Sol Gómez Arteaga
Sábado, 12 de Marzo de 2022

Pastillas para el olvido

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La mujer que tengo al otro lado del teléfono es una mujer con un trastorno mental grave  familiarizada con la medicación que toma, tanto, que incluso ella misma puede detectar cuando necesita un aumento o merma. Es lógico. Generalmente, el paciente es el que más se conoce por dentro y, en un dialogo con el profesional que tiene delante, plantea sus necesidades, trata de hacerse entender. El profesional escucha, ajusta, va viendo.

 

Yo no soy médico, pero la mujer que tengo al otro lado del teléfono me cuenta que está mal porque hace unos días murió la señora a la que atendía los fines de semana. Entonces le pregunto cuestiones relativas al suceso con la intención de que pueda verbalizar su malestar, sacarlo fuera, airearlo y, al hacerlo, sienta alivio. Las respuestas van saliendo con calzador. Me dice que por la noche tiene pesadillas con la mujer, que murió estando con ella, tras darla de comer y dejarla echada. Que se dio cuenta más tarde, cuando vio que no reaccionaba, la tocó y estaba rígida y fría. Inopinadamente cambia de tema. Me habla de la Navidad, de su hija estuvo en esas fechas con ella. Del grupo de mujeres en el que participa y que le hace bien, pues tiene tendencia a quedarse aislada y no salir y eso, reconoce, no es bueno. Pasamos de un tema a otro en una conversación saltígrada, sin orden ni concierto. Al final, cuando estamos despidiéndonos, me suelta: “Y dígame una cosa, ¿no hay pastillas para el olvido?”.

 

La pregunta tiene para mí el efecto de un disparo directo al corazón. Me deja noqueada. Tardo un poco en reaccionar, la contesto de forma defensiva: “Bueno, eso debes preguntárselo a tu médico cuando hables con él”, que es lo mismo que no decir nada.

 

Más tarde reflexiono sobre la pregunta y llegó a la conclusión de que borrar artificialmente los pasajes dolorosos de nuestra vida y quedarnos solo con los buenos -algo que de alguna manera ya hacemos de forma natural, nuestra memoria es selectiva- nos convertiría en robots, en zombis, en seres completamente superficiales, planos. Los pasajes dolorosos de nuestra vida, pese al sufrimiento que nos generan, nos ponen frente al espejo de nuestros límites y  capacidades, nos ayudan a crecer, nos hacen evolucionar, adquirir eso que llamamos experiencia que es la madre de la ciencia. Sí, ya sé, que en ocasiones es mejor no tener que pasar por determinadas vivencias que no aportan nada. Y también sé que hay personas sobre las que la desgracia parece que se ceba, injustamente, como si hubieran sido señaladas por un fatídico hado. La realidad supera con creces la ficción. 

 

Pero olvidar un amor frustrado, una traición, una mala experiencia, una actuación censurable nuestra -en la mochila que cargamos a las espaldas pesan muchas cosas que no hicimos bien-, es no ser. Somos lo que vivimos -si es bueno pues mucho mejor-, somos lo que hacemos, somos lo que no hacemos, somos lo que decimos, somos lo que callamos, somos la belleza que contemplamos y el horror que nos asola, somos lo que nos gusta, también lo que detestamos o nos repele, somos lo que tememos, somos la huella que otros dejan en nosotros, somos la huella que nosotros dejamos en otros, y somos, también somos, lo que recordamos.  

 

Así que contemplemos sin pudor el tejido fibroso que van dejando las cicatrices de la vida en nuestra piel, mirémoslas de frente, vivamos con ellas y, en la medida de lo posible, aceptémoslas. Y aceptémonos.  

 

No, no hay pastillas para el olvido, y si las hay -hoy la ciencia ya lo ha inventado casi todo- yo no las quiero.

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