María José Cordero
Sábado, 30 de Abril de 2022

El silencio

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En estas tierras de la Maragatería donde el monte lo habita un rumor de ramas agitadas observadas desde las cumbres de El Teleno, he depositado en la quietud profunda de los manantiales y las lagunas ignotas, una oración humilde, breve, para no cansar a los dioses de la Somoza. Les he pedido silencio, quietud, serenidad de alma, que la comarca florezca y, a su vez, no pierda su idiosincrasia, su personalidad. Que el turismo, del bueno, le llegue, pero no nos destroce; nos visite, pero no nos aturda; deje riqueza, pero no barbarie.

 

Qué bello es el paisaje arropado por la música que emana de sí mismo. Tienen estas tierras una sintonía propia que la quietud, a veces, o la fiereza del viento otras, musita al oído del caminante. Apreciar el sonido del silencio es algo inigualable. No es un silencio tal, porque la propia naturaleza dialoga impertérrita una eterna sinfonía de susurros y cantos. Pasear por la rivera del río Duerna me trae a la mente el Concierto para piano número 3 de Prokofiev, en su III movimiento, ese fantástico Allegro ma non troppo. En otras ocasiones, ese mismo río que fluye atravesando la comarca, se adentra por la espesura intrincada de una orografía, que se va complicando hasta que se embalsa y se sosiega, entonces pasa de Prokofiev a “La Valse” de Maurice Ravel, aunque, más tarde, el agua estalla en rápidos y se precipita, para de nuevo jugar con el limo y los saltos del cauce, siempre bajo la atenta mirada del Dios inmudable.

 

¿Y el sonido del mar de cereal? Verde en primavera y dorado cuando llega el estío…Tierra cambiante, diversa, en donde el rozamiento de las espigas, entre el silencio que las mece, también evoca una música inenarrable.

 

Al bajar la noche se cierra el soliloquio de la nada, la que fluye libremente entre los brazos de esta tierra hermosa. Es un silencio legendario de miles de almas con las bocas cerradas; y las encuentro en el fragor de las centellas que el cielo prende en demasía por estos lares, sin ningún arrebato, estrellas como soles que iluminan la noche pétrea, como si el paraíso estuviera al alcance de la mano; y mirarlas, y mirarme, sumida en su profundo silencio, sin prisa, con la esperanza como único abrigo, dejándome llevar, como tantas veces: recordándote, padre.

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