Catalina Tamayo
Sábado, 09 de Abril de 2022

De Casablanca a Kiev

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“Y del paso –fugaz– de cada historia

solo queda el aroma: todo y nada.”

             (Rafael de Penagos)

 

 

He vuelto a ver Casablanca, y de nuevo he comprendido por qué resiste el paso del tiempo. Por qué sigue gustando tanto. Sin querer, me ha llevado a Kiev, como a Rick lo llevó a París la canción El tiempo pasará. Me he imaginado que, mientras las columnas de tanques se acercan a la ciudad, en el departamento de una universidad, mucho más austero que La Belle Aurore, hay un Rick y una Ilsa. Una Ilsa también bellísima. Este Rick y esta Ilsa son ucranianos. Se conocieron este invierno, y ya se aman. Lo han pasado muy bien juntos. Ninguno de los dos se había sentido antes tan feliz. Tan cerca del cielo.

     

Es media tarde. Desde la ventana del Departamento de Epistemología, ven correr los soldados a la vez que suenan las sirenas y estallan los misiles en las afueras de la ciudad. Aún lejos. El hombre se ha vuelto loco. El miedo va penetrando en los corazones. “El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos”, escucho que dice Ilsa, apartando la cara de la ventana, como queriendo negar lo que están viendo sus ojos. Saben que corren peligro y acuerdan huir de la ciudad mañana mismo. Quedan a una hora en la estación del tren.

      

Llega mañana, y la hora, las cinco de la madrugada. Todavía es de noche. Esta vez es Ilsa la que espera en la estación. Nieva, y todo el mundo trata como puede de subir al tren. Ilsa sigue esperando. El tren va a salir y Rick no llega. Alguien le trae una nota. La lee y se rompe por dentro. Rick se ha enrolado en el ejército y se queda para combatir a los rusos. Para defender su patria. “Ve, amor mío, y que Dios te bendiga”, son las últimas palabras de la nota, que con la nieve se va reblandeciendo y borrando entre sus dedos, visiblemente temblorosos.

    

 En el tren, que se dirige a Polonia, Ilsa, aterida, rodeada de rostros tristes, endurecidos, quiere morirse.

     

Pero después de unos años, de muchos, cuando la guerra ya ha terminado, Ilsa y Rick, como en Casablanca, de manera casual, vuelven a encontrarse en otra ciudad, o quizá en la misma, en Kiev, ya reconstruida, nueva, moderna. En paz. Un día de verano, al atardecer, Rick, cuando está tomando una cerveza en la terraza de una cafetería, ve a Ilsa, que viene por la calle, distraída. Ilsa también lo ve a él, pero un poco más tarde, casi cuando lo tiene ya encima. Los dos se sorprenden. No esperaban verse nunca más. “Hola, Ilsa”. “Hola, Rick”. Después, Rick se levanta y la invita a sentarse. A tomar algo con él. Ilsa duda, no sabe qué hacer, pero finalmente accede y se sienta. No quiere nada. Las piernas juntas. La falda dos dedos por encima de las rodillas. El bolso en el regazo, entre sus manos. El pelo recogido en un moño. Apenas carmín en los labios. Nada de sombra en los ojos. Pero guapa. Muy guapa. Más guapa incluso que entonces. Silencio. Un silencio incómodo, casi insoportable, doloroso.

     

Ilsa quiere hablar, preguntarle, pero las palabras no le salen, se le quedan trabadas en los labios, esos labios, esos labios que para ningún hombre pasan inadvertidos. Entonces, es cuando se da cuenta de que pese a todo no ha podido olvidarlo, y que todavía lo lleva dentro, bien dentro. Si se acercara para besarla, no se lo impediría, le dejaría que lo hiciera. Se dejaría besar. Claro que se dejaría. De no sabe dónde le llega el recuerdo de sus besos. Su corazón ha enloquecido. Lo tiene fuera de sí. Y por un momento teme que Rick escuche los latidos. Esos golpetazos en el pecho. “Cuánto tiempo”, dice de pronto Rick, mirándola a los ojos. Unos bonitos ojos verdes. Los más bonitos que él ha visto nunca. “Sí, ha pasado mucho tiempo”, responde Ilsa, que, al fin, se le destraban las palabras y resbalan con dulzura por su boca.

     

Roto el hielo, comienzan a hablar. Se cuentan cosas. Sus vidas. Lo que ha sido de ellos durante estos años de guerra. De infierno. Él le dice que combatió hasta el final, que tuvo suerte y no murió; que ni siquiera fue herido. Que se ha casado. Pero que ahora las cosas no le van bien. A pesar de la paz, Ucrania no acaba de remontar, y ha pensado en emigrar con su mujer a otro país con más oportunidades. Solo que no tienen dinero para pagarse el viaje. Es muy caro, demasiado para ellos.

     

Ilsa le cuenta que es profesora en la universidad y que hace tan solo unos días que ha llegado a Kiev. Para asistir a un congreso. Ella es una de las ponentes. De Polonia pasó a Alemania, y allí se las arregló para continuar sus estudios. Está sola. No ha podido estar con nadie desde entonces. La verdad, no le ha ido mal, si bien hay cosas que todavía no ha superado, y se ha vuelto cínica y descreída. Egoísta. Pero, ahora, al ver a Rick… Al ver a Rick no sabe lo que le ha pasado. El mundo se le ha vuelto del revés, y se siente extraña, como si no fuera ella. Como si fuera otra mujer. No se reconoce.

     

Aún así, ha llegado el momento, y tiene que hacerle esa pregunta que tantas veces se ha imaginando haciéndosela. Esa pregunta mil veces ensayada. Tiene que hacerla. “¿Por qué no te viniste conmigo?” La pregunta, que suena a reproche, a enfado, a resentimiento, cae como una bomba entre los dos, y rompe la paz, lo rompe todo. De nada valen las explicaciones que él intenta darle. Ella no las escucha y lo interrumpe. No lo deja explicarse. Lo mira con dureza. Entonces, todo se vuelve turbio: la voz, los gestos, la mirada, las palabras. Se dicen algunas cosas desabridas, y poco a poco se van abriendo las heridas. En ese instante, él comprende que ella ha cambiado, que ya no es la misma. La Ilsa de entonces lo habría escuchado y lo habría entendido.

     

Cuando todo parece perdido, de dentro del café llega una canción, aquella canción, y los hace callar. Enmudecen. Él, además, baja los ojos y se deja llevar. Recuerda. Al poco, inesperadamente, como un milagro, nota su mano sobre la suya. La misma mano de siempre. Tan suave, tan cálida. Como un barco, se la imagina navegando por el mar agitado de su cuerpo, deteniéndose sobre su pecho, varada junto a la axila. Sin levantar la vista, se la lleva a la boca y la besa. “No sabes cómo te he querido, y te quiero todavía”, le dice, y esas palabras caen de su boca mansamente, como la lluvia en verano. Ella le acaricia la mano, le aprieta los dedos, pero no responde, escucha. “Esta vez no te dejaré. Me quedaré aquí contigo, y si tú quieres nos veremos cada día. Le diré a mi esposa que hemos terminado”, apostilla, aún con los párpados caídos, cansados, vencidos. La canción ha terminado. Es otra ya la canción que suena. Pero no la escuchan. No escuchan nada. Se han quedado absortos en sus  pensamientos, vagamente tristes.

     

Ilsa saca de su bolso un sobre con billetes –es mucho dinero, todo cuanto lleva– y se lo pone en sus manos. “Vete. Vete con tu mujer. Es lo mejor. Lo nuestro ya no tiene sentido. Quizá en otra vida. Si hay otra vida, allí te espero. En la eternidad. Yo también me iré de aquí. Mírame, no llores, siempre nos quedará Kiev; no esta Kiev, sino la otra, la nuestra, la que recordaremos siempre, donde nos enamoramos, donde fuimos felices. Aquella Kiev. Adiós, Richard, y que Dios te bendiga”.

     

Después, Ilsa se levanta y continúa caminando calle abajo. La noche está cayendo sobre la ciudad. Las sombras se alargan. Comienzan a encenderse las farolas. Rick, con el sobre en la mano, levanta los ojos y la ve alejarse. Cada vez la ve más pequeña y más borrosa. No tarda en dejar de verla. En perderla. Un hueco oscuro y profundo se está abriendo en su interior. Es un abismo. De nuevo, se le caen los párpados. “Hasta siempre, Ilsa”.

 

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