E. S. D.
Domingo, 05 de Junio de 2022

Terminantemente prohibido (VIII)

[Img #58942]

 

 

(...)

 

Ya se hacía difícil encontrar voluntarios. El sugestionador prometió no utilizar la aguja, pero ni por esas. Se iba a dedicar a adivinar el pensamiento.

-Otro voluntario.

 

Nadie salía. Ovidio agachaba la cabeza, hubiera dado dinero por no estar allí. El sugestionador recorrió con la mirada la primera fila. Ovidio hundía su barbilla en la sotana. Si adivinaba su pensamiento estaba perdido. Pero la mirada se fijó en mí.

-A ver tú, niño.

 

Salí resueltamente, subí al escenario. Me infundió un sueño entre consciente y vaporoso, evanescente. Me preguntó, me hizo torear, canté la canción de ‘El viejo poeta’. Todo acabo con lo de la aguja. La cogió entre sus dedos y la enseñó. Todos pensaban que aquello era a traición, el señor había dicho que no intentaría lo de la aguja, pero me preguntó a mí si le dejaba experimentar. Yo le respondí en mi amodorramiento que sí. Ovidio encogía nervioso sus pies dentro de los zapatos. Carvajal pensaba que eso se lo hacían a un niño, pero que con él no jugaban, que él no se prestaba a una cosa así.

 

El sugestionador encendió una cerilla y acercó la aguja a la llama.

-Esto es para desinfectarla, dijo.

 

Yo estaba sentado en una silla, con los ojos cerrados. Me clavó la aguja en la parte anterior del cuello debajo de la barbilla. Sentí un hormiguillo. En el salón todos se admiraron de que no gritara, aunque los más creían que se trataba de un truco.

-Podéis subir algunos a comprobarlo.

 

Acudieron tres teólogos y Carvajal. Cuando volvieron a su sitio no se lo creían.

 

Bajamos a cenar. Yo era el blanco de todos.

-¿No te hizo daño?

-Ni me enteré.

-Eso no puede ser. Yo creo que dormido se entera uno, si no haz la prueba.

 

Ovidio respiró profundamente. Se hubiera negado rotundamente al juego. No estaba dispuesto a exponer su interior en un escenario, a que le sonsacaran. 

 

Carvajal apoyaba que era cierto lo de la aguja, que no había trampa. Más ciertas todavía eran las huellas ahumadas de los pinchazos en mi cuello.

 

Nos fuimos con sueño a la cama. Era el sueño el protagonista de todo el invierno. Nos acostábamos con fatiga, la tensión y el frío de cada día. El trabajo era la mejor lucha contra las tentaciones, nos decían. Nos llevaban rendidos a la cama.

-La cama es para dormir.

 

Nos levantábamos a las siete. Era de noche. Desde la ventana a esas horas se veían algunas bombillas encendidas en las calles próximas. En las cercanías de abril se percibía la silueta de la catedral tostada y envuelta en las elipses de los primeros vencejos. Ahora ya iban los días más grandes. La falta de sueño se hacía más soportable y hasta nos permitíamos el lujo de gastarnos la broma de hacer la petaca. En esto había artistas consumados, los que simplemente doblaban las sábanas de arriba, los que cosían la sábana de arriba con la de abajo y la que peor sentaba que consistía en introducir un botón cosido con las dos sábanas. Había que gastar un carrete completo. Lo gordo fue lo que le hicieron el año anterior al pasante los de tercero. Le metieron un lagarto entre las sábanas. El grito que dio fue de campeonato. El pasante se lió a tortas hasta marcarles los dedos en el cuello a tres de los que dormían en aquel dormitorio.

 

Pero aún no habíamos llegado la época de esos festivales. De momento la impresión del sugestionador duró varios días en la comunidad. No era la sugestión cosa de un día de fiesta. Lo hacíamos todo como dormidos, bajábamos por la mañana adormilados, hacíamos meditación por un libro que se titulaba ‘Escala del paraíso’, leíamos entre líneas. Algunos se pasaban todo el rato entre sueños.

 

En la misa los días más despiertos eran los jueves y sábados que cantábamos y Armendáriz nos tocaba aquello de ‘Violetas imperiales’. A todos nos gustaba aquella música pero nos parecía que era música de baile y que no se podía tocar en la capilla. Carvajal lo debía pasar muy bien con esta música. Seguro que la había bailado alguna vez con Elena. Cada vez hablaba menos de Elena sin embargo aprovechaba todas las ocasiones para encontrarse las miradas con Maruja.

-Cuidado con las miradas por la calle. Por los ojos entra el pecado. Tenéis que recataros en vuestras miradas al salir de paseo.

 

Carvajal no se recataba, miraba descaradamente. Todos pensábamos que Carvajal no volvería para el año que viene.

 

Nos dormíamos en los estudios, sobre todo en el de la noche; lo aprovechábamos para estudiar geografía. Habríamos el atlas de tal manera que la pasta nos defendiera de la vigilancia del pasante.

 

Cuidadosamente el pasante se levantaba. Se acercó a Ovidio. Se detuvo un buen rato a su lado. Ovidio cabeceaba. El pasante le cogió de los pelos de la coronilla.

-Cómo estudia este chico. Ya me parecía a mí que era sospechoso. Tú no te aplicas tanto.

 

Ovidio se despereza, sin saber dónde estaba exactamente.

-Déjate de estudiar geografía. Cierra el atlas.

 

Ramírez disimulaba menos, se acuchaba tranquilamente y descabezaba un sueño de un cuarto de hora. Últimamente se había hecho amigo de Gutiérrez, sobre todo después de la marcha de Abad. Se avisaban mutuamente cuando el pasante hacía sus excursiones por el salón.

 

Ovidio llevaba unos días como sonámbulo, desde que marchó Abad. Le perseguía su recuerdo. Los primeros días fueron insufribles, recordaba la escena de la antesala, al rector enfurecido, con el bonete ladeado a cada golpe que le propinaba. Los lugares vacíos de los primeros días, la cama, el pupitre del salón, el sitio de la capilla, siempre veía a Gutiérrez. No podía evadirse de la pesadilla. Abad se le aparecía en la clase detrás de cada declinación, cuando el rector taconeaba por los pasillos, siempre que había cuchicheos en el patio y Carvajal llevaba la voz cantante, pero sobre todo se le emancipaba en sueños.

 

Jugaba al fútbol desenfrenadamente como para disparar su obsesión, no tenía puesto fijo, iba por todos los balones, los perseguía. Se cansaba, llegaba siempre sudoroso al estudio de la tarde y procuraba pensar en los partidos del jueves, en la liguilla.

 

Le preocupaba especialmente en sueños. Temía hablar de todo el asunto inconsciente de que lo hacía. No era la primera vez que se le reproducían las situaciones. Además era un sueño donde todo lo veía claro, sin borrones como otras veces.

 

El domingo por la mañana Gutiérrez le tomó el pelo antes de bajar a la capilla.

-¿Qué guardado te lo tenías?

-El qué

-Lo qué soñaste esta noche

-¿Qué soñé?

-Te intriga, eh.

 

Gutiérrez doblaba las sábanas y las colocaban en la silla. Ovidio intentaba parecer normal.

-¿Se puede saber qué he soñado?

-Cosas.

 

Bajaron a la capilla. Ovidio le daba vueltas a sus sueños como para investigar sus raíces. Se le pasó la meditación y la misa en un sopor. Al salir del desayuno Gutiérrez le dijo.

-Con que no le haga caso que es un marica. ¿Y si se lo digo que te parece? 

 

A Ovidio se le pasó el susto cuando supo el contenido de su sueño. Gutiérrez no sabía de qué se trataba, quiso sonsacar. No había dicho ningún nombre propio. Pensaba que se lo habría llamado al pasante por lo del atlas, algo recordaba lejanamente. Pero de lo de Abad ni una palabra, eso había sacado en conclusión.

 

Se llenó de paz, la paz de algo intransferible. Pero esto no lo reconciliaba consigo mismo. A veces prefería imaginarse que todos lo sabían, que lo llevaba escrito bien visible en la cara. Por un momento se sentía tranquilo. Pero a continuación le resultaba insoportable que todos lo supieran y nadie se lo recordara, algo así como si leyeran sus sueños, como si le estuvieran acusando continuamente con cada mirada. Cuando bajaba las escaleras, la obsesión le perseguía, la llevaba prendida a su sotana, al subir le pesaba y le pesaban los ojos de todos los que le seguían en la fila. Le resultaba muy difícil convivir con aquella responsabilidad. Abad había dejado el seminario por una causa de la que era él el culpable. Y se veía alejado de aquellos muros, en el pueblo con la mirada severa de Don Antolín el cura y el genio de su padre que le mandaba de pastor durante todo el día.

 

Ovidio se quiso convencer de que lo mejor era no pensar más en ello. Pero cuanto más luchaba por arrojar de sí la idea más la grababa, Se le esculpía hondamente. Se convertía en algo que no podía ocultar por más tiempo.

 

(CONTINUARÁ)

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