Paz Martínez
Sábado, 19 de Marzo de 2022

Estado de invisibilidad

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Acabo de cerrar la última página de Los asquerosos de Santiago Lorenzo. El regusto final del libro es tan ácido y punzante como la narrativa que contiene. Pareciera la estúpida ponderación del Don Nadie que termina por ser todo lo que quiere ser a base de ser cada vez menos.

 

Lo que a todas vistas catalogaríamos como desequilibro mental, lleva al protagonista a encontrar los mayores tesoros de la existencia que venden a precio de oro (o a precio de megavatio de luz, a día de hoy) los grandes gurús con retiros espirituales del tres al cuarto, con cantos mántricos y pranayamas que tratan de liberarnos del ajetreo del mundo moderno y de su avieso capitalismo dándonos un buen meneo a la tarjeta de débito.

 

Lo dije una vez y algunos seguramente lo recordarán: los libros pesan más al cerrarlos después de haberlos leído. Al principio, los tomamos en las manos y solo son hojas llenas de signos con su cara y su envés anunciando un viaje. Pero después, cuando el viaje finaliza, hay vida dentro de ellos, emociones, sensaciones, gente que vive una historia que mereció ser contada, personajes (en esta ocasión estrafalarios) que nos ponen un espejo delante, que nos desprenden de lo cotidiano, de lo ya sabido y nos instruyen las pequeñas partículas de nuestro nuevo “yo” diario. De este libro, en particular, parece querer asomar una salida, una huida hacia adelante a todos los despropósitos que se nos abalanzan en los últimos tiempos y que nos ponen el corazón en un puño. 

 

En este viaje se manifiesta un estado de invisibilidad lírica que empieza siendo una carga para su portador pero que termina por ser su plena liberación social, económica y mental. Me recordó la tan manida y recurrente (y tal vez la única experiencia humana compartida en esa vertiente de forma global) cúspide del confinamiento donde aprendimos a estar solos, logramos moderar nuestras ansias consumistas y algunos, no muchos, le vimos más de una ventaja a aquello de tener horas libres a espuertas. Otros, ni por esas, tuvieron oportunidad de sacarse de encima el yugo de la esclavitud moderna.

 

Ese estado de invisibilidad, latente en cada página, se adhiere a todas las venas de la componenda social y logra crear un personaje que encuentra su felicidad en el punto opuesto al que enfocaba su búsqueda. Devoto reflejo de nuestra propia búsqueda y las frustraciones a las que nos conduce, tal vez porque, como aquí ocurría, buscamos lo que creemos que deseamos en lugar de lo que de verdad necesitamos. Frase que suena como diría el autor, a libro de autoayuda que firma un famoso tertuliano descendiente directo de la prensa rosa y que escribió un negro por cuatro perras pero que esta vez amenaza con tener cierto grado de verdad. Pues cierto es que la crisis que se nos avecina parece más gorda que la que aún tenemos encima y los problemas se van sumando unos a otros y nos van cegando las rutas que nos garantizaban el estado de bienestar. Acomodados vivimos, no sé si por mucho tiempo. Bien podría ser la salida despojarnos de tanta necesidad, que para qué tanto, tanto aparato última generación, tanta prenda de temporada que pasa de moda en dos días, tanta vivienda a treinta grados en enero y a menos cinco en agosto, tan pocos valores intermedios en casi nada.

 

Y así, sin valor intermedio, en el capítulo 16 y 17 me moría de la risa. Diez capítulos más tarde hacían fuerza por salir por el lagrimal dos gotas de agua que contuve respirando hondo. Restallaba en mí una emoción indefinible, algo que parecía sobrevivir en la memoria ancestral que guardan, por traición al progreso o por lealtad a nuestra naturaleza, las células del cuerpo. Recordé que de pequeña yo jugaba a ser invisible, más de lo que era, que no era poco. Y, a veces, cada vez más a menudo, echo de menos ese superpoder de quien no quiere pintar nada en ninguna parte.  La invisibilidad en la que Santiago Lorenzo traza la aventura de su personaje me parece una perspectiva  de inexistencia destinada a recuperar la soberanía de nuestro tiempo vital, de nuestra economía y de nuestra voz más íntima.

 

Nos pone en la balanza entre elegir ser unos asquerosos, mochufas, consumistas de toda la indiscriminada ponzoña que nos ponen sobre la mesa o auto marginarnos por extravagantes aspirantes a la aceptación de nuestro fracaso como colectivo y, paradójicamente, convertirnos en unos asquerosos indeseables para el resto.

 

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