E. S. D.
Domingo, 29 de Mayo de 2022

Terminantemente prohibido (VII)

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(...)

 

El salón estaba en silencio. Allí se estaba caliente, con ese calor natural de trescientos chicos llenos de vida. Los muertos éramos nosotros, los que entrábamos. Nos sentábamos sin alegría como quien lejos de sentirse liberado sentía un peso más sensible.

 

Enseguida apareció el rector, solemne como unos minutos antes. Subió a la tarima del pasante. Se hizo un hueco de silencio absoluto.

-Antonio Abad, acérquese.

 

Lo mandó subir a la mesa del pasante, parecía una locura desmesurada. Nos lo presentó.

-Aquí le tienen. Ahí donde le ven, el mosquita muerta, es el que ha escrito la dichosa palabra de la clase de segundo. Pero no, no creáis que ha confesado. Por lo visto no le importaba que sus compañeros estuvieran castigados por su culpa. Como comprenderéis merece un escarmiento. Quiero decirlo bien alto, que lo sepan todos: Estará castigado de rodillas en todos los estudios hasta final de curso.

 

Estábamos en febrero. Faltaban cuatro meses para ir de vacaciones.

 

Aquella noche Abad no pego ojo, probablemente Ovidio tampoco. Los demás, incluso Carvajal que se mostraba más tranquilo, nos dormimos tarde arropados con la obsesión del interrogatorio. Aquello era para quitar el sueño a cualquiera. Abad ya había medido todas las posibilidades.

 

Pensaba que como al día siguiente era martes y por tanto mercado en la ciudad vendrían sus padres a visitarle. Desde luego no estaba dispuesto a cumplir aquella condena inhumana, les diría que le habían echado las culpas de algo que no había hecho y que el rector le había castigado a estar durante todos los estudios de rodillas. Pero estaba decidido a marcharse con ellos aquella misma tarde, que él no era capaz de estar así todo un trimestre. Se echaría a llorar para convencerles, era lo mejor. Sabía que con su padre no había nada que hacer por las malas, arreglaba todos los problemas con un bocinazo y lo que quedaba era callar, agachar la cabeza y hacer su santa voluntad. Pero se le convencía siempre con lágrimas. No le cabía en la cabeza soportar la tortura propuesta por el rector. Era superior a sus fuerzas, además le iba a ser muy difícil resistir su presencia. Por otra parte si se quedaba podía llegar a saberse quién era el verdadero culpable, pero había muy pocas oportunidades de que esto sucediera pues el rector era sabido que quería desentenderse del asunto cuanto antes y cortar por lo sano. Pensaba convencerle con las lágrimas. Era mejor que no viniera su madre. Pero tenía que decírselo cuanto antes, antes de que el rector hiciera su recorrido de rigor saludando a las familias.

 

Abad vivió sus últimas horas de seminario como todos. Asistió a clase, se estuvo callado en la comida mientras el lector nos recitaba cantarín un capítulo del ‘Diario de un testigo de la guerra de África’. En el patio esperó la llegada de su tarjeta de visita. Leyeron su nombre y recogió la tarjeta.

 

Cuando volvió de la visita su padre quedó hablando con el rector. Abad ya respiraba, sabía que allí estaba el punto final. Se le abría la puerta grande mientras le entraba por la boca un aire limpio, del Teleno, liberador.

 

Notamos la ausencia de Abad en la primera clase de la tarde. El profesor preguntó por el hueco libre. El bedel respondió que no sabía. También faltó a la segunda clase. Entonces ya supimos que Abad se había marchado.

 

Con frecuencia se hacían expulsiones espectaculares como la de Moreno en la capilla. Se convocaba a la comunidad solo para eso, así era más efectista. Durante un día o dos vivíamos amansados, bajo la presión psicológica de un vacío. Impresionaba sobre todo el pupitre vacío del salón y la cama esquelética con su somier ‘Numancia’. Lo de Abad había sido distinto ante todo porque sabíamos la causa. Cuando quitaron su cama quitaron con ella la pesadilla de los últimos días. Nos sentíamos niños controlados desde luego, pero empezamos a jugar como antes. En los estudios ya teníamos ganas de tirar papelitos masticados a la oreja del compañero, recordábamos la técnica de la zancadilla cuando íbamos en filas, o nos entreteníamos con el ‘dinámico’ apuntando resultados atrasados.

 

El lunes siguiente ya Ramírez se había hecho con un recorte de ‘La Hoja del lunes’ con los partidos de primera y segunda. Esto de conseguir los resultados tenía su intríngulis. Todo empezaba en la barbería. Había dos peluqueros: el que hacía daño y aplicaba la máquina sin duelo y el que con una propinilla nos respetaba el tupé. Esta propinilla, la de Ramírez era más espléndida, surtía su efecto semanal en un recorte con los resultados del fútbol.

 

El peluquero a eso de las nueve se acercaba al estudio. Ramírez que estaba junto a la puerta salía.

-Ahí tienes. Pero ojo con él no siendo que me la vaya a cargar yo.

-Descuida que no se lo dejo a nadie.

 

Ramírez guardaba en el bolsillo del pantalón su preciada información. Entraba en el salón y se aproximaba hasta el pasante. Después este decía:

-Que no salgan ya más a cortar el pelo.

 

Ramírez se sentaba, sacaba su dinámico y apuntaba los resultados. El sitio de Ramírez tenía sus ventajas. Estaba muy lejos de la mesa del pasante, pero también sus inconvenientes porque en cualquier momento podía entrar el superior o al rector y sorprenderlo. Por eso cualquier ruido lejano en el pasillo le ponía en guardia.

-Dime los resultados, Ramírez.

-Si me das un caramelo, sí.

 

Ramírez siempre pedía algo a cambio. Él como casi nunca tenía visita, siempre estaba a la caza de caramelos. Nos vendía resultados por caramelos. Ovidio no se interesó esta vez por ellos. Él que se sabía las alineaciones de toda primera división y que además era hincha del Barcelona, tenía tres jornadas en blanco sin un solo resultado.

 

Aquel año por Santo Tomás hubo corrida de toros. A eso de las doce, después de la misa solemne, nos reunimos las dos comunidades en el patio de los latinos que era el más grande. Nos habíamos levantado a las ocho al son de bandurrias y bombas. Tuvimos misa de comunión y un suculento desayuno de chocolate con churros. A los tiples nos dieron bacalao crudo para afinar la voz. La misa de Perossi salió bordada. A mí el solo me debió salir muy bien pues me felicitó don Teodosio y el superior de los mayores cuando me vio en el patio. Pero lo divertido fueron los toros.

 

Ovidio estaba a mi lado detrás de un banco que servía de barrera. Íbamos con sotana, el día de Santo Tomás era día de andar con sotana. Últimamente Ovidio se había vuelto menos amistoso, más triste. Pero la corrida logró mostrarlo como antes, se reía abiertamente, casi escandalosamente.

 

Los protagonistas del festival eran Toranzo y Vitorino, dos teólogos con corona. Toranzo corrió las llaves en un burro, el de la lechera de San Román que traía la leche para los superiores, Vitorino le tiró las llaves desde una de las porterías de baloncesto. Después soltaron la vaquilla. El primer desaguisado fue revolcar a Toranzo. La cosa no tenía peligro porque los cuernos estaban más que afeitados. El rector se reía a carcajada, nunca le vimos reír tan espontáneamente. Resultaba una charlotada en toda regla, Hubo espontáneos, y salto al callejón. La vaquilla derrumbó los bancos y nos hizo correr despavoridos. Toranzo que había estado en Salamanca era quién entendía al bicho, lo agarró por los cuernos y lo metieron al patio donde se colocaba la leña para la cocina. Emborracharon a la vaquilla. La segunda parte tuvo menos gracia, a eso de la una nos retiramos a golpe de palmada. Fuimos a hacer el examen.

 

Por la tarde salimos de paseo hasta el Sierro. Pero fue un paseo de ida y vuelta. A las siete teníamos velada. Los filósofos iban a representar el ‘Cuadrigémino’ y al final actuaba un hipnotizador de León. Las veladas se tenían en el salón de filósofos. Allí nos metíamos las dos comunidades, los latinos en las primeras filas nos sentábamos cada uno en nuestra silla traída expresamente del dormitorio.

 

Un teólogo hacia la presentación y leía el programa. El lector y los superiores se colocaban hacia la cuarta fila.  Se levantó el telón, un telón de gran teatro, que tenía pintado al óleo la basílica Vaticana.

 

Nos hizo reír mucho Lino y Pascual. Lo bueno fue cuando le tocó el turno al hipnotizador. Era una mezcla de hipnotizador y prestidigitador. Subió al escenario y nos sacó una paloma del sombrero, otra del chaleco y una tercera del bolsillo de la chaqueta. La cosa prometía ser interesante. Cogió una baraja y la abrió como un acordeón. Cuándo empezó con su hipnotismo -sugestión decía él- estábamos embobados. Pidió voluntarios. Severino se lanzó al escenario. Lo sentó en una silla mientras le infundía un sueño profundo. Después se dirigió a nosotros y nos dijo:

-Ya está dormido. Tan dormido que no sentirá ni siquiera esta aguja. Nos mostró una aguja larga, de prendedor japonés. Para entonces ya Severino se había escapado del escenario. Severino era un filósofo grandullón que había estirado más de la cuenta en el último año. La carcajada fue general.

 

(CONTINUARÁ)

 

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