Catalina Tamayo
Sábado, 19 de Marzo de 2022

Aquello

 

[Img #57688]

 

 

“Pero hoy,

cuando es la luz de alba

como la espuma sucia

de un día anticipadamente inútil,

estoy aquí,

insomne, fatigado, velando

mis armas derrotadas

y canto

todo lo que perdí: por lo que muero”.

                                                                                                                     (Ángel González)

 

Después de aquello, cayó sobre mí la tristeza, como caen las sombras sobre el mundo al atardecer, y todo en mí fue dolor, noche oscura. Voy por entre tinieblas, ciego, dando tumbos, como un convicto, un condenado a muerte. Pero fuera, en el mundo, luce el sol, nacen las margaritas en las verdes praderas, salta el agua de los arroyos, cantan los pájaros, el aire es suave.

     

Es una noche sin luna y sin estrellas. Una noche fría. Yo hablo, río, celebro, mientras noto un peso en el estómago, un nudo en la garganta, algo que me seca la boca. Una parte de mí se está muriendo, o ya se ha muerto, no lo sé muy bien, ni me importa. Mientras asisto a la fiesta de la vida, trato de sobreponerme a esta muerte oculta, callada, que nadie ve, ni nota, ni sospecha. “Tenía que pasar, sabías ya que ocurriría, tardaría más o tardaría menos, pero iba a suceder, inexorablemente, inexorablemente”, me digo, con pena, justo en ese instante en el que comienza a sonar la música, en el que yo también me dispongo a bailar, como si nada. “Ninguna cosa de este mundo, ningún ser –un amigo, la madre, tu mujer, tus hijos, el mismo amor– dura siempre, es eterno, sino que pasa, se desvanece y se pierde. Todo es efímero, nada permanece. Así que no seas loco y no quieras comer higos o uvas en primavera”, me vuelvo a decir, aún bailando, sonriendo, como si no me oyera, como si oyera la música, como si lo estuviera pasando bien y fuera de verdad feliz.

     

Por un momento, se me aligera el peso, se me afloja el nudo, se me humedece la boca. Llego a creer que no estoy muerto, que solo es una herida, un rasguño. Que en mi noche, por fin, brotan las estrellas, sale la luna. Que pronto de nuevo será de día. Por un momento. Pues me cuesta retener esta idea de desapego de las cosas, de que nada nos pertenece, ni siquiera lo que se ama de verdad, hasta el extremo, hasta perder el sentido, esta idea también de no añorar lo que se tuvo, lo que se quiso tanto, y no tarda en desvanecerse, como vapor de agua. Entonces, veo cómo se va ocultando la luna, apagando las estrellas, hasta ser otra vez de noche, noche cerrada, de invierno. Y finalmente siento allá dentro, en lo más hondo, en esa oscuridad, a la vez que aplaudo, que vitoreo, lo duro que es no esperar nada, saber que ya no te esperan. Lo terrible que es la verdad. La muerte, la nada, el vacío. Cómo duelen, Dios mío, los adioses, los para siempre, los jamases. Cómo se clavan en la carne estos absolutos. Solo quedan los recuerdos, como restos de un naufragio. Nada más. Son el único consuelo. El único.

Con tu cuenta registrada

Escribe tu correo y te enviaremos un enlace para que escribas una nueva contraseña.