Antonio Pacios Alonso
Domingo, 08 de Mayo de 2022

San Gregorio en las rogativas de Valdespino de Somoza

Valdespino de Somoza celebra este domingo la festividad de San Gregorio, tradicionalmente era el 9 de mayo y formaba parte de la tríada confraternal con San Marcos en Val de San Román y con Las Letanías (o rogativas) de Val de San Lorenzo, dedicada a Santa María. Estas celebraciones eran las de las rogativas para la protección de las cosechas y los campos.
Este año aprovechamos la reciente publicación del libro ‘Valdespino de Somoza, Maragatería. Regreso al pasado’, de Antonio Pacios Alonso, para mostrar su versión de lo que era la celebración.

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San Gregorio, 9 de mayo, era fiesta en Valdespino, y por cortesía, en los dos Vales, después de la de San Marcos. La fecha había sido determinada en la reunión, con invitación de vino, de los presidentes de las Juntas Locales de los tres pueblos.

 

Después del reglamentado conjuro de los campos más allá del Barrio del Monte, en el Camino de Tabuyo, con campanas, pendón, tambor, San Gregorio portado por cháveles de 13 o 14 años, letanías y bendiciones incluidas, Valdespino estaba preparado para recibir a sus invitados: los valuros y los arbellos.

 

Un vigía, bien emplazado en el campanario, campanas al vuelo, anunciaría la llegada de las comitivas que, peregrinas desde sus lugares, habían caminado su tierra con el mismo ceremonial que lo habíamos hecho nosotros, los bubiellos, con parada y aspersiones.

 

La plaza del Crucero, en el Barrio de Abajo, sería el lugar de recibimiento y despedida.

 

 

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Según mi buen amigo e informador Saturnino Ares, tiempos atrás, los santos, pen­dón e insignias de los visitantes se instalaban en la ermita de Las Nieves y no había misa. Según él, fueron los curas D. Pablo Blanco Chao de Valdespino y D. Manuel del Val los que establecieron la misa de asistencia en la iglesia.

 

Esta misa, esencialmente, podría ser una copia de la del Val de San Román: celebran­te principal, como ecónomo de la parroquia, don Sigifredo, y asistentes don Manuel, del Val de San Lorenzo, y don José, del Val de San Román, pero con una clara diferencia: la misa cantada.

 

Nunca he oído hablar de la misa del Val de Abajo o de la del Val de Arriba, pero sí de la de Valdespino.

 

Era una misa especial que el 'ti Maximi­no', zapatero y sacristán, se había encargado de conservar en su integridad, incluidos lati­najos degenerados que sólo Dios, que hablaba correctamente el latín y sus derivados, podría comprender por su inmensa sabiduría.

 

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Ahí estaba nuestra misa, cantada desde el coro por los mozos dirigidos por el ti Maxi­mino. Su momento más solemne, ya mencio­nado en otro lugar de este libro, el ‘Incarna- tus’. Era algo tan delicado que el sacristán lo reservaba para sí mismo, o si por motivos de garganta no se atrevía, sólo se lo confiaba a Sines, que había estudiado en el Seminario, o a Ángel Bolaños, que tenía una voz prodi­giosa: “et incarnatus est de Spiritu Sancto ex Maria Virgine et homo factus est, ...”. Todo el mundo de rodillas, así lo mandaba la liturgia, esta proclamación cantada llenaba el espacio de nuestra gran iglesia.

 

Las cosas iban discurriendo, como suele decirse, cortadas por el mismo patrón: reci­bimiento, misa de asistencia con sermón de campanillas, merienda, juego de bolos y despe­dida. Todo se iba repitiendo desde tiempo inmemorial, hasta los sitios en los que cada pue­blo abría sus fiambreras para comer: el Val de Abajo, cerca de la ermita de Las Nieves; el Val de Arriba, al lado del taller de carpintería de Pedro Ares, más conocido como Pedragales.

 

Nuestros visitantes no eran menos alegres ni menos bulliciosos que nosotros, por lo que se notaba su presencia en el pueblo por sus cánticos, rondas y paso por las tabernas, que contaban con los ingresos extraordinarios que estas fiestas les iban a proporcionar.

 

En cuanto al juego de bolos, nada que añadir sino que tenía lugar en la piedra situa­da en la explanada del llamado Casino, propiedad de Balbino Prieto, edificio rectangular de una sola nave, dividida en dos partes desiguales por un mos­trador de madera, centro de reunión y juego los días festivos hasta la hora del baile de gramola, más o menos al ano­checer. Llegado ese momento, con la retirada de las mesas que lo ocupaban, quedaba espacio suficiente para bailar hasta las diez de la noche.

 

La competición, previa petición de mano, la iniciaba un equipo foráneo contra otro de la localidad. El reglamento, ya se sabe, el nuestro, el de Valdespino. Los de dentro y los de fuera lo sabían bien, este campo tenía una peculiaridad a tener en cuenta: la pared de la cerca del chalé de la tía Aurelia, viuda de Nicolás Seco, situada a los pies del campo de juego. Los bolos, si salían muy fuerte, podrían chocar contra este muro y salir rebotados hacia atrás por lo que, como su valor estaba marcado por la posición de caída definitiva, la puntuación conseguida sería inferior a la merecida. Por este motivo, había que templar el impulso.

 

 

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Me honra escribir que, según me han contado, ese era el gran pro­blema de mi padre, Antonio Pacios Nistal, en esta piedra: lanzaba la bola con tanta fuerza y certeza que los bo­los chocaban contra la citada pared y retrocedían, por lo que, un bolo que debería haber puntuado treinta, sólo puntuaba veinte o menos.

 

Y, la despedida, la del protoco­lo, con el Regina caeli, laetare, alle- luia, “insultos”, bullicio y ...hasta el próximo año.

 

Cuentan que en una de estas despidas de los ‘valuros’, no deter­minan exactamente en qué año, se produjo un incidente entre un mozo de Valdespino y los pendoneros de este pueblo vecino.

 

Parece ser que este mozo ‘bubiello’ tiró del remo del pendón de los ‘valuros’, gesto que fue interpretado como insulto a la bandera. Las cosas fueron a más, y terminaron en una pelea que pudo tener consecuencias. Afortunadamente no fue así, pero al año siguiente, los del Val se negaron a participar en esta fiesta. Perdonada y olvidada la ofensa, volvieron de nuevo a honrarnos con su compañía.

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