Aidan Mcnamara
Sábado, 28 de Mayo de 2022

Día mundial de humildad

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Son las diez de la mañana, un siglo menos en Moscú. Y no vamos a hablar de China o Texas. El jefe me llama por teléfono. “¿Quieres cenar conmigo?” ¿“Cenar o follar?”, contesto, pensando en mis síes. De repente, me despierto. ¡Qué alivio! Siguen siendo las diez de la mañana. Al menos, en algún lugar del planeta. Me levanto. Hace sol. No soy importante. Soy invisible. Bien. Me entra una sensación de libertad. Igual desayuno un bocadillo de calamares y unas cañas. Siempre hay dos realidades. La tuya y la de los demás. Tengo suerte. No tengo que llevar un burka y ningún soldado de diecinueve años ha destrozado mi apartamento por si acaso

 

Es viernes y estoy a punto de inaugurar el umbral de una nueva ambición: vivir un día sin electricidad semanalmente. Si las cosas van bien, nadie me denunciará por no invertir en la economía. Va a haber sacrificios, porque la electricidad es la leche (cerveza fría). Afortunadamente, el clima de mi barrio no es severo. Todavía. No vivo con aire acondicionado. Un día sin telefonía, internet, etc. Alguien me va a conseguir una paloma por si acaso. La voy a llamar Pegasus o tal vez Abu Dabi. Mis gatos Velero, Corina y Sanxenxo me aseguran que hablan palomés, así que estamos preparados.

 

Gracias a mis años mozos, sé bañarme con agua del tiempo y sin gas. Y he visto tantas películas ya, que no sé por qué veo películas. Puedo aguantar un día sin la imaginación de otros. ¡Todo huele a calamares! Como es primavera, me basta una ensalada para cubrir mis necesidades caloríficas. Ayer me puse en contacto con mis seguidores (mamá y papá) para informarles de mi plan. Me han ofrecido su bendición y he notado una chispa positiva en mi alma. La única preocupación es saber si luego seré capaz de dormir por la noche para escapar de la oscuridad. Con encanto y amabilidad buscaré un amante que sepa distinguir la intimidad erótica de la pornografía. Igual me lo aclaran los militantes de Vox en una playa nudista.

 

Ya son las cuatro de la tarde. Noto la electricidad de los demás. Todo va bien. Alea jacta est. Por una vez estoy conforme con el vecino que siempre se empeña en colocar estantes a la hora de la siesta. No quiero dormirla. La vida es corta y la noche no. Estoy nervioso. ¿Qué pasa si alguien llama al timbre? Está todo desconectado. Esto va en serio. Para calmarme me pongo a limpiar mi guitarra. Es eléctrica, pero suena bien sin enchufar. Me han dicho que la madera procede de una explotación sostenible. Podría ser mentira, pero me doy cuenta de que no puedo estar en todo. Salvar el mundo es complicado. (Pero la palabra complicado es la más abusada del universo). En un momento de pánico, enciendo la radio (tiene pilas) pero la apago en seguida porque la parte noble de mi conciencia me protege de hacer trampas. De hecho, pasaré del jersey de lana por si la estática.

 

Ya son las cuatro y treinta cinco. Para entretenerme, considero la relación entre los semáforos y la buena educación. ¿Cómo sería mi barrio sin las prisas de los conductores? ¿Cómo sería un coche si tuviera un rifle montado en vez de un claxon? Me está gustando el delirio. Y ya no hay violencia en el País Vasco. Eructo. Me he pasado con el pepino. Para distraerme me pongo a leer los cuentos de Oscar Wilde. Sé qué hora es porque tengo un reloj a cuerda y las miradas de los gatos.

 

El cielo ya es una manta de cobalto, las estrellas la caspa de Dios. Abro la ventana antes de acostarme para simular el ambiente de una tienda de campaña ubicada cerca de Los Lagos de Covadonga. Fuera, pasa una ambulancia lentamente y empiezo a aplaudir.       

 

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