A propósito de nuestro pasado
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“La razón de que no hayamos hecho justicia a los exploradores españoles es, sencillamente, porque hemos sido mal informados. Su historia no tiene paralelo”.
(Fletcher Lummis)
A principios del siglo XXI, aunque no se crea, o no se quiera creer, se está librando una guerra sin cuartel en el plano de las ideas, donde se combate por que unas triunfen y otras fracasen. Es una guerra ideológica. Por eso, últimamente, han cobrado tanta importancia, más que nunca, la educación y los medios de comunicación. No se lucha con fusiles ni cañones sino con armas más sutiles. Armas más poderosas, como el argumento racional, las pruebas empíricas, las falacias, las emociones, las medias verdades, el ocultamiento de algunas cosas y el desvelamiento constante de otras. Todo vale con tal de convencer. Pero no de convencer de lo que es verdad sino de convencer de lo que interesa que se crea.
Es como, si de pronto, pese a todo, sorprendiéramos a Hegel asomándose por encima del hombro de Marx. Como si la cabeza se impusiera al estómago. El espíritu a la carne.
Algunas de las ideas que más se disputan son las ideas sobre el pasado. Sin duda, asistimos a una lucha por el pasado, por la idea o el relato –como se dice ahora– de lo sucedido. Esta pugna tiene su importancia porque ganar el pasado implica de alguna manera hacerse con el presente y también con el futuro. De esta manera, la Historia es mucho más que arqueología de lo pretérito. Sobrepasa la crónica. Pues con determinado relato del pasado se pretende justificar determinadas conductas del presente y determinados proyectos futuros. Se trata de hacer pensar que, como las cosas fueron así, estamos legitimados para hacer esto y aspirar a aquello.
Esta guerra por el pasado se libra en muchos campos de batalla. Algunos de ellos, como el del origen de la ciencia moderna, conciernen a todo Occidente. Otros, en cambio, como el de la reconquista, el terrorismo de ETA, la colonización de América o la identidad de España, solo a nosotros, los españoles. El terrorismo de ETA es el más actual; estamos en estos momentos asistiendo al combate; cualquiera, si está un poco atento, lo puede ver. Pero, recientemente, está adquiriendo también mucha relevancia, sobre todo en algunos países hispanoamericanos, como México, y en Estados Unidos, el de la colonización, que lógicamente está entreverado con el de la identidad de España.
Por parte de algunos poderes, se pretende reactivar la idea de que la colonización española de América fue una expoliación de la plata, una masacre de indios y una erradicación de la cultura y las lenguas autóctonas. Digo reactivar, porque esta idea no es nueva, es la vieja idea, la leyenda negra, que difundieron los holandeses y los ingleses para derrotar a España, puesto que militarmente no podían, al menos en aquella época del siglo XVI y principios de siglo XVII. Esta idea tuvo éxito, se la creyeron en Europa, se la creen todavía en algunos países hispanoamericanos y en algunos estados de Norteamérica, y, lo que es todavía más sangrante, más doloroso, se la creen muchos en España, desconocedores de su propia historia. Al amparo de esta idea, con motivo de manifestaciones antirracistas, en junio del 2020, se derribaron y se mancharon con pintura roja en San Francisco y Los Ángeles, dos de las ciudades más importantes de California, algunas estatuas de fray Junípero Serra, y también se dañó una estatua dedicada a Miguel de Cervantes y el Quijote.
Pero quienes creen esto, tanto si son extranjeros como españoles, no conocen la verdadera historia de España, esa a la que, sin apriorismos ni prejuicios, se acercan los historiadores, cuyo único interés es conocer lo que de verdad ocurrió, independientemente de las implicaciones que esto pueda tener. En esta historia, obviamente, hay muchas sombras, y no se trata, para nosotros, los españoles, de borrarlas, sino de reconocerlas y aceptarlas con naturalidad. Después de todo, no hay historia de nadie que sea solo luces. Pero también hay cosas extraordinarias, enormes, grandiosas, de las cuales hemos de enorgullecernos, lo que no implica creer que somos mejores que los de otras naciones. Creernos más, no. Pero avergonzarnos de lo que hemos sido, tampoco. Pues “somos –dice el historiador García de Cortázar– el único país europeo que parece avergonzarse de sí mismo”. Y además, como sostiene la escritora uruguaya Carmen Posadas, “no existe en el mundo un país que venda peor su historia que España”, y la prueba de ello es que muchas de las hazañas que hemos llevado a cabo no solo no se conocen en otras naciones sino que los propios españoles, incluso esos que han ido a la universidad, que son considerados cultos, las ignoran. La verdad, nadie se las ha contado. Por eso pienso, como Carmen Posadas, que “tal vez sea el momento de hacer un verdadero revisionismo. Un revisionismo histórico y no histérico; en otras palabras, mirar al pasado no con los ojos del siglo XXI, sino sabiendo que cada época tiene sus cánones, su ética y, como es lógico, también sus inevitables errores e injusticias”.
De esta manera, asombra comprobar que los datos objetivos revelan, contrariamente a lo que piensan muchos, españoles y no españoles, que España durante algunos siglos fue una gran nación y que el descubrimiento y la conquista de América nada tuvo que ver con un genocidio. He aquí algunos de esos datos reveladores. Entre 1519 y 1522, un español, de Guipúzcoa, Juan Sebastián Elcano –no Magallanes, como se nos ha dicho siempre, como hemos leído en muchos libros, incluso libros de texto– fue el primero en dar la vuelta al mundo, un hecho nada baladí, pues con ello, unos cuantos años antes de que Copérnico publicara De revolutionibus, se demostró por primera vez empíricamente que la Tierra era redonda y que giraba sobre sí misma de Oeste a Este. Lo que nos da idea de lo grande que fue esta gesta es el hecho de que tuvieron que pasar muchos años, los que van desde 1522 hasta 1577, para que otro país, Inglaterra, con Francis Drake, lograra repetirla. Y aún la hace más grande, si reparamos en este otro hecho de que todavía tuvo que transcurrir mucho más tiempo, hasta 1766, para que el primer francés, Louis Antoine de Bougainville, hiciera esto mismo. Después de la gesta de Elcano, cuando Urdaneta en 1565 logró hacer el tornaviaje, España estableció la ruta comercial de los galeones desde Manila a Acapulco, que se mantuvo durante doscientos cincuenta años, hasta a 1815, e incrementó la exploración del océano Pacífico, lo que le permitió, antes de que llegara el inglés James Cook, a finales del siglo XVIII, con mejores barcos y mejores instrumentos para navegar, descubrir, cartografiar y dar nombre a la mayoría de sus islas. De esta manera, el océano Pacifico, dos tercios de la superficie de la Tierra, por donde durante mucho tiempo, en torno a un siglo, navegaron prácticamente solo barcos españoles, comerciando, explorando y cartografiando, fue conocido como el ‘lago español’. No es un mito, ni un delirio de grandeza, eso de que hubo un tiempo en el que en España no se ponía el sol, pues su territorio llegó a ser de unos 20 millones de kilómetros cuadrados. También es verdad, aunque a algunos norteamericanos les extrañe, que el 70% del territorio de los Estados Unidos perteneció a España. Y hoy hablan el español, la lengua de ese cuya estatua ha sido dañada por algunos en Estados Unidos, más de quinientos millones de personas.
Si por genocidio se entiende el “exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivos de raza, etnia, religión, política o nacionalidad”, como dice el diccionario, España no cometió ningún genocidio en América. Los datos también lo cantan. Ahí están las Leyes de Burgos de 1512, que proclamaron la libertad y los derechos de los indios, basándose en que estos eran igual de súbditos de la Corona que cualquier otro español; la legalización en 1514 de los matrimonios mixtos, que permitió el mestizaje, el mejor antídoto que hasta ahora se conoce contra la xenofobia; Las Leyes Nuevas de 1542, promulgadas por Carlos I en Barcelona, que resolvieron, entre otras cosas, “cuidar la conservación, gobierno y buen trato de los indios”, “no hacer esclavos, ni por guerra, ni por rebeldía, ni por rescate, ni de otra manera alguna” y “que los esclavos indios existentes fueran puestos en libertad”; las nueve misiones del franciscano Junípero Sierra, primeros edificios de California, donde miles de personas entraron en contacto por primera vez con la cultura europea y se salvaron del hambre y la marginación; la constitución de 1812, con el artículo 1, que reza: “La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”, y, como consecuencia, con su propuesta de la incorporación de diputados americanos y filipinos a las Cortes de Cádiz, lo que hizo que estas Cortes, durante los cuatro años que duraron, desde 1810 hasta 1813, tuvieran 86 diputados americanos, algo que no habían hecho otras naciones –como Portugal, Holanda, Inglaterra o la misma Francia revolucionaria– con sus colonias; las veintitrés universidades que se fundaron en América y las dos en Filipinas, de las cuales siete aún siguen funcionando; las cátedras de lengua indígena de algunas de estas universidades, porque las lenguas nativas, lejos de ser suprimidas, se estudiaron y codificaron, pues a mediados del siglo XVI había más de cien manuales de estas lenguas, cada uno con su gramática y su diccionario; la prioridad que se concedía en las universidades a la medicina, que llevó a la construcción de numerosos hospitales, 210 solo en el siglo XVI; la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, cuyo objetivo fue llevar la vacuna de la viruela a todas las partes del imperio español, y de la que el mismo Jenner, el inventor de la vacuna, dijo: “No me imagino que en los anales de la Historia haya un ejemplo de filantropía tan noble y tan extenso como este”; y las palabras de Von Humboldt, científico alemán, tras viajar por todo el imperio español: “Desde fines del reinado de Carlos III y durante el de Carlos IV, el estudio de las ciencias naturales ha hecho grandes progresos no solo en México, sino en todas las posesiones españolas. Ningún Gobierno europeo ha sacrificado sumas más considerables que el español para fomentar el conocimiento”.
Con estos datos, que cualquiera puede consultar y ver si son verdaderos o falsos, cuesta creer que, salvo que se ignoren, no se reconozca que España fue una gran nación y que la acusación de genocidio que se le ha hecho no es más que una patraña. Una calumnia.
“La razón de que no hayamos hecho justicia a los exploradores españoles es, sencillamente, porque hemos sido mal informados. Su historia no tiene paralelo”.
(Fletcher Lummis)
A principios del siglo XXI, aunque no se crea, o no se quiera creer, se está librando una guerra sin cuartel en el plano de las ideas, donde se combate por que unas triunfen y otras fracasen. Es una guerra ideológica. Por eso, últimamente, han cobrado tanta importancia, más que nunca, la educación y los medios de comunicación. No se lucha con fusiles ni cañones sino con armas más sutiles. Armas más poderosas, como el argumento racional, las pruebas empíricas, las falacias, las emociones, las medias verdades, el ocultamiento de algunas cosas y el desvelamiento constante de otras. Todo vale con tal de convencer. Pero no de convencer de lo que es verdad sino de convencer de lo que interesa que se crea.
Es como, si de pronto, pese a todo, sorprendiéramos a Hegel asomándose por encima del hombro de Marx. Como si la cabeza se impusiera al estómago. El espíritu a la carne.
Algunas de las ideas que más se disputan son las ideas sobre el pasado. Sin duda, asistimos a una lucha por el pasado, por la idea o el relato –como se dice ahora– de lo sucedido. Esta pugna tiene su importancia porque ganar el pasado implica de alguna manera hacerse con el presente y también con el futuro. De esta manera, la Historia es mucho más que arqueología de lo pretérito. Sobrepasa la crónica. Pues con determinado relato del pasado se pretende justificar determinadas conductas del presente y determinados proyectos futuros. Se trata de hacer pensar que, como las cosas fueron así, estamos legitimados para hacer esto y aspirar a aquello.
Esta guerra por el pasado se libra en muchos campos de batalla. Algunos de ellos, como el del origen de la ciencia moderna, conciernen a todo Occidente. Otros, en cambio, como el de la reconquista, el terrorismo de ETA, la colonización de América o la identidad de España, solo a nosotros, los españoles. El terrorismo de ETA es el más actual; estamos en estos momentos asistiendo al combate; cualquiera, si está un poco atento, lo puede ver. Pero, recientemente, está adquiriendo también mucha relevancia, sobre todo en algunos países hispanoamericanos, como México, y en Estados Unidos, el de la colonización, que lógicamente está entreverado con el de la identidad de España.
Por parte de algunos poderes, se pretende reactivar la idea de que la colonización española de América fue una expoliación de la plata, una masacre de indios y una erradicación de la cultura y las lenguas autóctonas. Digo reactivar, porque esta idea no es nueva, es la vieja idea, la leyenda negra, que difundieron los holandeses y los ingleses para derrotar a España, puesto que militarmente no podían, al menos en aquella época del siglo XVI y principios de siglo XVII. Esta idea tuvo éxito, se la creyeron en Europa, se la creen todavía en algunos países hispanoamericanos y en algunos estados de Norteamérica, y, lo que es todavía más sangrante, más doloroso, se la creen muchos en España, desconocedores de su propia historia. Al amparo de esta idea, con motivo de manifestaciones antirracistas, en junio del 2020, se derribaron y se mancharon con pintura roja en San Francisco y Los Ángeles, dos de las ciudades más importantes de California, algunas estatuas de fray Junípero Serra, y también se dañó una estatua dedicada a Miguel de Cervantes y el Quijote.
Pero quienes creen esto, tanto si son extranjeros como españoles, no conocen la verdadera historia de España, esa a la que, sin apriorismos ni prejuicios, se acercan los historiadores, cuyo único interés es conocer lo que de verdad ocurrió, independientemente de las implicaciones que esto pueda tener. En esta historia, obviamente, hay muchas sombras, y no se trata, para nosotros, los españoles, de borrarlas, sino de reconocerlas y aceptarlas con naturalidad. Después de todo, no hay historia de nadie que sea solo luces. Pero también hay cosas extraordinarias, enormes, grandiosas, de las cuales hemos de enorgullecernos, lo que no implica creer que somos mejores que los de otras naciones. Creernos más, no. Pero avergonzarnos de lo que hemos sido, tampoco. Pues “somos –dice el historiador García de Cortázar– el único país europeo que parece avergonzarse de sí mismo”. Y además, como sostiene la escritora uruguaya Carmen Posadas, “no existe en el mundo un país que venda peor su historia que España”, y la prueba de ello es que muchas de las hazañas que hemos llevado a cabo no solo no se conocen en otras naciones sino que los propios españoles, incluso esos que han ido a la universidad, que son considerados cultos, las ignoran. La verdad, nadie se las ha contado. Por eso pienso, como Carmen Posadas, que “tal vez sea el momento de hacer un verdadero revisionismo. Un revisionismo histórico y no histérico; en otras palabras, mirar al pasado no con los ojos del siglo XXI, sino sabiendo que cada época tiene sus cánones, su ética y, como es lógico, también sus inevitables errores e injusticias”.
De esta manera, asombra comprobar que los datos objetivos revelan, contrariamente a lo que piensan muchos, españoles y no españoles, que España durante algunos siglos fue una gran nación y que el descubrimiento y la conquista de América nada tuvo que ver con un genocidio. He aquí algunos de esos datos reveladores. Entre 1519 y 1522, un español, de Guipúzcoa, Juan Sebastián Elcano –no Magallanes, como se nos ha dicho siempre, como hemos leído en muchos libros, incluso libros de texto– fue el primero en dar la vuelta al mundo, un hecho nada baladí, pues con ello, unos cuantos años antes de que Copérnico publicara De revolutionibus, se demostró por primera vez empíricamente que la Tierra era redonda y que giraba sobre sí misma de Oeste a Este. Lo que nos da idea de lo grande que fue esta gesta es el hecho de que tuvieron que pasar muchos años, los que van desde 1522 hasta 1577, para que otro país, Inglaterra, con Francis Drake, lograra repetirla. Y aún la hace más grande, si reparamos en este otro hecho de que todavía tuvo que transcurrir mucho más tiempo, hasta 1766, para que el primer francés, Louis Antoine de Bougainville, hiciera esto mismo. Después de la gesta de Elcano, cuando Urdaneta en 1565 logró hacer el tornaviaje, España estableció la ruta comercial de los galeones desde Manila a Acapulco, que se mantuvo durante doscientos cincuenta años, hasta a 1815, e incrementó la exploración del océano Pacífico, lo que le permitió, antes de que llegara el inglés James Cook, a finales del siglo XVIII, con mejores barcos y mejores instrumentos para navegar, descubrir, cartografiar y dar nombre a la mayoría de sus islas. De esta manera, el océano Pacifico, dos tercios de la superficie de la Tierra, por donde durante mucho tiempo, en torno a un siglo, navegaron prácticamente solo barcos españoles, comerciando, explorando y cartografiando, fue conocido como el ‘lago español’. No es un mito, ni un delirio de grandeza, eso de que hubo un tiempo en el que en España no se ponía el sol, pues su territorio llegó a ser de unos 20 millones de kilómetros cuadrados. También es verdad, aunque a algunos norteamericanos les extrañe, que el 70% del territorio de los Estados Unidos perteneció a España. Y hoy hablan el español, la lengua de ese cuya estatua ha sido dañada por algunos en Estados Unidos, más de quinientos millones de personas.
Si por genocidio se entiende el “exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivos de raza, etnia, religión, política o nacionalidad”, como dice el diccionario, España no cometió ningún genocidio en América. Los datos también lo cantan. Ahí están las Leyes de Burgos de 1512, que proclamaron la libertad y los derechos de los indios, basándose en que estos eran igual de súbditos de la Corona que cualquier otro español; la legalización en 1514 de los matrimonios mixtos, que permitió el mestizaje, el mejor antídoto que hasta ahora se conoce contra la xenofobia; Las Leyes Nuevas de 1542, promulgadas por Carlos I en Barcelona, que resolvieron, entre otras cosas, “cuidar la conservación, gobierno y buen trato de los indios”, “no hacer esclavos, ni por guerra, ni por rebeldía, ni por rescate, ni de otra manera alguna” y “que los esclavos indios existentes fueran puestos en libertad”; las nueve misiones del franciscano Junípero Sierra, primeros edificios de California, donde miles de personas entraron en contacto por primera vez con la cultura europea y se salvaron del hambre y la marginación; la constitución de 1812, con el artículo 1, que reza: “La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”, y, como consecuencia, con su propuesta de la incorporación de diputados americanos y filipinos a las Cortes de Cádiz, lo que hizo que estas Cortes, durante los cuatro años que duraron, desde 1810 hasta 1813, tuvieran 86 diputados americanos, algo que no habían hecho otras naciones –como Portugal, Holanda, Inglaterra o la misma Francia revolucionaria– con sus colonias; las veintitrés universidades que se fundaron en América y las dos en Filipinas, de las cuales siete aún siguen funcionando; las cátedras de lengua indígena de algunas de estas universidades, porque las lenguas nativas, lejos de ser suprimidas, se estudiaron y codificaron, pues a mediados del siglo XVI había más de cien manuales de estas lenguas, cada uno con su gramática y su diccionario; la prioridad que se concedía en las universidades a la medicina, que llevó a la construcción de numerosos hospitales, 210 solo en el siglo XVI; la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, cuyo objetivo fue llevar la vacuna de la viruela a todas las partes del imperio español, y de la que el mismo Jenner, el inventor de la vacuna, dijo: “No me imagino que en los anales de la Historia haya un ejemplo de filantropía tan noble y tan extenso como este”; y las palabras de Von Humboldt, científico alemán, tras viajar por todo el imperio español: “Desde fines del reinado de Carlos III y durante el de Carlos IV, el estudio de las ciencias naturales ha hecho grandes progresos no solo en México, sino en todas las posesiones españolas. Ningún Gobierno europeo ha sacrificado sumas más considerables que el español para fomentar el conocimiento”.
Con estos datos, que cualquiera puede consultar y ver si son verdaderos o falsos, cuesta creer que, salvo que se ignoren, no se reconozca que España fue una gran nación y que la acusación de genocidio que se le ha hecho no es más que una patraña. Una calumnia.