E. S. D.
Domingo, 15 de Mayo de 2022

Terminantemente prohibido (V)

[Img #58665]

 

 

(...)

 

Salimos Ovidio, Valencia y yo que éramos tiples. Don Teodosio nos esperaba en el aula. Nos fuimos colocando los tiples cerca del atril, los primeros a la derecha y los tiples segundos a la izquierda, detrás agrupados los bajos y tenores que para la fiesta de Santo Tomás don Teodosio subió al estrado, delante la partitura sobre el atril. Yo veía sus puños blancos y sus gemelos dorados asomando bajo la manga de la sotana. Con la batuta en la mano daba la entrada al armonium y medía los compases introductorios. Entrábamos los tiples primeros ‘Kirie eleison’. A mí me gustaba mucho la misa de Perosi. Se oía todo desde dentro, aquella armonía tan precisa y tan rica que llenaba de sonidos la capilla grande hasta la cúpula. En el Gloria yo tenía que cantar en el "gratias agimus tibi", el bajo entraba dos compases después. Aquello sonaba como una canonización. Mamá estaba loca con mi voz. Cuando cantamos en la Catedral el día de la Inmaculada le dijeron al salir que mi voz parecía la de un ángel. Mamá se bababa siempre que me oía cantar. El aula magna quedaba frente a la casa de Maruja y la tercera ventana justo delante de su balcón. A veces descorría el visillo y miraba intentando saltar con la imaginación el ventanal. Parecía como si sus ojos resbalaran por el alféizar y cayeran oblicuos sobre nuestras espaldas. Los mayores se daban cuenta enseguida y cantaban a todo pulmón.

 

La batuta de Don Teodosio me golpeó la cabeza. Inmediatamente cortó el ensayo.

-En que está pensando -me dijo-. Ya tenías que haber entrado.

 

Me eché a llorar a lágrima viva. No contesté. Me ardía la cabeza.

 

Don Teodosio comenzó a dirigir otra vez el Gloria. Se acercaba el "gratias agimus". Yo no podía cantar, tenía hipo. Un hipo contagioso que se mezclaba con las lágrimas. Me dio la entrada y lo hice a tiempo pero con inseguridad, con voz temblona. Volvió a interrumpir el ensayo.

-Cántalo tú Valencia.

 

Valencia cantaba muy bien. Nos habíamos hecho amigos por lo de la scola, pero en el fondo éramos secretos rivales.

 

Al acabar, ya eran las nueve y media, don Teodosio me llamó aparte.

-Que no vuelva a ocurrir lo de hoy.

-No señor.

 

Y me dio un caramelo. Fue este caramelo uno de los recuerdos más bellos de aquel año. Un caramelo tenía el poder de recordarme a mi mamá, de sacarme de aquel terror en que estábamos viviendo últimamente.

 

Desde el aula fuimos al comedor. La comunidad ya estaba cenando. Se notaba que era sábado en la incomodidad con que se escuchaba la lectura de la Biblia.

 

El cuarto de las bolsas estaba contiguo a la peluquería y enfrente de la campana. Era uno de los momentos más bonitos de la semana. Subíamos de las últimas preces corriendo a buscar la bolsa. Los que tenían lavandera solo les quedaba la satisfacción de la batalla campal que se organizaba cuando nos tirábamos las bolsas. La bolsa tenía que ser blanca, era suficiente con que tuviera el número de matrícula. Pero quién más quién menos tenía bordadas sus iniciales. A mí me las había bordado Alicia con hilo azul, primorosamente. Lo mejor era que a uno le lavaron la ropa en casa, siempre se notaba algo duro que hacía ilusión: un bocadillo, unos huevos cocidos. Y el inevitable papelito que anticipaba las noticias de la visita. La bolsa era algo que venía de fuera, algo que lograba comunicarnos con el exterior, que había conseguido transponer la barrera de la vigilancia. En la bolsa se encerraba un montón de alegría aunque no trajera más que ropa, era la ropa limpia lavada y planchada en casa. Aunque a decir verdad también estaba terminantemente prohibido recibir paquetes con comestibles. De vez en cuando se hacía requisa de bolsas por mandato del señor rector. Por eso convenía ser amigo del encargado para los casos de persecución. Después en el dormitorio sacábamos la ropa y metíamos el contrabando en el baúl. Los sábados eran días de fiesta. Al día siguiente nos levantábamos a las ocho. Pero sobre todo quedaba muy lejos el lunes. Esta vez sin embargo el sábado fue mortuorio, nadie tenía ganas de juerga. Todos ansiábamos la llegada del lunes y el resultado de la entrevista entre el Sr rector y Carvajal. El encargado apagó la luz. Quedaron los pilotos azules de los extremos del pasillo.

 

Carvajal se pasó insomne la noche del domingo. Todos confiábamos en él. Por la mañana en el primer estudio, el rector dio su paseíto de costumbre por el salón. Siempre lo hacía. Después de desayunar se acercaba hasta la enfermería. Estábamos en febrero y era el tiempo de gripes. La enfermería tenía diez habitaciones y una sala de convalecientes. El rector era distinto cuando entraba en la enfermería. Perdía su paso arrogante, su tono aristado y se transfiguraba en simpatía y amabilidad.

-Que tal este enfermito. Parece que no tiene muchas ganas de estudiar latín. 

 

Se acercaba a la escala de la fiebre que figuraba en la cabecera de la cama y comentaba.

-Mañana a jugar al parchís.

 

Siempre había cola para untar los dedos con yodo en estas épocas. Los sabañones escocían e impedían escribir. Sobre todo a Floro que se le hinchaban las manos y se le agrietaban los pliegues de los nudillos. Siempre recuerdo a Floro con guantes y con las manos resguardadas bajo las axilas.

 

La monja que nos curaba, sor Salvadora, tenía el hábito negro pero se ponía un mandilón blanco y unos manguitos hasta el codo. Nos curaba con delicadeza, como una madre.

 

En la sala de convalecientes siempre había alegría, la pobre alegría que podía proporcionar un dominó y el paseo de la muralla visto desde el segundo piso.

 

Había quien acudía a la enfermería por huir de una clase con la disculpa de que le dolía una muela. Para esto el rector era un lince, quizás se pasaba. Para él los enfermos eran los griposos, los que tenían anginas, dudaba siempre de los dolores de cabeza o de los dolores de muelas.

-Qué clase tienes ahora.

-De latín.

-Pues hala, que te dé la hermana el desayuno, te tomas un ‘Okal’ y te vas a clase.

 

Lo decía con amabilidad, sí. Pero sin dar rienda suelta al mimo. Decía un chiste, o hacía una mueca con la cara y se iba.

 

Al trasponer la puerta de cristales el rector cambiaba su semblante. Taconeaba rítmicamente, se detenía ante la puerta del estudio, adivinábamos su bonete y entraba. Su rito diario consistía en mirar a la derecha e izquierda. Si alguien le miraba enseguida decía: 

-Niño, niño, a estudiar.

 

Pasaba a nuestro lado. Se detenía. Siempre estábamos erguidos cuando pasaba.

-Parece que estáis a gusto.

 

Agachábamos la cabeza todos a una. Abría la puerta que daba acceso al pasillo de baldosas y lo oíamos alejarse con el taconeo que le acompañaba siempre como su sombra.

 

Ya podíamos respirar. Nos sentábamos sobre los talones, nos acodábamos sobre el asiento, algunos confiando en que el pasante tenía que estudiar se sentaban en el diccionario.

 

Carvajal se levantó. Habló con el pasante y salió.

 

Iba sin duda a hablar con el rector. Abad lo observó como quien vigila a un enemigo.

 

Seguro que me va a acusar. Le dirá que he sido yo, que me han visto raspar en la clase con un cristal. No sé cómo se atreve a comulgar. Hace días que no me habla, evita todo encuentro conmigo y sé por Gutiérrez que está convenciendo a los demás para que me acusen. Como es mayor nadie se atreve a decirle que no. Todos estamos hartos del castigo, yo el primero pero él ha tomado la delantera para que no le echen las culpas. Además el rector lo tiene fichado eso se vio enseguida cuando lo de la habitación. Si me llama el rector le digo todo lo que pienso, que Carvajal como es mayor hace lo que quiere de nosotros, que se hace el mandamás y que lo que a él le fastidia es estar de rodillas como todos. Lo mismo le pasa a Zenón que es su íntimo amigo. No les dará vergüenza tan mayores haciendo la pelota al pasante y al rector. Dicen que Carvajal y Zenón tienen novia. Eso se ve a leguas no hace falta más que oírles hablar. A lo mejor quieren despistar al rector para que no desconfíe de ellos.

 

Puente era uno de los chivatos oficiales del superior. Iba mucho por su habitación. Era el encargado de los balones y lo escogieron para lector. Otras veces cuando estábamos en el patio lo llamaba para que le fuera a buscar el breviario. Era sabido que Puente contaba chismes. Cuando había jaleo en el dormitorio, al día siguiente el superior lo sabía. Casi nadie teníamos confianza con Puente porque sospechábamos que tarde o temprano nuestras aventuras llegaban a oídos del superior. Carvajal le huía como del fuego. Casi cierto que le había preguntado por el asunto del curso.

-¿Quién te parece que fue?

-Yo no sé, dicen que Abad.

-Tù deberías decírselo al rector para que lo sepa.

-Es que yo no querría que por mi culpa lo echasen.

-Eso no te preocupe; estás haciendo un bien a tus compañeros. Es que a mí ya me da pena de vosotros, ya lleváis muchos días de rodillas.

-Ademàs yo no me atrevo a hablarle al rector.

-¿Quieres que se lo diga yo?

-Eso usted verá.

 

Puente entraba en el salón. Mirábamos por ver quién era. La mirada era un comentario de desaprobación. No se estaba a gusto con él eso era lo cierto.

 

(Continuará)

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