Terminantemenate prohibido (III)
![[Img #58431]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/05_2022/4724_9704_32078991_2102750916420983_1719175421750149120_n.jpg)
(...)
Salíamos al recreo después de comer. Jugábamos a la bandera. Hacíamos una digestión sudorosa. El pasante nos advertía en adagio latino: "Nunquam duo, saltem tres". Regla de oro. Toda amistad entre dos era peligrosa, perseguida.
Éramos niños tristes, solitarios que necesitábamos los caramelos del domingo, que no se enfadaran los amigos. Los primeros días de seminario llorábamos. Horacio se había pasado toda una noche llorando porque se acordaba de su mamá.
Se nos hablaba de disciplina, de reglamento, de puntualidad, de hacer las camas bien y rápidamente. Éramos niños todavía y ya nos disfrazaban con sotana. Qué mal habría en tener un amigo que nos quisiera, que nos pasara la traducción y al que pudiéramos mandar una carta en pleno estudio. Pero no. Esto estaba terminantemente prohibido. Allí todo estaba terminantemente prohibido.
Terminantemente prohibido bajar las escaleras de dos en dos. Terminantemente prohibido ir a los servicios durante el estudio. Terminantemente prohibido entrar en la habitación de los mayores. Terminantemente prohibido asomarse a las ventanas. Terminantemente prohibido hablar. Siempre silencio. En la capilla, en el estudio, en las filas, en la clase, en el comedor. Siempre.
Nos acostumbramos a vivir hacia adentro. Se nos prohibían tantas cosas que nuestra imaginación volaba. Éramos ricos en imaginación. De esta desbordante imaginación participaban los pasantes. Ellos también perseguían como sabuesos, pero con la imaginación. Todo brote sincero de amistad será detectado como una afectividad desviada. Sin embargo éramos niños que necesitábamos a nuestra madre para llevar bien limpios los oídos.
Éramos niños solitarios metidos en una gran jaula. Siempre en filas, siempre juntos, siempre solitarios. Éramos el tercero de la fila, el que está detrás de la columna, el que pasaba el papel sobre todo cuando los pasantes eran nuevos y no habían aprendido nuestros apellidos. Cuando daban 'Benedicamus' en el comedor no hablábamos. Era un rumor. Una huida del silencio. En el patio corríamos para olvidar nuestra soledad. Luchaban contra nuestra soledad con declinaciones latinas y con los ríos de España. Nos enseñaba una lengua muerta y aprendíamos los ríos sobre un mapa mudo. No hablaban con nosotros. Nos llamaban la atención, nos exigían silencio, nos atemorizaban, nos gritaban o ejercitaban una retórica efectista que abismaba las distancias.
Un día llegó el pasante con un mensaje de parte del rector.
- Los de segundo pueden sentarse.
Respiramos. Nos parecía que así tenía que acabar todo. Al rector se le había ablandado el corazón.
-Cojan una cuartilla y escriban lo siguiente: "Tengo que ser correcto en mis palabras".
El pasante hacía unos días que nos trataba de usted. No por cortesía ni distanciamiento. Por suficiencia.
- Copien la frase 100 veces. Es orden del señor rector. Dentro de media hora la recogeré. Escriban claro.
(Yo había copiado muchas veces "No debo hablar en clase". Don Bernardino me tenía fichado. Él cómo estaba un poco sordo, siempre que había follón en clase me echaba las culpas y a copiar. A veces me ayudaba Valencia. Valencia es un buen amigo. Nos escribimos en verano. Es del pueblo de Carvajal.
Ya tengo veintitrés, me duelen los dedos. Abad está dos pupitres delante. Escribe muy deprisa, lleva lo menos cuarenta veces. Ya me duelen los dedos, sobre todo el índice. Después tengo clase de gramática. Llevamos las oraciones consecutivas. Me faltan todavía tres oraciones sin analizar.)
Antes de acabar entró el rector, con su bonete, taconeando para hacerse presente. El sabía muy bien que sus zapatos infundían silencio, a veces angustia. Se colocó en la mitad del salón y rogó atención. Qué distinto a otras veces cuando llevaba la gramola y nos ponía discos de risa para llenar de distracción una tarde lluviosa.
Se dirigió principalmente a los que no eran de segundo:
-Supongo que os habéis enterado de lo que estos han escrito en su clase -nos señalaba como una mirada despreciable-. Pues bien, como se han empeñado en callar averiguaremos quién fue el responsable. Hemos mandado venir a un grafólogo para que analice la letra de lo que están escribiendo y por comparación con lo escrito sabremos quién fue.
(Aquello era una traición. Cómo puedes saberse quién ha escrito. Y si mi letra se parece. Además creo que estaba escrito en letras mayúsculas.)
El rector mandó recoger el castigo, lo metió en su carpeta de plástico y salió. A los cinco minutos tocaron para ir a clase.
-En el nombre del Padre, etc.
El profesor de gramática, don Albino, tenía la voz cascada, hizo tres gallos en el Avemaría. Valencia se sonrió. Don Albino se enfureció, bajó de la tarima y ordenó a Valencia que se acercara. Parecía que todos estaban de acuerdo para hacernos la vida imposible.
-¿De quién se reía?
No hubo respuesta. Valencia bajó la cabeza y todos en silencio y de pie esperábamos qué ocurriría.
-¿De quién se reía? ¿Del crucifijo o de mí?
Esto era lo que llamaban los filósofos un dilema. Decir del crucifijo era casi una blasfemia, de él el sopapo era seguro. Dudó un poco pero contestó resueltamente:
-Del crucifijo.
-Pues de ese, menos.
Se oyó una sonora bofetada. Valencia rodó por el suelo. Don Albino se puso nervioso. Nos mandó sentar.
-Usted retírese, le dijo a Valencia.
Don Albino abrió su libro. Sacó la lista. La recorrió con la mirada, le dio la vuelta, jugaba con el lápiz bicolor. Por fin dijo mi nombre.
-Traiga el cuaderno de ejercicios.
Se lo llevé. Era un cuaderno verde, rayado. Se lo abrí en la página del análisis. Lo revisó minuciosamente.
-Le faltan tres oraciones.
-Es que hemos tenido que hacer un castigo que nos mandó el señor rector.
-No hay disculpa de ninguna clase. Llévese el cuaderno.
Me puso un cero. Me fui al sitio llorando. Valencia, a mi lado también lloraba.
Don Albino seguía creando pánico con la lista en la mano.
-El número ocho, Carvajal.
-Yo tampoco he acabado el ejercicio.
-Bueno ustedes verán. Les aseguro que si siguen por este camino no pasa uno.
-¿Usted también estuvo castigado?
-Sí señor.
-¿No le da vergüenza tan mayor y que le tengan que castigar? ¿Qué han hecho si puede saberse?
-Nos han castigado por una palabra que apareció escrita en la clase. Nos han castigado a todos mientras no se sepa quién fue.
-Me parece muy bien. Yo voy a colaborar. Para mañana me traen analizadas las oraciones de hoy, más las veinticinco siguientes de la antología.
El jueves siguiente no salimos de paseo. Los latinos iban a San Justo, nosotros quedábamos en casa jugando en el patio esperando reunirnos con el rector.
Se habrá enterado Maruja que siempre se asoma al balcón cuando salimos. Carvajal estará triste, siempre que pasamos delante de su casa mira de reojo, sonríe, se coloca el fajín y vuelve a mirar cuando doblamos la esquina para entrar en el paseo de la muralla. Entonces Maruja mira arrojada sobre la barandilla, mueve su pelo y hace una seña con la mano. Ahora estará acodada al balcón. No nos habrá visto pasar. Pensará que estamos castigados. Seguro que Carvajal le manda cartas o le tira papelitos desde la ventana. De otra forma no puede ser, es muy expuesto. Lo que le ocurrió a Jacinto cuando le expulsaron. Le escribía a una chica que estaba en la Milagrosa. Él echaba las cartas en Correos cuando iba al dentista, pues se estaba empastando dos muelas. Echar las cartas en el buzón del superior era muy comprometido. Teníamos que echarlas abiertas. Quizá no las leyeran todas pero era probable que sí. Lo de Jacinto se supo por una carta que le mandó la chica y se la abrieron: "Te quiero mucho ya lo sabes. Te escribo esta carta a la aventura, a lo mejor te la cogen. No sé por qué las monjas se han debido enterar de todo. La madre Anuncia me echó una indirecta el otro día. Lo mejor será que nos veamos. ¿Podrás salir el sábado a las seis de la tarde? Yo estaré por el Postigo. Te espero. Pero no vengas con sotana. Un beso muy fuerte. Soy tuya".
A Jacinto le entregaron la carta abierta con una nota en su interior firmada por el superior en la que decía: "Al comenzar el estudio de la tarde vienes a mi habitación". Jacinto no sabía cómo hacer, cómo disculparse. Entró en el cuarto del superior:
-Siéntate. Qué me dices de la carta. Con que cartitas ¿eh?
Jacinto se quedó cortado. Se echó a llorar. El superior seguía insistiendo. No le oía. De vez en cuando una frase. "No me dirás que esto es propio de un seminarista…"
-Pues irte. Te espera el señor rector en su habitación.
Jacinto bajó las escaleras de madera en busca de la rectoral. El rector le recibió bruscamente:
-Pues bien Jacinto. Puedes ir esta tarde a ver a esa chica al Postigo, pero sin regreso. Desde este mismo momento quedas expulsado del seminario. Así que haz tus maletas.
Jacinto abandonó la rectoral. Entró en el estudio, recogió sus libros y subió al dormitorio. Salió del seminario antes de las seis.
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![[Img #58431]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/05_2022/4724_9704_32078991_2102750916420983_1719175421750149120_n.jpg)
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Salíamos al recreo después de comer. Jugábamos a la bandera. Hacíamos una digestión sudorosa. El pasante nos advertía en adagio latino: "Nunquam duo, saltem tres". Regla de oro. Toda amistad entre dos era peligrosa, perseguida.
Éramos niños tristes, solitarios que necesitábamos los caramelos del domingo, que no se enfadaran los amigos. Los primeros días de seminario llorábamos. Horacio se había pasado toda una noche llorando porque se acordaba de su mamá.
Se nos hablaba de disciplina, de reglamento, de puntualidad, de hacer las camas bien y rápidamente. Éramos niños todavía y ya nos disfrazaban con sotana. Qué mal habría en tener un amigo que nos quisiera, que nos pasara la traducción y al que pudiéramos mandar una carta en pleno estudio. Pero no. Esto estaba terminantemente prohibido. Allí todo estaba terminantemente prohibido.
Terminantemente prohibido bajar las escaleras de dos en dos. Terminantemente prohibido ir a los servicios durante el estudio. Terminantemente prohibido entrar en la habitación de los mayores. Terminantemente prohibido asomarse a las ventanas. Terminantemente prohibido hablar. Siempre silencio. En la capilla, en el estudio, en las filas, en la clase, en el comedor. Siempre.
Nos acostumbramos a vivir hacia adentro. Se nos prohibían tantas cosas que nuestra imaginación volaba. Éramos ricos en imaginación. De esta desbordante imaginación participaban los pasantes. Ellos también perseguían como sabuesos, pero con la imaginación. Todo brote sincero de amistad será detectado como una afectividad desviada. Sin embargo éramos niños que necesitábamos a nuestra madre para llevar bien limpios los oídos.
Éramos niños solitarios metidos en una gran jaula. Siempre en filas, siempre juntos, siempre solitarios. Éramos el tercero de la fila, el que está detrás de la columna, el que pasaba el papel sobre todo cuando los pasantes eran nuevos y no habían aprendido nuestros apellidos. Cuando daban 'Benedicamus' en el comedor no hablábamos. Era un rumor. Una huida del silencio. En el patio corríamos para olvidar nuestra soledad. Luchaban contra nuestra soledad con declinaciones latinas y con los ríos de España. Nos enseñaba una lengua muerta y aprendíamos los ríos sobre un mapa mudo. No hablaban con nosotros. Nos llamaban la atención, nos exigían silencio, nos atemorizaban, nos gritaban o ejercitaban una retórica efectista que abismaba las distancias.
Un día llegó el pasante con un mensaje de parte del rector.
- Los de segundo pueden sentarse.
Respiramos. Nos parecía que así tenía que acabar todo. Al rector se le había ablandado el corazón.
-Cojan una cuartilla y escriban lo siguiente: "Tengo que ser correcto en mis palabras".
El pasante hacía unos días que nos trataba de usted. No por cortesía ni distanciamiento. Por suficiencia.
- Copien la frase 100 veces. Es orden del señor rector. Dentro de media hora la recogeré. Escriban claro.
(Yo había copiado muchas veces "No debo hablar en clase". Don Bernardino me tenía fichado. Él cómo estaba un poco sordo, siempre que había follón en clase me echaba las culpas y a copiar. A veces me ayudaba Valencia. Valencia es un buen amigo. Nos escribimos en verano. Es del pueblo de Carvajal.
Ya tengo veintitrés, me duelen los dedos. Abad está dos pupitres delante. Escribe muy deprisa, lleva lo menos cuarenta veces. Ya me duelen los dedos, sobre todo el índice. Después tengo clase de gramática. Llevamos las oraciones consecutivas. Me faltan todavía tres oraciones sin analizar.)
Antes de acabar entró el rector, con su bonete, taconeando para hacerse presente. El sabía muy bien que sus zapatos infundían silencio, a veces angustia. Se colocó en la mitad del salón y rogó atención. Qué distinto a otras veces cuando llevaba la gramola y nos ponía discos de risa para llenar de distracción una tarde lluviosa.
Se dirigió principalmente a los que no eran de segundo:
-Supongo que os habéis enterado de lo que estos han escrito en su clase -nos señalaba como una mirada despreciable-. Pues bien, como se han empeñado en callar averiguaremos quién fue el responsable. Hemos mandado venir a un grafólogo para que analice la letra de lo que están escribiendo y por comparación con lo escrito sabremos quién fue.
(Aquello era una traición. Cómo puedes saberse quién ha escrito. Y si mi letra se parece. Además creo que estaba escrito en letras mayúsculas.)
El rector mandó recoger el castigo, lo metió en su carpeta de plástico y salió. A los cinco minutos tocaron para ir a clase.
-En el nombre del Padre, etc.
El profesor de gramática, don Albino, tenía la voz cascada, hizo tres gallos en el Avemaría. Valencia se sonrió. Don Albino se enfureció, bajó de la tarima y ordenó a Valencia que se acercara. Parecía que todos estaban de acuerdo para hacernos la vida imposible.
-¿De quién se reía?
No hubo respuesta. Valencia bajó la cabeza y todos en silencio y de pie esperábamos qué ocurriría.
-¿De quién se reía? ¿Del crucifijo o de mí?
Esto era lo que llamaban los filósofos un dilema. Decir del crucifijo era casi una blasfemia, de él el sopapo era seguro. Dudó un poco pero contestó resueltamente:
-Del crucifijo.
-Pues de ese, menos.
Se oyó una sonora bofetada. Valencia rodó por el suelo. Don Albino se puso nervioso. Nos mandó sentar.
-Usted retírese, le dijo a Valencia.
Don Albino abrió su libro. Sacó la lista. La recorrió con la mirada, le dio la vuelta, jugaba con el lápiz bicolor. Por fin dijo mi nombre.
-Traiga el cuaderno de ejercicios.
Se lo llevé. Era un cuaderno verde, rayado. Se lo abrí en la página del análisis. Lo revisó minuciosamente.
-Le faltan tres oraciones.
-Es que hemos tenido que hacer un castigo que nos mandó el señor rector.
-No hay disculpa de ninguna clase. Llévese el cuaderno.
Me puso un cero. Me fui al sitio llorando. Valencia, a mi lado también lloraba.
Don Albino seguía creando pánico con la lista en la mano.
-El número ocho, Carvajal.
-Yo tampoco he acabado el ejercicio.
-Bueno ustedes verán. Les aseguro que si siguen por este camino no pasa uno.
-¿Usted también estuvo castigado?
-Sí señor.
-¿No le da vergüenza tan mayor y que le tengan que castigar? ¿Qué han hecho si puede saberse?
-Nos han castigado por una palabra que apareció escrita en la clase. Nos han castigado a todos mientras no se sepa quién fue.
-Me parece muy bien. Yo voy a colaborar. Para mañana me traen analizadas las oraciones de hoy, más las veinticinco siguientes de la antología.
El jueves siguiente no salimos de paseo. Los latinos iban a San Justo, nosotros quedábamos en casa jugando en el patio esperando reunirnos con el rector.
Se habrá enterado Maruja que siempre se asoma al balcón cuando salimos. Carvajal estará triste, siempre que pasamos delante de su casa mira de reojo, sonríe, se coloca el fajín y vuelve a mirar cuando doblamos la esquina para entrar en el paseo de la muralla. Entonces Maruja mira arrojada sobre la barandilla, mueve su pelo y hace una seña con la mano. Ahora estará acodada al balcón. No nos habrá visto pasar. Pensará que estamos castigados. Seguro que Carvajal le manda cartas o le tira papelitos desde la ventana. De otra forma no puede ser, es muy expuesto. Lo que le ocurrió a Jacinto cuando le expulsaron. Le escribía a una chica que estaba en la Milagrosa. Él echaba las cartas en Correos cuando iba al dentista, pues se estaba empastando dos muelas. Echar las cartas en el buzón del superior era muy comprometido. Teníamos que echarlas abiertas. Quizá no las leyeran todas pero era probable que sí. Lo de Jacinto se supo por una carta que le mandó la chica y se la abrieron: "Te quiero mucho ya lo sabes. Te escribo esta carta a la aventura, a lo mejor te la cogen. No sé por qué las monjas se han debido enterar de todo. La madre Anuncia me echó una indirecta el otro día. Lo mejor será que nos veamos. ¿Podrás salir el sábado a las seis de la tarde? Yo estaré por el Postigo. Te espero. Pero no vengas con sotana. Un beso muy fuerte. Soy tuya".
A Jacinto le entregaron la carta abierta con una nota en su interior firmada por el superior en la que decía: "Al comenzar el estudio de la tarde vienes a mi habitación". Jacinto no sabía cómo hacer, cómo disculparse. Entró en el cuarto del superior:
-Siéntate. Qué me dices de la carta. Con que cartitas ¿eh?
Jacinto se quedó cortado. Se echó a llorar. El superior seguía insistiendo. No le oía. De vez en cuando una frase. "No me dirás que esto es propio de un seminarista…"
-Pues irte. Te espera el señor rector en su habitación.
Jacinto bajó las escaleras de madera en busca de la rectoral. El rector le recibió bruscamente:
-Pues bien Jacinto. Puedes ir esta tarde a ver a esa chica al Postigo, pero sin regreso. Desde este mismo momento quedas expulsado del seminario. Así que haz tus maletas.
Jacinto abandonó la rectoral. Entró en el estudio, recogió sus libros y subió al dormitorio. Salió del seminario antes de las seis.
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