Paz Martínez
Sábado, 28 de Mayo de 2022

Sobre la dificultad de vivir en paz

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Un día cualquiera se reúnen un grupo de chiquillos a merendar, cantan canciones, celebran, ríen, corren y puede verse el entusiasmo en sus ojos, su mirada llena de vida y de futuro.

 

Al cabo de un par de horas ya están cansados y deciden cambiar de juego, o tal vez desplazarse a otro lugar, una pradera o un parque. Ahí el conflicto empieza a germinar. ¿A qué juegan? ¿Dónde van? ¿Quién decide?

 

Uno de los primeros conflictos deriva, por mucho que nos empeñemos en negarlo, de las complejidades en cuestión de género. Los niños quieren correr, subirse a cualquier muro y saltar desde ahí o incluso tirar piedras a ninguna parte. Las niñas hacen corrillo, cuchichean y se ríen. Parecen en algunos aspectos más mayores y son en parte conscientes de ello pues su cuerpo toma con premura formas curvas y pubescentes mientras los niños parecen haberse estancando en la infancia por más tiempo. Ellas exhiben ese apogeo propio de la edad y ellos perciben esa etapa como un trayecto que en ocasiones los separa y resulta difícil de contrarrestar.  El caldo de cultivo para la primera batalla estaba servido. Ellos lanzan una piedra al aire, después otra. Ellas los increpan, se ríen, responden. Alguien siempre sale herido. El tiempo de juego concluyó.

 

Después de haber intervenido y sofocar el conflicto cada grupo se va por su lado, se guardan cierta distancia. Pero en el fondo quieren estar juntos, aunque no sepan convivir del todo en paz. Así que silenciosamente se persiguen unos a otros durante un rato. Siempre hay alguno que intenta un acercamiento y otro que le recuerda los motivos de la separación, que vierte acusaciones que son respondidas con más acusaciones. Porque tú…, porque yo… porque ellos, ellas, nosotras, vosotros o aquellos…. Ya que nadie recuerda cómo empezó, ni quien tiró la primera piedra, ni cual fue el primer agravio que los convirtió de un momento a otro en rivales.

 

En ese momento entro en escena, me siento con ellos y analizamos las posibles soluciones que se puede aplicar al problema. Lo primero que ocurre, como sucede en el mundo adulto, es que no todos los que forman parte de la historia quieren pararse a hablar de ella, analizar las circunstancias o tomar de manera respetuosalas apreciaciones del de enfrente. Algunos incluso insisten en fingir un desmedido llanto victimista para eludir acusaciones. Así que los que están dispuestos a dar un paso al frente y asumir su parte de culpa no encuentran equilibrio y se ven cargando con toda la responsabilidad del grupo, lo que provoca un repliegue de buenas intenciones.

 

Otra cuestión que me llamó la atención y que supongo que es el pan de cada día que alimenta diariamente casos como los de bullying, moving e intimidaciones por el estilo, es la incapacidad de reacción ante lo que se sabe que está mal. Es difícil para el grupo enfrentar al que tiene la actitud errónea. La reacción común es dejarle actuar sin intervenir, ignorar lo que pueda estar sucediendo, o las que son peor todavía, responder con una reacción más dura o secundarle. Es una reacción tan humana que ocurre en la infancia y nos persigue toda la vida. Y ese inmovilismo hace que aquel que reacciona ante la injusticia, ante el daño o ante el dolor ajeno sea un héroe cuando todos debiéramos serlo o no, porque el mundo no postula héroes cuando todos lo son.

 

A esta escala tan pequeña en la que los niños juegan felizmente y al rato pelean entre ellos, y marcan distancias y señalan territorios, en ese momento en que me piden que intervenga, me exigen justicia a la hora de depurar responsabilidades mientras emplean términos como “es que siempre…. o es que nunca… y yo no fui”, me doy cuenta de lo frágil que es mantener la paz y de lo difícil que es hacer justicia. Y sobre todo me doy cuenta de las pocas herramientas que les estamos dando para que ellos sepan cuales son los límites propios y ajenos que evitan repetir la historia con los mismos errores durante miles de años de existencia porque llevamos dentro el arrebato que sustenta nuestra agresividad, la inmovilidad que favorece las injusticias y el miedo que nos hace guardar un silencio que antes o después lamentaremos.

 

¿Y entonces? ¿Cuál es el juego? ¿A dónde vamos? ¿Quién decide? Ni idea, pero hay que seguir deseando lo mejor, y seguir en busca de la utopía, aquella de Galiano que decía estar en el horizonte. Que cuando caminaba dos pasos, ella se alejaba dos pasos y el horizonte se corría diez pasos más allá. Y se preguntaba a sí mismo: ¿Entonces para que sirve la utopía? Y así mismo se respondía: Para eso, sirve para caminar.

 

No dejar de avanzar y caminar por la paz; que no tiene que ver con ser el primero en avanzar hacia la trinchera. Tiene que ver con no ser el último en reconocer la verdad, lo justo, pedir perdón o tender la mano.

 

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