De amor
![[Img #57202]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/02_2022/9016_j-manuel-img017.jpg)
“¿No ves, Leonor, los álamos del río
con su ramajes yertos?
Mira el Moncayo azul y blanco; dame
tu mano y paseemos”.
(Antonio Machado)
Hablaban de amor, sí. Lo hacían como si se tratara de cualquier cosa, como si fuera un pasatiempo, o una rutina, o, peor aún, un mero desahogo, otra satisfacción. Entonces, él les dijo: vosotros no sabéis lo que es amor, amor de verdad, del bueno, amor. Y les contó una historia de amor. Una de sus historias de amor.
“Era un día de otoño en una ciudad del norte. Todavía no había comenzado a hacer frío, pero el sol ya era tibio, le costaba dar calor, se estaba volviendo perezoso. Ella y yo paseábamos por aquellas calles estrechas y sinuosas, a veces empinadas. Mirábamos los patios de las casas con las manos asidas a los barrotes de las rejas. Las flores ya desmayadas. Algunas hojas amarillas en el suelo. Una maceta volcada. El nido de golondrinas vacío. Las sombras cayendo por las paredes. Nada de brillos. Silencio. Soledad. Abandono. Ante aquel naufragio, permanecíamos callados, ausentes, cada uno en su mundo, conscientes de la inutilidad de las palabras.”
“Después, poco a poco, con indolencia, nos fuimos despegando de los barrotes y seguimos caminando por la calle. Su mano buscaba mi mano. Se entrelazaron los dedos. Se nos pasó la tristeza de aquellas ruinas. Volvimos a hablar, a reír, a estar alegres. Sin darnos cuenta llegamos a una plaza pequeña y recoleta. En medio había una fuente. Junto a la fuente un banco de madera. Nos sentamos. Seguíamos de la mano. Por una angostura de aquel abigarrado barrio de casas grises penetraba la última luz de la tarde. El agua de la fuente parecía de oro. Vi que ella tenía frío. Coloqué mi chaqueta sobre sus hombros y la apreté contra mí. La apreté suavemente, con dulzura. El pelo le olía aún a primavera. En un balcón alguien descorrió un poco la cortina. Se oyó el crujido de una puerta, y el eco de unos pasos. De otro patio llegaban risas. Al fondo de la calle, una mujer se asomó a la ventana. Cerca de nosotros, enlutada, pasaba una anciana.”
“En esto, sin yo esperarlo, ella me dijo que era feliz, y al instante de uno de sus ojos cayó una lágrima. Un diamante. Si eres feliz, ¿por qué lloras?, le pregunté, sorprendido, sin comprender nada. Por los patios, los que acabamos de ver, me contestó. ¿Qué les pasa a los patios?, volví a inquirir. Que son como nosotros, susurró. Como nosotros. Entonces, recordé cómo los habíamos visto este verano, cuando nos conocimos. En algunos, había rosas en los rosales. Rosas blancas, amarillas, rojas. Rojas como de sangre. Los jilgueros se perseguían por entre los manzanos. Todo el patio estaba rodeado de geranios. El suelo limpio, brillante. Los niños jugaban. Las golondrinas entraban y salían veloces del nido. En un rincón alguien leía un libro. Y entendí por qué ella lloraba. Pero aún es hoy; mira este atardecer, lo incendiado que se ha quedado el cielo, lo hermoso que está todo, cómo huele, le respondí. De vuelta a casa, a su casa, le hice reír muchas veces. Solo se puso seria cuando nos despedimos. Después de besarla, le musité en el oído: mañana también será hoy, y pasado, y los días siguientes. Aún queda mucha primavera. Pero sí, todo debe pasar, nada ha de permanecer. También esto. De todas las maneras, el otoño, como ves, no es tan feo, ni tampoco lo será el invierno. Te lo aseguro. Esta noche soñaré contigo y mañana te llamaré, y daremos otro paseo. Volveremos a estar otra vez juntos. Otra vez.”
Cuando terminó, vio que estaba solo. Todos, poco a poco, aburridos, entre risas, se habían ido. Pero a él no le importó. El amor, mientras dura, es capaz de llenar todos los vacíos. De curar cualquier herida.
“¿No ves, Leonor, los álamos del río
con su ramajes yertos?
Mira el Moncayo azul y blanco; dame
tu mano y paseemos”.
(Antonio Machado)
Hablaban de amor, sí. Lo hacían como si se tratara de cualquier cosa, como si fuera un pasatiempo, o una rutina, o, peor aún, un mero desahogo, otra satisfacción. Entonces, él les dijo: vosotros no sabéis lo que es amor, amor de verdad, del bueno, amor. Y les contó una historia de amor. Una de sus historias de amor.
“Era un día de otoño en una ciudad del norte. Todavía no había comenzado a hacer frío, pero el sol ya era tibio, le costaba dar calor, se estaba volviendo perezoso. Ella y yo paseábamos por aquellas calles estrechas y sinuosas, a veces empinadas. Mirábamos los patios de las casas con las manos asidas a los barrotes de las rejas. Las flores ya desmayadas. Algunas hojas amarillas en el suelo. Una maceta volcada. El nido de golondrinas vacío. Las sombras cayendo por las paredes. Nada de brillos. Silencio. Soledad. Abandono. Ante aquel naufragio, permanecíamos callados, ausentes, cada uno en su mundo, conscientes de la inutilidad de las palabras.”
“Después, poco a poco, con indolencia, nos fuimos despegando de los barrotes y seguimos caminando por la calle. Su mano buscaba mi mano. Se entrelazaron los dedos. Se nos pasó la tristeza de aquellas ruinas. Volvimos a hablar, a reír, a estar alegres. Sin darnos cuenta llegamos a una plaza pequeña y recoleta. En medio había una fuente. Junto a la fuente un banco de madera. Nos sentamos. Seguíamos de la mano. Por una angostura de aquel abigarrado barrio de casas grises penetraba la última luz de la tarde. El agua de la fuente parecía de oro. Vi que ella tenía frío. Coloqué mi chaqueta sobre sus hombros y la apreté contra mí. La apreté suavemente, con dulzura. El pelo le olía aún a primavera. En un balcón alguien descorrió un poco la cortina. Se oyó el crujido de una puerta, y el eco de unos pasos. De otro patio llegaban risas. Al fondo de la calle, una mujer se asomó a la ventana. Cerca de nosotros, enlutada, pasaba una anciana.”
“En esto, sin yo esperarlo, ella me dijo que era feliz, y al instante de uno de sus ojos cayó una lágrima. Un diamante. Si eres feliz, ¿por qué lloras?, le pregunté, sorprendido, sin comprender nada. Por los patios, los que acabamos de ver, me contestó. ¿Qué les pasa a los patios?, volví a inquirir. Que son como nosotros, susurró. Como nosotros. Entonces, recordé cómo los habíamos visto este verano, cuando nos conocimos. En algunos, había rosas en los rosales. Rosas blancas, amarillas, rojas. Rojas como de sangre. Los jilgueros se perseguían por entre los manzanos. Todo el patio estaba rodeado de geranios. El suelo limpio, brillante. Los niños jugaban. Las golondrinas entraban y salían veloces del nido. En un rincón alguien leía un libro. Y entendí por qué ella lloraba. Pero aún es hoy; mira este atardecer, lo incendiado que se ha quedado el cielo, lo hermoso que está todo, cómo huele, le respondí. De vuelta a casa, a su casa, le hice reír muchas veces. Solo se puso seria cuando nos despedimos. Después de besarla, le musité en el oído: mañana también será hoy, y pasado, y los días siguientes. Aún queda mucha primavera. Pero sí, todo debe pasar, nada ha de permanecer. También esto. De todas las maneras, el otoño, como ves, no es tan feo, ni tampoco lo será el invierno. Te lo aseguro. Esta noche soñaré contigo y mañana te llamaré, y daremos otro paseo. Volveremos a estar otra vez juntos. Otra vez.”
Cuando terminó, vio que estaba solo. Todos, poco a poco, aburridos, entre risas, se habían ido. Pero a él no le importó. El amor, mientras dura, es capaz de llenar todos los vacíos. De curar cualquier herida.