La metáfora del barro
![[Img #57759]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/03_2022/7417_img_1120.jpg)
Ocurrió al primer contacto ocular con el barrizal en las carrocerías de los coches. Nunca se habían visto así, como recién terminada una etapa del Dakar. Más lúgubre hacia la escena un cielo de color indefinido, de tonalidad tétrica, de ambiente asfixiante, al modo de las descripciones de una de las plagas de Egipto. Nada más poner pie en calle, una vecina trabajaba afanosa en el adecentamiento de su vehículo. Se notaba que el esfuerzo iría bastante más allá de un sucinto pase de bayeta. Nos miramos con un gesto de incredulidad. Fue cuando ella me espetó: cómo si no tuviéramos ya bastante. Me limité a replicarla con un aviso: no lo limpies; anuncian nuevas lloviznas de barro.
Solo unos pocos pasos dibujaron conclusiones más allá del chascarrillo. Antes, mis pensamientos circularon en la dirección del anecdotario. Profundicé. La jugarreta meteorológica, aislada, no iba más allá de un vulgar sucedido con el plus de la molestia de limpiar esa mierda caída del cielo. Unos minutos todo lo más. Posiblemente una visita al tren de lavado. Pero digo bien, aislada. El problema es que los marrones cotidianos y otras desgracias de mucha más enjundia vienen en cascada, cuando no en alud, desde hace dos décadas. La vecina explotó con la nimiedad de una gota que viene a caer en vaso tan lleno, que lo rebasa. Ojalá sea el epílogo de esta crónica encadenada de hartazgos.
El siglo XXI construye presentes con el cemento de un pasado tenebroso. No hizo más que alumbrar y la humanidad se estremeció con unos atentados terroristas en sede imperial que cambiaron el signo de la historia; por lo visto, no precisamente a mejor. No tardó en instalarse una crisis económica, llamada Gran Recesión que, en daños y consecuencias geopolíticas, fue gemela de la Gran Depresión de 1929, de la que la historia dio cuenta de sus miserables latigazos con guerra y pobreza. Cuando las estadísticas macroeconómicas parecían volver al redil de las ortodoxias, una pandemia hizo subir el escalón de las angustias y atenazar nuestras capacidades de respuesta emocional para abrirse de par en par a depresiones y estados de ansiedad. Empezaba a vislumbrarse la agonía del bicho, cuando otro, de morfología humana y sentimientos inhumanos, liberó delirios conquistadores poniendo otra vez al mundo de rodillas ante la estampida de las armas y los ejércitos.
En el maremágnum de negros acontecimientos se hace imposible ver un tenue rayo de luz en forma de noticia alegre para la ciudadanía mundial. ¿Alguien recuerda alguna en los veintidós años de centuria? Tachen del catálogo logro deportivos, que solo admiten lecturas nacionales y... ¿qué queda?
En más de veinte años, una vejez transita a la senectud, una juventud madura a las fronteras de la ancianidad, una adolescencia a la sensatez, una infancia a las edades productivas. Etapas vitales que en este estado de cosas se ven adulteradas en su lógico desarrollo. Hoy, los más mayores vegetan, no viven, y esa supuesta victoria parcial sobre la muerte, no tiene más interpretación que el estiramiento de las agonías; no se llame a eso vivir. Los menos mayores, los jubilados o a punto, por acotar, son señalados como privilegiados por disponer de rentas fijas. Un trampantojo, porque están sirviendo en la mayoría de los casos, de sustento a hijos en la indigencia del desempleo o de indecentes temporalidades y, al mismo tiempo, a progenitores arrumbados en la soledad de las residencias para la tercera edad. Los más jóvenes portan el estigma reconocible de una generación perdida con los latigazos de los sucesos malhadados de este siglo en la carne vida de sus espaldas.
Creo que aquí se expone la disección real de una crisis humana que ensombrece las de índole económico y político, la que arrastra a que el optimismo, la fuerza dinámica de la sociedad, esté en una de las horas más bajas de la historia. Sin creer en nosotros - y se hace ejercicio ilusorio hacerlo en semejante estructura o coyuntura, que nadie sabe a qué carta quedarse -, será más fácil convertirnos en herramientas manipulables por ideologías populistas, que solo tienen gas para soluciones a un cuarto de hora y observan el desafío del largo tiempo del relevo generacional como algo ajeno a sus intereses, por cobardía o mediocridad. La caterva de dirigentes actuales solo pone horizonte en la próxima cita con las urnas. Cortitos de entendederas y de viseras.
La exageración de mi vecina cobró comprensión. Una calima, como una nevada, se le ponga el nombre que se le ponga, es nimiedad con lo aquí expuesto, pero no puede desligarse de unos estados de ánimo que encadenan sin tregua, desde hace más de veinte años, el mazazo de las catástrofes con los capones de las contrariedades. La cotidianidad está asaltada por palabras como crisis, pandemia, guerra, terremoto, volcán, ciclón, contaminación, desequilibrio y al inventario viene a añadirse, el riesgo de hecatombe nuclear. Cuerpos y mentes están saturados. Frecuentemente olvidamos que estamos moldeados en la fragilidad del barro.
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Ocurrió al primer contacto ocular con el barrizal en las carrocerías de los coches. Nunca se habían visto así, como recién terminada una etapa del Dakar. Más lúgubre hacia la escena un cielo de color indefinido, de tonalidad tétrica, de ambiente asfixiante, al modo de las descripciones de una de las plagas de Egipto. Nada más poner pie en calle, una vecina trabajaba afanosa en el adecentamiento de su vehículo. Se notaba que el esfuerzo iría bastante más allá de un sucinto pase de bayeta. Nos miramos con un gesto de incredulidad. Fue cuando ella me espetó: cómo si no tuviéramos ya bastante. Me limité a replicarla con un aviso: no lo limpies; anuncian nuevas lloviznas de barro.
Solo unos pocos pasos dibujaron conclusiones más allá del chascarrillo. Antes, mis pensamientos circularon en la dirección del anecdotario. Profundicé. La jugarreta meteorológica, aislada, no iba más allá de un vulgar sucedido con el plus de la molestia de limpiar esa mierda caída del cielo. Unos minutos todo lo más. Posiblemente una visita al tren de lavado. Pero digo bien, aislada. El problema es que los marrones cotidianos y otras desgracias de mucha más enjundia vienen en cascada, cuando no en alud, desde hace dos décadas. La vecina explotó con la nimiedad de una gota que viene a caer en vaso tan lleno, que lo rebasa. Ojalá sea el epílogo de esta crónica encadenada de hartazgos.
El siglo XXI construye presentes con el cemento de un pasado tenebroso. No hizo más que alumbrar y la humanidad se estremeció con unos atentados terroristas en sede imperial que cambiaron el signo de la historia; por lo visto, no precisamente a mejor. No tardó en instalarse una crisis económica, llamada Gran Recesión que, en daños y consecuencias geopolíticas, fue gemela de la Gran Depresión de 1929, de la que la historia dio cuenta de sus miserables latigazos con guerra y pobreza. Cuando las estadísticas macroeconómicas parecían volver al redil de las ortodoxias, una pandemia hizo subir el escalón de las angustias y atenazar nuestras capacidades de respuesta emocional para abrirse de par en par a depresiones y estados de ansiedad. Empezaba a vislumbrarse la agonía del bicho, cuando otro, de morfología humana y sentimientos inhumanos, liberó delirios conquistadores poniendo otra vez al mundo de rodillas ante la estampida de las armas y los ejércitos.
En el maremágnum de negros acontecimientos se hace imposible ver un tenue rayo de luz en forma de noticia alegre para la ciudadanía mundial. ¿Alguien recuerda alguna en los veintidós años de centuria? Tachen del catálogo logro deportivos, que solo admiten lecturas nacionales y... ¿qué queda?
En más de veinte años, una vejez transita a la senectud, una juventud madura a las fronteras de la ancianidad, una adolescencia a la sensatez, una infancia a las edades productivas. Etapas vitales que en este estado de cosas se ven adulteradas en su lógico desarrollo. Hoy, los más mayores vegetan, no viven, y esa supuesta victoria parcial sobre la muerte, no tiene más interpretación que el estiramiento de las agonías; no se llame a eso vivir. Los menos mayores, los jubilados o a punto, por acotar, son señalados como privilegiados por disponer de rentas fijas. Un trampantojo, porque están sirviendo en la mayoría de los casos, de sustento a hijos en la indigencia del desempleo o de indecentes temporalidades y, al mismo tiempo, a progenitores arrumbados en la soledad de las residencias para la tercera edad. Los más jóvenes portan el estigma reconocible de una generación perdida con los latigazos de los sucesos malhadados de este siglo en la carne vida de sus espaldas.
Creo que aquí se expone la disección real de una crisis humana que ensombrece las de índole económico y político, la que arrastra a que el optimismo, la fuerza dinámica de la sociedad, esté en una de las horas más bajas de la historia. Sin creer en nosotros - y se hace ejercicio ilusorio hacerlo en semejante estructura o coyuntura, que nadie sabe a qué carta quedarse -, será más fácil convertirnos en herramientas manipulables por ideologías populistas, que solo tienen gas para soluciones a un cuarto de hora y observan el desafío del largo tiempo del relevo generacional como algo ajeno a sus intereses, por cobardía o mediocridad. La caterva de dirigentes actuales solo pone horizonte en la próxima cita con las urnas. Cortitos de entendederas y de viseras.
La exageración de mi vecina cobró comprensión. Una calima, como una nevada, se le ponga el nombre que se le ponga, es nimiedad con lo aquí expuesto, pero no puede desligarse de unos estados de ánimo que encadenan sin tregua, desde hace más de veinte años, el mazazo de las catástrofes con los capones de las contrariedades. La cotidianidad está asaltada por palabras como crisis, pandemia, guerra, terremoto, volcán, ciclón, contaminación, desequilibrio y al inventario viene a añadirse, el riesgo de hecatombe nuclear. Cuerpos y mentes están saturados. Frecuentemente olvidamos que estamos moldeados en la fragilidad del barro.






