La cátedra de la historia
La historia no deja de enseñar y el hombre nunca termina de aprender. La guerra de Ucrania refuerza la mucha resignación que encierra la frase. Pocas cosas tan detectables a los cinco sentidos, o al sexto identificativo de las premoniciones, que un sátrapa. Se le cala a las primeras de cambio a poco que se esté al loro.
Hitler no engañó nada más que al que se dejó engañar que, por desgracia, hubo legión, hace ahora noventa años. Putin en este hoy mismo es un calco de aquella miseria humana, aunque ya enseñó patita dos décadas atrás. Los tiranos están cortados por el mismo patrón y su puesta en escena es tenebrosa sucesión de acontecimientos sin salirse de un guión preestablecido, primero en la agitación y, luego, en el fuego de las armas.
Incuestionable es que un dictador no emerge de la nada. Se tienen que dar condiciones muy específicas para sembrar la discordia. Glorias imperiales perdidas, declives nacionales, urticarias sociales y agravios sin parangón conforman el abono de un cultivo, en el que la cizaña termina mimetizándose en el grano confundiendo cualidades y calidades. Un opresor no necesita más receta en su venenosa pócima que cantidades bien dosificadas de ultranacionalismo rencoroso y victimista, junto a promesas de retorno a grandezas pretéritas, que solo admiten el trayecto de ida, sin posible vuelta. Desde ese punto de partida, construye una alocución que sabe dar con la tecla demagógica de soluciones sencillas y mesiánicas a problemas complicados y, con muchas más aristas, que las contenidas en discursos sinónimos de berrea.
No solo ellos ponen de su parte. En los complejos entresijos de la política es obligatorio para el aspirante a déspota contar con un cuerpo social hastiado de los desmanes de gobernantes mediocres, camuflados en la legitimidad democrática y en el ágora de los parlamentos, para laborar en provecho de parcialidad y no de totalidad; para repartir dádivas y riqueza con grosera desigualdad entre colectivos ciudadanos; para hacer de la gobernanza, no un cauce de soluciones, sino un laberinto de complicaciones y confrontaciones sin más resultado que la ganancia en río revuelto. No hay que ser perspicaz en exceso para advertir que es en ese caos de libertades mal entendidas donde los totalitarismos maman los calostros.
Las democracias occidentales están acechadas por populismos que se guarecen en camuflajes liberales. Concurren a las urnas. Participan del debate parlamentario. Aparentan, por ahora, respetar las reglas del juego. Donde se desnudan por completo de la filosofía liberal es en el lenguaje que cuestiona abiertamente las maneras de hacer política que se han despistado de los idearios que dominaron la segunda mitad del siglo pasado, con doctrinas de ubicación mucho más compleja, que la convencional división izquierda-derecha. Varias de estas nuevas tendencias se adaptan a conceptos, en envoltorio totalitario, de uno y otro de los bandos de antaño.
El jerarca ruso ha percibido el estado de debilidad identificativa de Occidente y de sus partidos políticos clásicos. Europa calló a la anexión de Crimea, como antes lo había hecho con Georgia y Chechenia. El viejo continente se ha sometido a las estrategias defensivas (la OTAN) y ofensivas (Irak y Afganistán) de la gran potencia trasatlántica, obviando, acomodado como estaba, la necesidad de construir un ejército propio que dé conformidad plena al proyecto de los estados unidos europeos.
Europa ha sido hasta ahora una construcción meramente económica y mercantil. Incompleta cuando de estos epígrafes falta algo tan esencial como la armonización fiscal. Europa demora en exceso la configuración definitiva de ciudanía común que consolide el patronímico de nacionalidad europea. Un logro que, muy bien, hubiera evitado desgarros como el Brexit, al tiempo que potenciaría el apremio de unas fuerzas armadas y de seguridad comunes para defender el modelo de vida democrático, que la mudó en la historia, de territorio belicoso, a otro de cooperación en meritorios logros tangibles.
Putin ha puesto en valor a Europa con la invasión de Ucrania. Dogmático es que nada une más que el enemigo exterior. Apareció, y la UE ha reaccionado en clave de nación con razonable riesgo de ser agredida en una de sus fronteras. Lo que no hizo con Hitler. El final de este drama impondrá un modelo de unidad europea más ambicioso y consolidado que el actual. Si no somos capaces, retornamos a la casilla de salida de este artículo: la historia enseña y el hombre no aprende.
Bertrand Russell acude en nuestra ayuda con una afirmación a finales de los años treinta del siglo pasado, en vísperas de un gran cataclismo. Es esta: para que la democracia sea practicable, la población debe estar en todo lo posible libre de odios y de espíritu destructivo, y también de temor a la subordinación. Oigamos a la historia y a su cátedra, aunque solo sea como susurro.
La historia no deja de enseñar y el hombre nunca termina de aprender. La guerra de Ucrania refuerza la mucha resignación que encierra la frase. Pocas cosas tan detectables a los cinco sentidos, o al sexto identificativo de las premoniciones, que un sátrapa. Se le cala a las primeras de cambio a poco que se esté al loro.
Hitler no engañó nada más que al que se dejó engañar que, por desgracia, hubo legión, hace ahora noventa años. Putin en este hoy mismo es un calco de aquella miseria humana, aunque ya enseñó patita dos décadas atrás. Los tiranos están cortados por el mismo patrón y su puesta en escena es tenebrosa sucesión de acontecimientos sin salirse de un guión preestablecido, primero en la agitación y, luego, en el fuego de las armas.
Incuestionable es que un dictador no emerge de la nada. Se tienen que dar condiciones muy específicas para sembrar la discordia. Glorias imperiales perdidas, declives nacionales, urticarias sociales y agravios sin parangón conforman el abono de un cultivo, en el que la cizaña termina mimetizándose en el grano confundiendo cualidades y calidades. Un opresor no necesita más receta en su venenosa pócima que cantidades bien dosificadas de ultranacionalismo rencoroso y victimista, junto a promesas de retorno a grandezas pretéritas, que solo admiten el trayecto de ida, sin posible vuelta. Desde ese punto de partida, construye una alocución que sabe dar con la tecla demagógica de soluciones sencillas y mesiánicas a problemas complicados y, con muchas más aristas, que las contenidas en discursos sinónimos de berrea.
No solo ellos ponen de su parte. En los complejos entresijos de la política es obligatorio para el aspirante a déspota contar con un cuerpo social hastiado de los desmanes de gobernantes mediocres, camuflados en la legitimidad democrática y en el ágora de los parlamentos, para laborar en provecho de parcialidad y no de totalidad; para repartir dádivas y riqueza con grosera desigualdad entre colectivos ciudadanos; para hacer de la gobernanza, no un cauce de soluciones, sino un laberinto de complicaciones y confrontaciones sin más resultado que la ganancia en río revuelto. No hay que ser perspicaz en exceso para advertir que es en ese caos de libertades mal entendidas donde los totalitarismos maman los calostros.
Las democracias occidentales están acechadas por populismos que se guarecen en camuflajes liberales. Concurren a las urnas. Participan del debate parlamentario. Aparentan, por ahora, respetar las reglas del juego. Donde se desnudan por completo de la filosofía liberal es en el lenguaje que cuestiona abiertamente las maneras de hacer política que se han despistado de los idearios que dominaron la segunda mitad del siglo pasado, con doctrinas de ubicación mucho más compleja, que la convencional división izquierda-derecha. Varias de estas nuevas tendencias se adaptan a conceptos, en envoltorio totalitario, de uno y otro de los bandos de antaño.
El jerarca ruso ha percibido el estado de debilidad identificativa de Occidente y de sus partidos políticos clásicos. Europa calló a la anexión de Crimea, como antes lo había hecho con Georgia y Chechenia. El viejo continente se ha sometido a las estrategias defensivas (la OTAN) y ofensivas (Irak y Afganistán) de la gran potencia trasatlántica, obviando, acomodado como estaba, la necesidad de construir un ejército propio que dé conformidad plena al proyecto de los estados unidos europeos.
Europa ha sido hasta ahora una construcción meramente económica y mercantil. Incompleta cuando de estos epígrafes falta algo tan esencial como la armonización fiscal. Europa demora en exceso la configuración definitiva de ciudanía común que consolide el patronímico de nacionalidad europea. Un logro que, muy bien, hubiera evitado desgarros como el Brexit, al tiempo que potenciaría el apremio de unas fuerzas armadas y de seguridad comunes para defender el modelo de vida democrático, que la mudó en la historia, de territorio belicoso, a otro de cooperación en meritorios logros tangibles.
Putin ha puesto en valor a Europa con la invasión de Ucrania. Dogmático es que nada une más que el enemigo exterior. Apareció, y la UE ha reaccionado en clave de nación con razonable riesgo de ser agredida en una de sus fronteras. Lo que no hizo con Hitler. El final de este drama impondrá un modelo de unidad europea más ambicioso y consolidado que el actual. Si no somos capaces, retornamos a la casilla de salida de este artículo: la historia enseña y el hombre no aprende.
Bertrand Russell acude en nuestra ayuda con una afirmación a finales de los años treinta del siglo pasado, en vísperas de un gran cataclismo. Es esta: para que la democracia sea practicable, la población debe estar en todo lo posible libre de odios y de espíritu destructivo, y también de temor a la subordinación. Oigamos a la historia y a su cátedra, aunque solo sea como susurro.