Catalina Tamayo
Sábado, 30 de Abril de 2022

Alejandro versus Diógenes

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“Alejandro, César y Pompeyo, ¿qué fueron en comparación con Diógenes, Heráclito y Sócrates? Estos vieron cosas, sus causas, sus materias y sus principios rectores eran autosuficientes; pero aquellos, ¡cuántas cosas ignoraban, de cuántas cosas eran esclavos! (Marco Aurelio. Soliloquios)

 

Ya se ve venir otra vez al hijo de la noche y de las sombras. Al viejo Caronte. Sus hermanas, las Parcas, le han avisado de que acaban de caer algunas almas en sus dominios. Viene en su esquife luchando con la fortísima corriente de Aqueronte, el río del dolor, que separa el mundo de los vivos del mundo de los muertos. Con tres veces más que clave el viejo la pértiga en esas aguas infectas será suficiente para alcanzar la orilla donde esperan las almas de los difuntos. Cuando Caronte llega a la ribera miles de almas –sombras enloquecidas– se agolpan cerca del agua y suplican con los brazos extendidos hacia el río ser ellas las elegidas para subir a la barca. Todas desean pasar a la otra orilla y entrar en el Hades para reposar definitivamente por toda la eternidad. Pero Caronte solo tiene permitido pasar a aquellas que presenten el óbolo con el que pagar el viaje. Las demás, cuyos cuerpos fueron enterrados sin esta moneda debajo de la lengua o sobre sus ojos, han de seguir errantes por los alrededores del río durante al menos cien años. Pasado este tiempo, entonces ya podrán ser llevadas de balde a ese mundo subterráneo donde morarán también eternamente.

     

El barquero, flaco, desaliñado, de barba blanca y larga, con los ojos brillantes, de fuego, malhumorado, tras insultar a los obesos, sin soltar la mano derecha de la pértiga, alarga la mano izquierda y ayuda a subir a la balsa a las almas. Dos almas esta vez. La de Alejandro y la de Diógenes. Se sorprende  de que este último, apodado el perro, que murió por comer pulpo crudo, contara con el óbolo. Las dos van delante de él, sentadas en la tabla, en silencio. Mientras se debate con la corriente, las observa. Enseguida aprecia que son diferentes. La de Diógenes, que vivió en un cuerpo feo, sucio, cubierto siempre de harapos, es un alma cuidada. La de Alejandro, no, pese a que habitó un cuerpo hermoso, hermoso como el de Aquiles, a quien en todo momento quiso parecerse.

 

El alma de Alejandro va retorcida y arrugada de tanto placer y tanta riqueza y tanto poder y tanta gloria. De tanto triunfo. De tanto de todo de lo de este mundo. Tanta vanidad sobre todo. Pero esas marcas son también el sello de tantos vanos cuidados, cuidados por no perder lo conseguido, sin caer en la cuenta de que con ello se ponía a merced de la fortuna, voluble como el vuelo de la mariposa, caprichosa, semejante al viento, que lo mismo viene del Norte, que viene del Sur, o se queda quieto, como si de pronto hubiera dejado de existir. De los muchos desvelos. De la esclavitud a que fue sometida sin tampoco saberlo. El sello, en fin, de su infelicidad. Y pareciera que Aristóteles, su compatriota, que aún vive, aunque será por poco tiempo, solo un años más, no hubiera sido su maestro.

 

En cambio, el alma de Diógenes es otra cosa. Refleja una vida sencilla, despreocupada, sin cuidados. En ella no aprecia ninguna huella del poder o de la fama. Tampoco del oro y de la pasión arrebatadora. Solo hay rastros de frugalidad. De esfuerzo. Es un alma simple, que, semejante a los dioses, desea poco, lo imprescindible para existir. Un alma acomodaticia, que puede vivir con cualquier cosa, agua y unas bayas, y en cualquier sitio, incluso en una tina. Sí, un alma pobre, pero libre, sin miedo a los embates de la suerte. No teme al azar, que hoy da y mañana quita, que lo mismo te sube que te baja, porque no busca la dicha fuera, en las cosas de este mundo, sino dentro, en ella misma, donde nadie ni nada puede entrar, tampoco la diosa Fortuna. Un alma como la de Sócrates. Como la de Heracles. Heracles, ese mortal hijo bastardo de Zeus, héroe siempre esforzado, solitario, también sin ciudad y sin casa, y sin patria, que pasó por el mundo sin desear nada, errante, vestido solo con una piel de león, pendiente únicamente de realizar esos trabajos que se le habían encomendado. De cumplir con su deber. Pero Heracles le trae un mal recuerdo. El recuerdo del castigo. Por haberlo llevado gratis en su desvencijado esquife a la otra orilla para que raptara a Cerbero, Hades lo expulsó de su reino y lo tuvo encadenado durante todo un año. Todavía tiene en sus muñecas y en sus tobillos descarnados las marcas profundas de las argollas metálicas con las que permaneció sujeto.

 

Pero también esta alma de Diógenes es un alma desvergonzada, irreverente, excesiva, fiera, que, traspasando todos los límites que establecen las convenciones sociales, la educación, dejó que el cuerpo que habitaba orinara sin miramientos las estatuas de los dioses, o defecara en la calle, a la vista de todos, como hacen los perros. Y sin pudor alguno, le habló en Atenas y en Corinto a esta misma alma de Alejandro, el gran Alejandro, conquistador de Asia, que ahora va a su lado, como si fuera cualquier otro mortal. “Apártate, que me quitas el sol, le contestó”, cuando este gran rey le preguntó si podía hacer algo por él. En definitiva, un Sócrates enloquecido”, como le llamaría Platón, el más ilustre de los discípulos de este filósofo.

     

Cuando la barca alcanza la otra orilla, las almas descienden y se encuentran con Cerbero, que, encadenado, custodia las puertas del Hades. El can tricéfalo, mientras golpea inquieto contra el suelo su rabo cubierto de púas, los mira, y, viendo que no son mortales sino solo dos sombras de muertos, los deja pasar. Las dos almas, una detrás de la otra, penetran en los tenebrosos infiernos. Ya no podrán salir. Si lo intentaran, Cerbero las despedazaría sin piedad.

    

 Descubren un lugar caliginoso. Horrible. Avanzan entre tinieblas, casi a tientas, por el sendero sinuoso que lleva al palacio del dios Hades y de la diosa Perséfone, donde los jueces del inframundo decidirán su destino. Se encuentran en los Campos de Asfódelos. Poco a poco van descubriendo otras almas entre la niebla. Almas derrotadas. Algunas reposan tristes sobre algo que parece una roca dura pero que en realidad no es más que una mancha negra sin ninguna consistencia. Otras vagan de acá para allá como pollos sin cabeza. Es un espectáculo aterrador. De pronto se cruzan con el alma de Ulises que marcha dando tumbos. Alejandro quiere hablarle. Pero Ulises lo mira y no se detiene. El más astuto de los griegos le parece un loco, y esta vez no se lo hace, es de verdad. Más allá, recostado sobre un girón de oscuridad, se encuentra el espectro de la bella Helena, por la que murieron tantos hombres, tantos héroes, en la guerra de Troya. Ya no le queda nada de aquella cabellera rubia, de aquellos labios perfectos, de aquel brillo azul de sus ojos. De aquella belleza. Es solo niebla. Después reconocen el alma de Aquiles. Alejandro enseguida se le acerca para verla mejor. Pero descubre que aquellas espaldas fornidas y aquellos pies ligeros no son más que polvo. Solo polvo. Aquiles, cuya gloria se canta en el mundo entero, los mira y les dice que preferiría ser el hombre más pobre del mundo, el último de los campesinos, antes que ser Aquiles en este mundo de tinieblas que es el Hades. Entonces, Alejandro siente una pena infinita. Diógenes, en cambio, se ríe, se ríe a carcajadas.

 

 

 

 

 

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