abella Villar, 512 págs.

 

 

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Noche cerrada en Alejandría. La urbanización, asomada al mar, quedaba ya sin vecinos. En unos de los chalés la voz de Umm Kalzum giraba en el casete; el salón y el novelista agradecían su compañía. Al fin, imprimiría la novela terminada días atrás.

 

El timbre no cesaba de sonar. Una pareja, ella esbelta y de rasgos finos, corpulento él y amable, deseaban realizar una consulta. Ante la extrañeza del novelista aseguran ser viejos conocidos. La sospecha y la perplejidad van en aumento. Se presentan. Los hermanos Kamel Hamam y Saliha Hamam. “Mi hermana y yo surgimos de su imaginación… Usted nos concibió en su novela”. Venían decididos a impedir que la imprimiera, disconformes con el retrato literario, vacío de sentimientos, que les había hecho.

 

En 1914 Egipto, bajo dominio británico, importaba doscientos dieciocho coches; aumentaba constantemente el número de vehículos y se hacía necesario un club que regulase todo lo relacionado con el automóvil. En 1924 quedó inaugurado el club en un edificio esplendoroso en la calle Qarsal-Nil; ahí quedaba fijada la sede oficial del Real Automóvil Club de Egipto. La presidencia de honor se reservó para el rey. Sería dirigido por el inglés James Wright siguiendo el modelo del Carlton Club de Londres. Los egipcios como miembros del club, aunque sean ricos y educados, no serán admitidos, pues el automóvil es invención del hombre occidental “y solo él puede tomar decisiones al respecto”; aquellos únicamente podrán comprar coches y conducirlos.

 

Contratar personal para el funcionamiento del club se convirtió en un problema. Había miembros de la junta directiva que proponían traerlos de Europa porque los egipcios “son sucios, ineptos, ladinos, mentirosos y ladrones”. A pesar de eso, resultaba más económico tener esclavos que ciudadanos europeos. Al fin, egipcios. Rekkabi fue el chef de cocina del restaurante del club; siempre colocado; el hachís, decía, evitaba el cansancio y avivaba la imaginación para crear platos; no conocía la vergüenza. Maestro en inventar bulos, embustero y zalamero, Shaker, el maître. Hagg Yusef Tarbuch trabajaba en el salón de juego y llegó a ser el encargado del local; se hizo rico. Bahr, el barman, “agitaba la coctelera como si bailara”; se consideraba un artista; gobernaba a sus empleados con puño de hierro. Formaban estos cuatro un pequeño grupo distanciado del resto de sirvientes; se consideraban muy por encima de los demás empleados; sin poder, pero con mando. Una ristra de camareros, pinches, mozos de almacén y otros completaba el servicio del club.

 

Kuu, chambelán mayor de palacio, el más cercano a su majestad, siervo y señor, había asistido al nacimiento del monarca y lo había mecido en sus brazos. En él delegó el rey todo el poder; a su antojo favorecía o arruinaba incluso a los ministros; era, al mismo tiempo, jefe supremo de los sirvientes de todos los palacios, también de los del club; después del Altísimo, él regía sus vidas, destino y sustento.

 

La ciudad, El Cairo, en la novela queda velada, desleída, un simple escenario; la van sintiendo emocionalmente quienes la viven soportando la carga diaria de sus propias vidas y las de los más cercanos. No aparecen sus calles, excepto la del club y al-Sad-al-Gawani en la que viven la familia Hamam y Ali Paloma con Aicha y sus hijos; la mezquita Sayed Zeinab es la de su barrio; se escuchan las llamadas a la oración. Del resto de la gran ciudad, de su atmósfera llegan los sinsabores y cuitas de la riada de personajes que Alaa al-Aswany ha colocado para disfrutarla o padecerla. Se respiraba un ambiente de sometimiento a un colonialismo voraz y al nubio Qassem Mohamed Qassem, conocido como Kuu, implacable y duro en sus decisiones ejecutadas por Hamid, matarife despiadado. El respeto a los empleados traerá consecuencias negativas según Kuu. Quien está acostumbrado a vivir en la injusticia entenderá la justicia como debilidad del que manda; así justificaba el nubio su trato con sus súbditos, es decir, con todos.

 

El punto neurálgico de la ciudad se centraba no en el palacio real sino en el Automóvil Club, pequeño microcosmos humano al que acudían el rey--había estudiado dos años en Gran Bretaña de donde regresó para ocupar el trono tras la muerte de su padre--, magnates, extranjeros poderosos, algún egipcio próximo a palacio y unos empleados cuya vida pendía del buen o mal humor de los demás. El presidente míster Wright, con vidas paralelas según fuera de noche o de día, manejaba desde el club los hilos del tinglado. De vez en cuando, ese ambiente ‘exquisito’ se trasladaba al cabaret L´Auberge, donde también acudía su majestad, “haragán irresponsable, rendido a los vicios”. En el palacio de Abdin, residencia regia, no se atendían los asuntos del buen gobierno sino el trajín sin asuntos. Y, para completar esta comedia humana, ¡llegó a palacio el que faltaba!, Carlo Boticelli, mecánico encargado de tener a punto el Buick de su majestad. En poco tiempo consiguió elevar la capacidad de desvarío; descubrió los gustos y deseos del monarca, renegó de la mecánica y pasó a ser alcahuete del rey por su especialidad en artes amatorias y agudeza en selección de candidatas para su majestad. Aumentaba su fortuna de día en día.

 

Otra mirada distinta frente a tanto desmán, riqueza y abuso reinantes la fija el narrador de la novela en la vivienda reducida de los Hamam, donde la vida continúa a trancas y barrancas. Familia rica e importante en Daraw. Empobrecido el padre, Abdelaziz, por su excesiva generosidad con los demás, hubo de emigrar hasta El Cairo y sobrevivir con un trabajo de mozo de almacén en el Automóvil Club. Ruqaya, la esposa, con serenidad y fe, fue pilar fundamental en momentos complicados que le presentó la vida; logró mantener la dignidad sin doblegarse ante los desmanes del poder. Sus cuatro hijos eran de distinto pelaje; Said, creído y soberbio; Kamel, “tierno como la brisa”; Saliha, inteligente y sensata; Mahmud, rebelde y corto de entendederas; manifestarán su buen o mal carácter a lo largo de la novela. Muy unida a esta familia, la británica Jawaga o Mitsy Wright; se sentía incapaz de soportar la actitud y comportamiento paternos, rechazaba su mentalidad colonialista de superioridad y desprecio; ella, al contrario, quería aprender árabe y conocer más de cerca la vida de los egipcios. En la puerta de enfrente vivía Ali Paloma; en su juventud dedicado a realizar circuncisiones; terminó sobreviviendo con una tienducha; su esposa Aicha, “constituía para los hombres un modelo de tentación libertina y deliciosa”; los hijos, Fawzi y Faiqa, no se parecían en nada; en el barrio explicaban por qué tan diferentes. Aquí, con estas dos familias y su ambiente, se retrata otra cara de la ciudad, tan diferente y distante del club o el cabaret, donde algunos de ellos se ganaban la vida y el sustento de la familia. No obstante, entre ellos también hubo vividores cuyas pasiones viajabanen moto, a veces en coche; al fin, saboreaban los placeres en los barrios de ricos. Así, quedaba la ciudad un poco más equilibrada.

 

Oculto a miradas ajenas, sin ruido ni alharacas, se había formado un pequeño grupo de personas en torno al príncipe y primo del rey, Shamel, que había estudiado Derecho en la Sorbona. La manera de entender el mundo y su país nada tenían que ver con la insoportable levedad de su pariente. Desde su palacete se miraba hacia otro futuro para Egipto.

 

Tres puntos, tres formas aparentemente aisladas de vivir o desoportar la vida en una misma ciudad. De fondo, El Cairo silencioso y, tal vez, dócil. A lo largo de la novela los personajes se mueven, se relacionan unos con otros o bien para sobrevivir, para buscar otras metas o bien para hacer saltar por los aires ese statu quo. En esta novela, los afluentes buscan la desembocadura en El Cairo.

 

Hay personajes en la novela, asegura al-Aswany, que existen, que viven; ellos han sido capaces de provocar, ¿también escribir?, sus propias novelas; bien hilvanadas, entrelazadas y sin costuras han terminado por conformar El Automóvil Club de Egipto, la gran novela en la que han ido a parar esas otras que discurrían por su interior. “…el libro, -explica el autor-, no es cien por cien imaginario…Estoy completamente seguro de que [los personajes] … son invisibles, pero existen.Cuando me encuentro en mitad de la novela pierdo el control, … empiezan a hacer lo que quieren…”. Estamos ante una novela viviente, novela viva y agitada; en ella el propio autor reconoce estar en manos de unos personajes que gozan de libertad literaria para moverse.

 

Comentar el realismo en esta obra sería reiterativo. Parte de ese realismo se debe a los personajes, inquietantes unos, “llenos de claroscuros” otros; retratan y componen la sociedad del momento. El autor ha creado unos tipos novelescos que resisten el paso del tiempo y saltan cualquier frontera. A algunos de ellos o muy parecidos, actualmente y transcurridos tantos años, podríamos reconocerlos en ciertos lugares de una ciudad cualquiera, en las salas de un casino o en las dependencias de un palacio. Así mismo, hay que destacar la fuerza de los personajes femeninos, tan variados y con tanto vigor, con personalidad propia; en ningún caso, veletas. Cabe destacar entreverada entre líneas, en cada rincón de la novela la ironía crítica centrada en aquella sociedad y, especialmente en sus prebostes.

 

Sentimientos y pasiones desatadas, desprecio, odio, sexo, atropellos del otro, abuso de poder, venganza salpimientan escenas y capítulos; frente a todo eso, aunque no siempre, solidaridad, apoyo familiar, firmeza de carácter, felicidad a cuentagotas: la vida y sus gentes.

 

Alaa al-Aswany (El Cairo, 1957) desde niño vivió de cerca, con su padre, escritor, la literatura; él, sin embargo, eligió ser dentista. Desde bien joven está comprometido en la defensa de los derechos humanos y siempre crítico con el poder. Sin duda, su obra respira la escritura de Naguib Mahfuz, el gran narrador egipcio y Premio Nobel de Literatura en 1988. De entre sus obras destacaremos Los papeles de Essam Abdel Aaty (1990), El edificio Yacobián (2002), Chicago (2006), La república era esto (edc. en español 2021) y en 2013 publica la novela aquí reseñada que posteriormente fue llevada al cine. Ha recibido numerosos premios y reconocimientos; su obra está traducida a varios idiomas.

 

La estupenda traducción de Álvaro Abella Villaracomoda el texto original a la lengua castellana de manera precisa y clara.

 

Dos de mis personajes “vinieron a verme, y me dijeron que tenían mucho más dentro de lo que yo había escrito”: guiño unamuniano a Niebla y, cómo no, a Luigi Pirandello. Inseparables autor y obra. Y termina por reconocer que “Todos los personajes soy yo mismo”; así, sin más. Simplemente creación literaria o Literatura.

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