Aidan Mcnamara
Sábado, 23 de Abril de 2022

De Madrid al cielo, de Mariupol al…

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La gran ventaja de tener, digamos, ‘suficientes’ años acumulados, siempre que hayas aprovechado ese tiempo (es decir, haber sido consciente de tus experiencias), es que nada te sorprende, aunque te asuste.

 

Ver las formas y las estructuras subyacentes de los eventos y tus reacciones a ellos es uno de los placeres de una cabeza bien mantenida. Por ejemplo, cuando me quieren vender un croc veo una sandalia.Consuela tu capacidad de ordenar y clasificar. Un monopatín puede ser una diversión o un medio de transporte. Puedes languidecer en la solitud (soledad voluntaria) individual, que es la habilidad de tener criterio propio. Un crítico de cine de treinta años por muy bueno o profesional que sea no te va a avasallar: has visto más cosas y en muchos casos habrás leído el libro detrás de la peli o la obra de teatro que ha sido la base de un rodaje. No te intimida.

 

No digo que esto sea así para todo: un dentista joven puede estar más al día con los avances tecnológicos que uno más maduro. Luego, cada uno a su manera de calibrar las urgencias del reciclaje profesional… o vital.

 

Yo, como aficionado al culebrón que es la vida en nuestro planeta, he disfrutado estos días del lujo de bajarme del frenesí cotidiano e irme de vacaciones a Madrid. ¡Sin ordenador! (El smartphone es útil pero el tamaño importa: prefiero ver fotos y mapas o leer en un soporte más ‘humano’ y tan grande como un rostro: la pantalla del ordenador es más cómoda y tampoco soy adicto a los selfies). Así que alcancé mi récord personal de vivir cinco días seguidos sin leer las noticias.

 

Discrepo de Ayuso. Madrid no es España. Madrid es un mundo. Como Londres o California. Pero, y para que nadie vaya corriendo a besar la mano de Gonzalo Santoja, añado que España también es un mundo, un mundo fascinante. Tan fascinante que lo visitan millones de turistas todos los años, y ni uno sabe quién es Berlanga o Mario Camus. Exagero, pero sólo para estimular el interés del lector. Tal vez sí los turistas se hayan enterado de la existencia de Almodóvar o de ese gran trilero, subvencionado por las arcas públicas, El Gran Calatrava.

 

La pluralidad significa que podemos sostener ideas opuestas sin ponernos nerviosos. El alcohol es un placer y también una droga. Y por mucho que tengamos esta sensación digna e indignante de solidaridad con un pueblo oprimido, no deberíamos tirar la toalla en la necesidad de denunciar la estupidez de gastar dinero a lo subnormal.

 

Al pasear por nuestras calles históricas, acertamos cuando usamos la expresión “de un valor incalculable”. Una de mis calles favoritas madrileñas es la de Santa Isabel. Es tan bonita e interesante que tiene su propia entrada en Wikipedia. (Allí está también La Filmoteca Española). He pasado ocho minutos calculando cuánto costaría destrozarla por completo.

 

Aquí, sentado tranquilamente en Occidente, voy navegando por las páginas web dedicadas a la historia del desarrollo y los precios de los misiles crucero (cada uno: 1,9 millones de dólares) y veo que, en términos del coste de la destrucción, el presupuesto de 5.481 millones de euros (que es el de la ciudad de Madrid para el año 2022), me bastaría para eliminar por completo unas cuantas Astorgas, sin tener que recurrir al uso de la bomba atómica. Ahora bien, si la destrucción calculada es calculable, lo que cabe recordar es la imposibilidad de medir el tiempo necesario para reemplazar o reconstruir una sola joya: en el caso del Palacio de Dresde, por ejemplo, setenta años. Aunque técnicamente esto no es verdad: en el año 1965 todavía estaba en ruinas. Terminaron de arreglar y rematar todo hace un añito.

 

Yo pasaré el resto de mi vida sin comprender la complicidad de la Iglesia Ortodoxa Rusa con los arquitectos de la invasión. Igual piensan que La batalla de Stalingrado es tan sólo una peli. Y pido disculpas por la mala calidad de esta columna: es que no tengo palabras para las vidas destruidas.

 

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