Emilio Geijo (*)
Domingo, 10 de Noviembre de 2013
Diderot y Rousseau, dos ilustrados antagónicos: la ruptura (II)
Las circunstancias no fueron la causa de ruptura. En todo caso, exasperaron tensiones anteriores: distintos temperamentos, desacuerdos en el modo de vida, en la concepción del compromiso con las ideas. Fue un momento en el que estos dos genios de parecida estatura debían realizar caminos diferentes y, hasta cierto punto, el uno contra el otro.
Desde luego, disentían en la actitud hacia la religión. Mientras Diderot avanzaba con D’Holbach desde un deísmo optimista hacia el materialismo ateo, Rousseau mantenía, a su manera, la fe en Dios. El terremoto de Lisboa de 1755 con más de 40.000 muertos propició un intenso debate sobre la divina Providencia que sirvió para poner, negro sobre blanco, las actitudes religiosas de los 'philosofes': “Escuchaba los argumentos de esos ardientes misioneros del ateísmo… no me persuadían, me inquietaban… no tenía respuesta pero sentía que tenía que haberla”, escribirá Rousseau. Definitivamente tenía una actitud religiosa que le separó no solo de Diderot sino también de D’Holbach, Grimm y otros reputados miembros de la camarilla holbáquica y, por supuesto, del gran Voltaire. La razón le conducirá a una defensa a ultranza de la religión natural.
Pero la primera disputa abierta entre los dos hombre tuvo lugar poco después del premio de la Academia de Dijon. En octubre de 1752, Rousseau presentó ante Luis XV, en Fontainebleau, su conservadora ópera 'El adivino de la aldea' y tanto entusiasmó al monarca que ofreció al autor una pensión vitalicia. Pese a las estrecheces que pasaba con su compañera Teresa y la madre de esta, el ginebrino la rechazó para evitar toda dependencia. Diderot le acusó de no cumplir con sus deberes hacia su compañera y su madre; Grimm se sumó al reproche y desde entonces, Rousseau sintió que era objeto de persecución e inmediatamente les acusó de confabularse en su contra. Así, a pesar de que durante la elaboración del Discurso sobre la desigualdad los dos hombres mantenían una buena relación, el autor no dejaba de reprochar a Diderot el tono de sus observaciones hasta el punto de no confiarle ni una sola palabra de su proyecto sobre las Instituciones Políticas.
La incomprensión creció y estalló cuando Rousseau que se sentía eclipsado en el círculo holbáquico, decidió irse de París (1756), aislarse en la finca de Mme. D’Epinay y dejar la Enciclopedia. Diderot, que ya conocía el deseo de abandono de D’Alembert, lo vivió como una desleal deserción. En este momento Rousseau buscaba calma y soledad para elaborar su pensamiento; Diderot, en cambio, que había sacrificado su obra personal a la gran empresa de la Enciclopedia, vivía en constante agitación dedicado al trabajo múltiple de editor: escribir, revisar, supervisar a los cajistas y grabadores, negociar con los vendedores… La distancia era tal que Rousseau se tomó como un ataque personal las palabras que Diderot pone en boca de un personaje en su obra El Hijo natural : “… un hombre bueno es sociable y que sólo el hombre malo vive solo.” Rousseau transfería los sentimientos de inferioridad y los celos que experimentaba con los ilustrados del salón, en el que Diderot brillaba con luz propia, a toda una concepción filosófica de la sociedad: la maldad, la codicia, la crueldad proceden de una sociedad corrompida. Fue una ruptura temporal que subsanarían los buenos oficios de Mme. D’Epinay.
Una indiscreción –o quizá simple olvido- de Diderot acerca del amor imposible de Rousseau por Mme. D’Houdetot abrió la caja de los truenos y concentró todo el rencor acumulado que Diderot consignará en sus Tablettes. Allí le acusa de todo: ingratitud, hipocresía, de su indeseable conducta, de haberle explotado sin vergüenza…De todos modos, hacía tiempo que sus ideas no concordaban y la escritura del 'Emilio o de la educación' abrió el abismo definitivo entre él y Diderot (y los demás antiguos amigos) al incluir 'La Profesión de Fe del Vicario Saboyano', que no es otro sino el propio Rousseau. Este 'cura' explica su fe con un discurso finamente elaborado para reducir al absurdo los argumentos que tantas veces había escuchado en el salón del barón d’Holbach en defensa de una concepción materialista y atea del mundo. Rousseau, sencillamente, no podía entender el mundo, y menos existir, sin Dios.
El abismo era tanto más profundo por cuanto hacía tal profesión en el mismo momento que decidía, por tercera vez, confiar su tercer hijo a un hospicio, conducta que seguirá con los dos siguientes también. Diderot, que había perdido tres hijos, muertos prematuramente, y que bebía los vientos por su hija Angélique, condenaba esta conducta de padre desnaturalizado.
El antagonismo de Rousseau con Diderot y los ilustrados radicales se mostró con toda crudeza con ocasión del artículo de D’Alembert, 'Ginebra', publicado en el séptimo volumen. En él, el matemático –inducido por Voltaire que deseaba hacer negocio en Ginebra con sus obras de teatro- criticaba la mojigatería calvinista que prohibía toda clase de espectáculos públicos. La reacción de las autoridades suizas no se hizo esperar y estalló un conflicto diplomático que casi acaba con la Enciclopedia. Rousseau ahondó sus diferencias con una respuesta –Carta a D’Alembert sobre los espectáculos- en la que separaba el grano de la paja en lo que a los espectáculos se refiere, con un enfoque que hoy podría servir para analizar la manipulación de las personas a través de la televisión. Pero también mostraba una radical oposición con Diderot quien consideraba el teatro como un medio sumamente eficaz para difundir los ideales de racionalidad y libertad y fomentar una actitud crítica hacia los dogmas. Así se consumó la ruptura.
Rousseau, que había desarrollado sentimientos paranoicos hacia Diderot y sus antiguos amigos, escribía sus Confesiones acusándoles de complot. “Villano artificioso, ingrato, hombre atroz, cobarde…” son algunos calificativos que Diderot dedica a Rousseau con motivo de la lectura pública de esas Confesiones en 1778. Sin embargo, en 1782, Diderot mostraba a Grimm en una carta su añoranza del amigo de antaño.
Las circunstancias no fueron la causa de ruptura. En todo caso, exasperaron tensiones anteriores: distintos temperamentos, desacuerdos en el modo de vida, en la concepción del compromiso con las ideas. Fue un momento en el que estos dos genios de parecida estatura debían realizar caminos diferentes y, hasta cierto punto, el uno contra el otro.
En definitiva, los frutos del Siglo de las Luces no se deben al unísono de las voces de los ilustrados. Todo lo contrario. Ese momento decisivo para nuestra historia en Occidente, su proyecto de una humanidad regida por valores como la libertad, la igualdad y justicia fueron fruto de posiciones antagónicas. No sólo su razón, también su pasión está detrás de su legado que puede iluminar los debates de nuestro mundo contemporáneo.
(*) Profesor jubilado de Filosofía
![[Img #6138]](upload/img/periodico/img_6138.jpg)
Desde luego, disentían en la actitud hacia la religión. Mientras Diderot avanzaba con D’Holbach desde un deísmo optimista hacia el materialismo ateo, Rousseau mantenía, a su manera, la fe en Dios. El terremoto de Lisboa de 1755 con más de 40.000 muertos propició un intenso debate sobre la divina Providencia que sirvió para poner, negro sobre blanco, las actitudes religiosas de los 'philosofes': “Escuchaba los argumentos de esos ardientes misioneros del ateísmo… no me persuadían, me inquietaban… no tenía respuesta pero sentía que tenía que haberla”, escribirá Rousseau. Definitivamente tenía una actitud religiosa que le separó no solo de Diderot sino también de D’Holbach, Grimm y otros reputados miembros de la camarilla holbáquica y, por supuesto, del gran Voltaire. La razón le conducirá a una defensa a ultranza de la religión natural.
Pero la primera disputa abierta entre los dos hombre tuvo lugar poco después del premio de la Academia de Dijon. En octubre de 1752, Rousseau presentó ante Luis XV, en Fontainebleau, su conservadora ópera 'El adivino de la aldea' y tanto entusiasmó al monarca que ofreció al autor una pensión vitalicia. Pese a las estrecheces que pasaba con su compañera Teresa y la madre de esta, el ginebrino la rechazó para evitar toda dependencia. Diderot le acusó de no cumplir con sus deberes hacia su compañera y su madre; Grimm se sumó al reproche y desde entonces, Rousseau sintió que era objeto de persecución e inmediatamente les acusó de confabularse en su contra. Así, a pesar de que durante la elaboración del Discurso sobre la desigualdad los dos hombres mantenían una buena relación, el autor no dejaba de reprochar a Diderot el tono de sus observaciones hasta el punto de no confiarle ni una sola palabra de su proyecto sobre las Instituciones Políticas.
![[Img #6140]](upload/img/periodico/img_6140.jpg)
La incomprensión creció y estalló cuando Rousseau que se sentía eclipsado en el círculo holbáquico, decidió irse de París (1756), aislarse en la finca de Mme. D’Epinay y dejar la Enciclopedia. Diderot, que ya conocía el deseo de abandono de D’Alembert, lo vivió como una desleal deserción. En este momento Rousseau buscaba calma y soledad para elaborar su pensamiento; Diderot, en cambio, que había sacrificado su obra personal a la gran empresa de la Enciclopedia, vivía en constante agitación dedicado al trabajo múltiple de editor: escribir, revisar, supervisar a los cajistas y grabadores, negociar con los vendedores… La distancia era tal que Rousseau se tomó como un ataque personal las palabras que Diderot pone en boca de un personaje en su obra El Hijo natural : “… un hombre bueno es sociable y que sólo el hombre malo vive solo.” Rousseau transfería los sentimientos de inferioridad y los celos que experimentaba con los ilustrados del salón, en el que Diderot brillaba con luz propia, a toda una concepción filosófica de la sociedad: la maldad, la codicia, la crueldad proceden de una sociedad corrompida. Fue una ruptura temporal que subsanarían los buenos oficios de Mme. D’Epinay.
Una indiscreción –o quizá simple olvido- de Diderot acerca del amor imposible de Rousseau por Mme. D’Houdetot abrió la caja de los truenos y concentró todo el rencor acumulado que Diderot consignará en sus Tablettes. Allí le acusa de todo: ingratitud, hipocresía, de su indeseable conducta, de haberle explotado sin vergüenza…De todos modos, hacía tiempo que sus ideas no concordaban y la escritura del 'Emilio o de la educación' abrió el abismo definitivo entre él y Diderot (y los demás antiguos amigos) al incluir 'La Profesión de Fe del Vicario Saboyano', que no es otro sino el propio Rousseau. Este 'cura' explica su fe con un discurso finamente elaborado para reducir al absurdo los argumentos que tantas veces había escuchado en el salón del barón d’Holbach en defensa de una concepción materialista y atea del mundo. Rousseau, sencillamente, no podía entender el mundo, y menos existir, sin Dios.
![[Img #6137]](upload/img/periodico/img_6137.jpg)
El abismo era tanto más profundo por cuanto hacía tal profesión en el mismo momento que decidía, por tercera vez, confiar su tercer hijo a un hospicio, conducta que seguirá con los dos siguientes también. Diderot, que había perdido tres hijos, muertos prematuramente, y que bebía los vientos por su hija Angélique, condenaba esta conducta de padre desnaturalizado.
El antagonismo de Rousseau con Diderot y los ilustrados radicales se mostró con toda crudeza con ocasión del artículo de D’Alembert, 'Ginebra', publicado en el séptimo volumen. En él, el matemático –inducido por Voltaire que deseaba hacer negocio en Ginebra con sus obras de teatro- criticaba la mojigatería calvinista que prohibía toda clase de espectáculos públicos. La reacción de las autoridades suizas no se hizo esperar y estalló un conflicto diplomático que casi acaba con la Enciclopedia. Rousseau ahondó sus diferencias con una respuesta –Carta a D’Alembert sobre los espectáculos- en la que separaba el grano de la paja en lo que a los espectáculos se refiere, con un enfoque que hoy podría servir para analizar la manipulación de las personas a través de la televisión. Pero también mostraba una radical oposición con Diderot quien consideraba el teatro como un medio sumamente eficaz para difundir los ideales de racionalidad y libertad y fomentar una actitud crítica hacia los dogmas. Así se consumó la ruptura.
Rousseau, que había desarrollado sentimientos paranoicos hacia Diderot y sus antiguos amigos, escribía sus Confesiones acusándoles de complot. “Villano artificioso, ingrato, hombre atroz, cobarde…” son algunos calificativos que Diderot dedica a Rousseau con motivo de la lectura pública de esas Confesiones en 1778. Sin embargo, en 1782, Diderot mostraba a Grimm en una carta su añoranza del amigo de antaño.
Las circunstancias no fueron la causa de ruptura. En todo caso, exasperaron tensiones anteriores: distintos temperamentos, desacuerdos en el modo de vida, en la concepción del compromiso con las ideas. Fue un momento en el que estos dos genios de parecida estatura debían realizar caminos diferentes y, hasta cierto punto, el uno contra el otro.
En definitiva, los frutos del Siglo de las Luces no se deben al unísono de las voces de los ilustrados. Todo lo contrario. Ese momento decisivo para nuestra historia en Occidente, su proyecto de una humanidad regida por valores como la libertad, la igualdad y justicia fueron fruto de posiciones antagónicas. No sólo su razón, también su pasión está detrás de su legado que puede iluminar los debates de nuestro mundo contemporáneo.
(*) Profesor jubilado de Filosofía