Ellas y ellos
Son personajes cada vez más familiares en la visión cotidiana. Ejercen la loable profesión de la generosidad con el prójimo en los bancos de los de sentarse (necesaria y más urgente que nunca la distinción), en hogares bajo el yugo de la soledad en la vejez, y en las residencias que se llaman de la tercera edad, término necesariamente dulcificado, porque eso de viejos o mayores es latigazo para nuestros hedonismos de eterna juventud. Todos, remedos de los lugares en los que se va a vivir el último aliento de la vida. Y ahí están ellas y ellos como un asidero de esperanza para seres de perdida mirada adelante, porque casi todo el peso de su existencia se deja ver por el espejo retrovisor.
Es la tropa, lo más bajo del escalafón, del ejército de paz que son los sanitarios. No hay nada de pretenciosidad en este alistamiento, a mi exclusivo interés de parte, en milicia tan disciplinada y preparada. Son los cuidadores de nuestros mayores, sin más diploma acreditativo de su quehacer, que el maravilloso regalo de la compañía otorgada a quienes solo queda guarecerse en la escucha de una palabra cariñosa, la visión de un gesto cómplice o el tacto de una mano envolvente sobre rugoso pellejo que fue lozana piel. Son los hijos adoptados a ultimísima hora por el apretón de las dependencias en seres muy queridos, a los que el paso inclemente de los años ha arrebatado el don de la autosuficiencia.
Habrá quien me acuse de que incluir a estas personas en la categoría de sanitarios sea exceso. La actividad aludida es profesión bien ganada en sólida preparación académica y práctica. Ejercerla, en todos sus niveles, exige conocimientos profundos y responsabilidades de alto grado. La mano derecha de la profesionalidad y la izquierda de la psicología hacia el paciente es obligada simbiosis. La salud es nuestro bien más preciado. Perdámosla, solo por unos días, y sabremos de su inmenso valor. El mismo que adquieren sus guardianes. Y si se nos escapa por un error o frivolidad médica, la exigencia de reparación habrá de ser proporcional al daño causado, muy alto, sin duda. Sin embargo, estos cuidadores, con el exclusivo título de la ternura y la compañía, saben sanar los ánimos en personas tan a vuelta y revuelta de las cosas del vivir, que solo portan encima de sus quebradas espaldas el escepticismo y la derrota, incurables con la sola farmacología. Curan con el instinto de la bonhomía. Mis ojos lo han certificado. ¿Son o no sanitarios?
Suman muchos, y creciendo. Actúan en una tesitura de país de viejos (sí, viejos; no nos andemos con eufemismos, pues las estadísticas de edad cantan). Día a día, estas mujeres y hombres trajinan con nuestros padres y abuelos, mientras los nativos nos podemos concentrar en los compromisos de otras variantes familiares o en las obligaciones profesionales. Vistos en la cercanía alumbran rostro, tez y acento o idioma de otras tierras. Han traído en su ligero equipaje de migrantes una imprescindible carga de amor que alternará con el nuestro en la parentela con muchos años cumplidos.
Claro que se les remunera, faltaría más. Es más trabajo que sacerdocio, pero mi más sincero testimonio, que es esta columna, pone ante ustedes experiencias personales y ajenas, en las que he cotejado que el segundo factor es muy dominante. Hablan y atienden a nuestros mayores con una calidez muy alejada de lo crematístico. Cuando les he preguntado por esa vocación, la mayoría se ha explayado en el recuerdo a los padres que han dejado en el país de origen; en cómo les gustaría que les tratasen en su obligada ausencia a la búsqueda de oportunidades donde se pueden encontrar. Es un mensaje de bondad sin aristas. Cuidamos a sus padres como si fueran los nuestros, me dicen. Y a fe que les creo, porque ahí está el ejemplo con mi madre como certificado de autenticidad.
Cierto que se ven más mujeres que hombres en estas tareas. De ahí que en título y texto haya puesto el pronombre femenino por delante del masculino. Justicia y realidad obligan. Ellas ponen un empeño distinto, ni mejor ni peor, al de ellos, en estas atenciones. Reconocemos que, en lo afectivo, es más poderosa la faceta materna que la paterna. Ellas, muchas, son madres en la dureza de una lejanía obligada, o en una cercanía que no distrae, con capacidad para parcelarse. Madre es una de las pocas palabras que todavía mueven el mundo. Ahora, cuando las veo interactuar con la mía en la residencia que se aloja, me asalta la razonable duda de cuánta parte de madre y cuánta de hija (en lo que a mí respecta, hermanas) se reparten en las cucamonas y prestaciones de aseo que la hacen, algunas desagradables para la imaginación y la más íntima de las asepsias. Gracias a los cuidadores de nuestros ancianos se alivia la realidad difícil de digerir de ser hijos a tiempo completo en edades de abuelo.
Son personajes cada vez más familiares en la visión cotidiana. Ejercen la loable profesión de la generosidad con el prójimo en los bancos de los de sentarse (necesaria y más urgente que nunca la distinción), en hogares bajo el yugo de la soledad en la vejez, y en las residencias que se llaman de la tercera edad, término necesariamente dulcificado, porque eso de viejos o mayores es latigazo para nuestros hedonismos de eterna juventud. Todos, remedos de los lugares en los que se va a vivir el último aliento de la vida. Y ahí están ellas y ellos como un asidero de esperanza para seres de perdida mirada adelante, porque casi todo el peso de su existencia se deja ver por el espejo retrovisor.
Es la tropa, lo más bajo del escalafón, del ejército de paz que son los sanitarios. No hay nada de pretenciosidad en este alistamiento, a mi exclusivo interés de parte, en milicia tan disciplinada y preparada. Son los cuidadores de nuestros mayores, sin más diploma acreditativo de su quehacer, que el maravilloso regalo de la compañía otorgada a quienes solo queda guarecerse en la escucha de una palabra cariñosa, la visión de un gesto cómplice o el tacto de una mano envolvente sobre rugoso pellejo que fue lozana piel. Son los hijos adoptados a ultimísima hora por el apretón de las dependencias en seres muy queridos, a los que el paso inclemente de los años ha arrebatado el don de la autosuficiencia.
Habrá quien me acuse de que incluir a estas personas en la categoría de sanitarios sea exceso. La actividad aludida es profesión bien ganada en sólida preparación académica y práctica. Ejercerla, en todos sus niveles, exige conocimientos profundos y responsabilidades de alto grado. La mano derecha de la profesionalidad y la izquierda de la psicología hacia el paciente es obligada simbiosis. La salud es nuestro bien más preciado. Perdámosla, solo por unos días, y sabremos de su inmenso valor. El mismo que adquieren sus guardianes. Y si se nos escapa por un error o frivolidad médica, la exigencia de reparación habrá de ser proporcional al daño causado, muy alto, sin duda. Sin embargo, estos cuidadores, con el exclusivo título de la ternura y la compañía, saben sanar los ánimos en personas tan a vuelta y revuelta de las cosas del vivir, que solo portan encima de sus quebradas espaldas el escepticismo y la derrota, incurables con la sola farmacología. Curan con el instinto de la bonhomía. Mis ojos lo han certificado. ¿Son o no sanitarios?
Suman muchos, y creciendo. Actúan en una tesitura de país de viejos (sí, viejos; no nos andemos con eufemismos, pues las estadísticas de edad cantan). Día a día, estas mujeres y hombres trajinan con nuestros padres y abuelos, mientras los nativos nos podemos concentrar en los compromisos de otras variantes familiares o en las obligaciones profesionales. Vistos en la cercanía alumbran rostro, tez y acento o idioma de otras tierras. Han traído en su ligero equipaje de migrantes una imprescindible carga de amor que alternará con el nuestro en la parentela con muchos años cumplidos.
Claro que se les remunera, faltaría más. Es más trabajo que sacerdocio, pero mi más sincero testimonio, que es esta columna, pone ante ustedes experiencias personales y ajenas, en las que he cotejado que el segundo factor es muy dominante. Hablan y atienden a nuestros mayores con una calidez muy alejada de lo crematístico. Cuando les he preguntado por esa vocación, la mayoría se ha explayado en el recuerdo a los padres que han dejado en el país de origen; en cómo les gustaría que les tratasen en su obligada ausencia a la búsqueda de oportunidades donde se pueden encontrar. Es un mensaje de bondad sin aristas. Cuidamos a sus padres como si fueran los nuestros, me dicen. Y a fe que les creo, porque ahí está el ejemplo con mi madre como certificado de autenticidad.
Cierto que se ven más mujeres que hombres en estas tareas. De ahí que en título y texto haya puesto el pronombre femenino por delante del masculino. Justicia y realidad obligan. Ellas ponen un empeño distinto, ni mejor ni peor, al de ellos, en estas atenciones. Reconocemos que, en lo afectivo, es más poderosa la faceta materna que la paterna. Ellas, muchas, son madres en la dureza de una lejanía obligada, o en una cercanía que no distrae, con capacidad para parcelarse. Madre es una de las pocas palabras que todavía mueven el mundo. Ahora, cuando las veo interactuar con la mía en la residencia que se aloja, me asalta la razonable duda de cuánta parte de madre y cuánta de hija (en lo que a mí respecta, hermanas) se reparten en las cucamonas y prestaciones de aseo que la hacen, algunas desagradables para la imaginación y la más íntima de las asepsias. Gracias a los cuidadores de nuestros ancianos se alivia la realidad difícil de digerir de ser hijos a tiempo completo en edades de abuelo.






