Tomás Valle Villalibre
Sábado, 23 de Abril de 2022

Transitando entre drogas

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Paseábamos por una céntrica calle coruñesa. Del violín de un músico callejero, comenzaba a sonar una versión acústica, un lamento desnudo y delicado. Fue por casualidad que mis ojos se centraran en una joven que parecía resultarme conocida. Estaba sentada en el suelo, a la puerta de una tienda de ropa, ligeramente inclinada hacia adelante, con una mano apoyada en las rodillas y la otra sujetando un mechón de pelo seducido por la brisa. Recorriendo lentamente su rostro, intenté que se cruzaran nuestras miradas, algo que no  conseguí, ella miraba al infinito, absorta, alejada temporalmente del presente, creo que ni siquiera notaba los pequeños temblores de su cuerpo, cubierto únicamente por una camiseta excesivamente sucia y una gabardina, un pantalón con manchas de leopardo y unas zapatillas verde pistacho. Era ella, Nerea. Costaba reconocerla, ya no lucía como antaño, como aquella joven hermosa, agradable y llena de vida que hubiera podido enamorar al sol y sacarle una eterna promesa de amor. Hacía muchos años que no la veía, desde que lo dejó todo, su pareja, su familia, sus amigos y se fue a vivir con ‘un traficante’ que le facilitó el tránsito por el sinuoso camino de las drogas y la delincuencia.

 

Nos acercamos a ella, la llamé por su nombre y se me quedó mirando un par de segundos, como intentando hacer memoria para recordar quien era el que estaba frente a ella y de qué la conocía. Noté que me había reconocido. Hablamos un momento y le propuse que nos acompañara para tomar o comer algo. Aunque al principio mostró algo de rechazo, esbozó una leve sonrisa y accedió no sin antes dejar colocados unos cartones que tenía a su lado y meter en su mochila una manta térmica  de aluminio como las que se utilizan en las ambulancias. Según nos contó más tarde, había pasado la noche en unos soportales con los cartones y su manta, porque el cajero donde suele hacerlo estaba cerrado. A las cuatro de la madrugada se había tenido que ir, porque unos chicos merodeaban cerca y le entró algo de miedo.

 

En la terraza de un bar nos sentamos y ella pidió algo de comer. Confesó que aunque no esperaba verme allí enseguida me había reconocido. Le presenté a mi amigo y casi de inmediato, sin apenas dar tiempo a que el camarero posara en la mesa el plato con lo que habíamos pedido, me preguntó por mi familia, por algunos amigos que habíamos compartido en el pasado, por su familia.

 

La conversación transcurre entre preguntas y respuestas de cortesía.

 

Nerea le explica a mi amigo, que es hija de unos padres que la querían, en una familia de clase medía bien situada, que la apoyaron durante mucho tiempo, que lograron que se pusiera en tratamiento, pero que no les quedó otra que tirar la toalla porque ella no quiso su ayuda y se había ido.

 

Con desgana, sigue comiendo. Le da un trago a la botella de agua, se la nota un poco más coherente, tanto hablando como en sus movimientos.

 

¿Sabes cuándo comencé esta mierda de vida? le preguntó a mi amigo, como si él debiera saberlo y ella tuviera la necesidad de contarlo. “Ya no recuerdo la edad, pero era joven y guapa, fui a una fiesta y de pronto me vi plantada junto a una mesa llena de polvo blanco, accedí a la invitación y esnifé mi primera raya de coca, luego los gramos fueron cayendo a pares”.

 

Mi amigo está nervioso, no sabe muy bien qué decir o hacer. Todavía se oye a lo lejos el violín del músico callejero.

 

“Viajé a Marruecos. A Ibiza…Probé el ácido, el opio en la India… Después empecé con la heroína…Me pinchaba en vena, pero al final no me las encontraba y me empecé a pinchar en las piernas” (nos enseña las marcas de las piernas). De forma tranquila le insinuamos que podría entrar en un programa de desintoxicación, que  si pedía ayuda todos se la íbamos a prestar y no estaría sola. “La soledad’ era el título de un libro de un autor que no recuerdo su nombre. Yo sé lo que es la soledad, esa escuela de dolor habitual en la que se te rompen todos los huesos y el alma se te desgarra”. Contestó Nerea, como si fuera una frase prepara para la ocasión.

 

Nos pregunta si puede tomar un café y lo pide muy cargado, sin azúcar.

 

En una mirada cómplice, mi amigo y yo nos debatíamos en la incertidumbre de darle dinero o no, ya que con toda seguridad lo utilizaría para comprar droga. Abiertamente le pregunte qué haría si le diéramos algo de dinero. Nos contestó que sería para comprar comida. Mientras le pasábamos algunos billetes le insistimos que lo mejor para ella sería ponerse en tratamiento. No hubo respuesta.

 

¿Veis ese ecuatoriano? Nos preguntó. “Ese es el que hoy va a pagar mi dosis. Él es mi amigo y me la cambia por lo que yo le puedo dar”. Nos guiña un ojo, mientras se pone la mochila a la espalda. Ligeramente nerviosa nos da las gracias nos envía un par de besos antes de irse.

 

Mi amigo y yo nos quedamos sentados y con cierto grado de frustración, teniendo la  agria sensación de que nuestra alma se había roto, al habernos encontrado con una persona a la que conocemos y ver como se le está yendo la vida, por el consumo de drogas.

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