Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 09 de Abril de 2022

Inflación

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En lo más alto de esta columna, como titular, la palabra maldita de la economía. Ciencia a la que tampoco le faltan otros términos tabú cuando se desbocan. Paro o desempleo es uno de ellos. Están ligadas al ámbito común  de una disciplina que únicamente ha tenido ojos en muchos años para Producto Interior Bruto (PIB), inversiones o competitividad como razones únicas de legitimidad. La economía tuerta, de ojo activo en lo macro, y de ojo vago en lo social, agudiza las crisis y ralentiza los repuntes. El genuino termómetro es la temperatura de la capacidad para gastar o comprar calidad y cantidad.

 

Terminó marzo y el dato adelantado de inflación interanual nos cortó la respiración: un 9,8 por ciento. En lectura numérica es poco elocuente. Pero dicho del modo en que coge perspectiva, situando un registro similar hace treinta y siete años, indica que nuestra calidad de vida ha retrocedido en el tiempo casi cuatro décadas. Volvemos a una época que trajo de cabeza a lo más sensible de la economía como doctrina política: el bolsillo de los ciudadanos.

 

Ni Keynes ni Friedman había que ser para olfatear el guiso que se cocinaba en los hornos de una ciencia que descabala una de sus magnitudes y manda a tomar por saco toda estructura de planificación. La fábula de las cuentas de la lechera es primera lección de parvulario en esta materia. Las subidas descontroladas de tarifas energéticas son pista de sabueso para cualquier enterado, ni siquiera experto, de este juego de naipes que tiene mucho de faroleo, pero no menos de envites con enjundia.

 

La energía mueve el mundo. Y como movimiento que es, combina aceleraciones con frenadas. La escalada de precios en este sector estratégico tiene inmediata repercusión en los bienes de consumo y servicios, sean de primera, segunda,  tercera… necesidad. Una expansión que arrastra cual riada las escalas del poder adquisitivo de la gente.

 

La inflación sin control no hace prisioneros. Es trituradora de gobiernos sin distinción de siglas identificativas y redentora de demagogias que encumbran tiranías populistas. La opinión pública domestica el oído a los cantos de sirena de charlatanes embaucadores que manejan las palabras huecas y prestidigitan con las soluciones. Sí, la inflación es término acotado a la economía, coto de sesudos, pero con tentáculos que estrangulan la paz de lo cotidiano, y nada más cotidiano que la calle.

 

Hemos vivido casi cuarenta años con el espantajo inflacionista en el olvido. Ha reaparecido con su innata fealdad. Infecciosa como pandemia medieval. Envenena el sistema con el contagio a dimensiones económicas y sociales de poderosísima influencia en parámetros fundamentales como el poder adquisitivo, el crecimiento económico, el empleo, las inversiones, los comercios interior y exterior, las deudas privadas y públicas, las prestaciones sociales del estado de bienestar. Y más allá, la hipoteca para un par de generaciones futuras con el estigma de deudores buena parte de su existencia.

 

Bajar a la arena de la anécdota despojada de frivolidad, puede ayudar. Me contaba un amigo argentino cómo vivió esta lacra en su país, allá por los setenta, con inflaciones anuales del 600 por ciento. Iba a la carnicería – dijo – y lo primero que veías al lado del cortador era un teléfono que continuamente sonaba. Cada una de esa llamadas era una subida del precio de lo que ibas a comprar. Es un ejemplo exagerado. No se tiene conocimiento en España de alzas de esa magnitud, para nosotros, del todo incomprensibles, pero no se olvide que en 1977 se llegó a un Índice de Precios al Consumo (IPC) que rozó el 50 por ciento.

 

En mi propia piel por aquella época, al comienzo de los ochenta, me compré la casa. El tipo de interés aplicado a la hipoteca fue de un 17 por ciento sobre IPC en torno al 20 por ciento. Puedo asegurar que los comienzos fueron muy duros. Menos de comer, hubo que prescindir de todo lo que fuese una mínima alegría al cuerpo. Y era el afortunado perceptor de un magnífico sueldo.

 

Teóricos de la economía, a los que me adhiero, sostienen que inflaciones anuales no superiores al 5 por ciento son una lluvia benéfica que revitaliza la economía. Es así, porque permite una gradual actualización de salarios que pueden absorber en pocos años lo más crudo de los préstamos: los primeros empellones del abono de intereses.

 

Si la realidad ya palpable de una inflación de hace cuarenta años no apea de una puñetera vez a la clase política de su ombliguismo, es que estamos definitivamente  ante dirigentes autistas e insensibles a las urgencias ciudadanas. He oído decir a un recién llegado a las cúpulas de poder que es la hora de los pactos porque los problemas son de tal dimensión que no hay soluciones posibles en una sola dirección. A ver si esta constatación ayuda en el entendimiento arrumbando la acritud: la inflación no dialoga, apresa y devora.    

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