Vengo de un tiempo
    
   
	    
	
    
        
    
    
        
          
		
    
        			        			        			        			        			        			        			        			        			        
    
    
    
	
	
        
        
        			        			        			        			        			        			        			        	
                                
                    			        			        
        
                
        
        ![[Img #57154]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/02_2022/2751_sol-escanear0069.jpg)
 
 
Vengo de un tiempo en el que los ritos -sucesos que hacen un día diferente del resto de días- estaban plagados de historias y las historias de vida. Así, los cumpleaños se celebraban con cuelga de caramelos, las cartas de amor se escribían a mano, la mili, de trece meses de duración, te hacía un hombre, el compromiso de boda se sellaba con cena de pedida, los casamientos duraban hasta la muerte, la natalidad se controlaba mediante el método Ogino, los niños venían de París, los bautizos se celebraban con perdones, la Semana Santa iba acompañada de ayuno y abstinencia, -salvo previo pago a la ‘santamadreiglesia’ que te daba derecho a bula-, los velatorios, de toda una noche de duración, a veces más, transcurrían al pie de la cama del difunto.
 
Vengo de un tiempo en el que los objetos estaban hechos para durar, no existía el concepto  de caducidad, mucho menos el de obsolescencia programada. Así, la luz era de ciento veinticinco voltios -aunque había muchas velas, eso sí, y no precisamente decorativas-, las trencas eran de tergal, el vino de garrafón, las mantas de lana, el estropajo de esparto, los envoltorios de papel de estraza, la hora analógica, el verano azul, los polvos de talco, la música de orquesta, la lumbre de paja, los chorizos caseros, las fotos de carrete, la lavadora de carga superior, los tatuajes de pega, la televisión en blanco y negro, con solo dos canales y una pantalla que cuando se quedaba fija por falta de programación recibía el nombre de carta de ajuste. El pan pan se hacía con masa madre, la comida en la cocina económica o en el infiernillo, a fuego lento, los trabajos manuales con cartulinas y papel de charol, los dibujos lineales con transportador, las llamadas telefónicas en cabinas y con monedas, los juegos -soga, goma, comba, canicas, yo-yo, hula hoop, semana, a la silla la reina, ‘chorromorropicotaina’- al aire libre, casi sin juguetes, los virus, carentes de siglas y con nombres mucho más prosaicos que los actuales -sarampión, viruela, fiebre amarilla, poliomielitis- iban precedidos de ese concepto moribundo pero preciosísimo llamado andancio. 
 
Vengo de un tiempo en el que los productos eran más conocidos por su marca o marchamo que por el producto en sí. Así, el nitrato era de Chile, la crema de manos Famos, los sujetadores Playtex, las mantas Paduana, los colchones Pikolin, las galletas Reglero, la televisión Philips, las bicicletas BH -también Orbea-, las deportivas Paredes, la catalítica Super Ser, el radiocasete Sanyo, la máquina de escribir Olivetti, el desodorante Tulipán Negro, la vajilla Duralex “solo se rompe una vez”, el tabaco Celtas o Ideales, el detergente Vilore, los vaqueros Lois, las caligrafías Rubio, los bolis Bic, las pinturas Alpino, los champús -que venían en bolsitas individuales y forma romboidal- Sindo, las cuchillas de afeitar Guillette, los rotuladores Carioca, la tinta china Pelikan, las muñecas de Famosa, las gomas de borrar Milan, la gaseosa La Pitusa o Revoltosa, los chocolates Trapa, las bolsas de agua Pirelli, el jabón Lagarto, la colonia masculina Varón Dandy, las toreras Kimbo, los quesitos La vaca que ríe, el yogurt Yoplait, la leche de la señá Nieves, con abundante pintica y casi directa de la vaca a la boca, los pirulís, también autóctonos e insuperables, de la tía Jirula. ¡A las papilas gustativas retorna por un momento el sabor del cono de barquillo relleno de caramelo que se quedaba pegado en el paladar!
 
Vengo de un tiempo en el que no existía ni la rinoplastia, ni el botox, ni los clínex, ni el lavavajillas, ni el microondas, ni la thermomix,  ni los ordenadores con su corta y pega, ni el pendrive, ni la memoria externa, ni internet, ni zoom, ni Skype, ni Facebook, ni Twitter, ni Instagram ni repipis Siris o Alexas a los que preguntar por la previsión del tiempo para los próximos siete días o pedirles la canción ‘Resistiré’, cuando nos apuñale la nostalgia y no reconozcamos ni nuestra voz.  
 
Vengo de un tiempo en el que la nube solo existía sobre nuestras cabezas en un cielo invariablemente protector, sólido, amigo, que invitaba a tirarnos en la hierba y soñar sueños que nos redimían de la vida y, a veces, hasta nos salvaban de ésta.  
        
        
    
       
            
    
        
        
	
    
                                                                                            	
                                        
                                                                                                                                                                                                    
    
    
	
    
![[Img #57154]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/02_2022/2751_sol-escanear0069.jpg)
Vengo de un tiempo en el que los ritos -sucesos que hacen un día diferente del resto de días- estaban plagados de historias y las historias de vida. Así, los cumpleaños se celebraban con cuelga de caramelos, las cartas de amor se escribían a mano, la mili, de trece meses de duración, te hacía un hombre, el compromiso de boda se sellaba con cena de pedida, los casamientos duraban hasta la muerte, la natalidad se controlaba mediante el método Ogino, los niños venían de París, los bautizos se celebraban con perdones, la Semana Santa iba acompañada de ayuno y abstinencia, -salvo previo pago a la ‘santamadreiglesia’ que te daba derecho a bula-, los velatorios, de toda una noche de duración, a veces más, transcurrían al pie de la cama del difunto.
Vengo de un tiempo en el que los objetos estaban hechos para durar, no existía el concepto de caducidad, mucho menos el de obsolescencia programada. Así, la luz era de ciento veinticinco voltios -aunque había muchas velas, eso sí, y no precisamente decorativas-, las trencas eran de tergal, el vino de garrafón, las mantas de lana, el estropajo de esparto, los envoltorios de papel de estraza, la hora analógica, el verano azul, los polvos de talco, la música de orquesta, la lumbre de paja, los chorizos caseros, las fotos de carrete, la lavadora de carga superior, los tatuajes de pega, la televisión en blanco y negro, con solo dos canales y una pantalla que cuando se quedaba fija por falta de programación recibía el nombre de carta de ajuste. El pan pan se hacía con masa madre, la comida en la cocina económica o en el infiernillo, a fuego lento, los trabajos manuales con cartulinas y papel de charol, los dibujos lineales con transportador, las llamadas telefónicas en cabinas y con monedas, los juegos -soga, goma, comba, canicas, yo-yo, hula hoop, semana, a la silla la reina, ‘chorromorropicotaina’- al aire libre, casi sin juguetes, los virus, carentes de siglas y con nombres mucho más prosaicos que los actuales -sarampión, viruela, fiebre amarilla, poliomielitis- iban precedidos de ese concepto moribundo pero preciosísimo llamado andancio.
Vengo de un tiempo en el que los productos eran más conocidos por su marca o marchamo que por el producto en sí. Así, el nitrato era de Chile, la crema de manos Famos, los sujetadores Playtex, las mantas Paduana, los colchones Pikolin, las galletas Reglero, la televisión Philips, las bicicletas BH -también Orbea-, las deportivas Paredes, la catalítica Super Ser, el radiocasete Sanyo, la máquina de escribir Olivetti, el desodorante Tulipán Negro, la vajilla Duralex “solo se rompe una vez”, el tabaco Celtas o Ideales, el detergente Vilore, los vaqueros Lois, las caligrafías Rubio, los bolis Bic, las pinturas Alpino, los champús -que venían en bolsitas individuales y forma romboidal- Sindo, las cuchillas de afeitar Guillette, los rotuladores Carioca, la tinta china Pelikan, las muñecas de Famosa, las gomas de borrar Milan, la gaseosa La Pitusa o Revoltosa, los chocolates Trapa, las bolsas de agua Pirelli, el jabón Lagarto, la colonia masculina Varón Dandy, las toreras Kimbo, los quesitos La vaca que ríe, el yogurt Yoplait, la leche de la señá Nieves, con abundante pintica y casi directa de la vaca a la boca, los pirulís, también autóctonos e insuperables, de la tía Jirula. ¡A las papilas gustativas retorna por un momento el sabor del cono de barquillo relleno de caramelo que se quedaba pegado en el paladar!
Vengo de un tiempo en el que no existía ni la rinoplastia, ni el botox, ni los clínex, ni el lavavajillas, ni el microondas, ni la thermomix, ni los ordenadores con su corta y pega, ni el pendrive, ni la memoria externa, ni internet, ni zoom, ni Skype, ni Facebook, ni Twitter, ni Instagram ni repipis Siris o Alexas a los que preguntar por la previsión del tiempo para los próximos siete días o pedirles la canción ‘Resistiré’, cuando nos apuñale la nostalgia y no reconozcamos ni nuestra voz.
Vengo de un tiempo en el que la nube solo existía sobre nuestras cabezas en un cielo invariablemente protector, sólido, amigo, que invitaba a tirarnos en la hierba y soñar sueños que nos redimían de la vida y, a veces, hasta nos salvaban de ésta.






