E. S. D.
Domingo, 12 de Junio de 2022

Terminantemente prohibido (IX)

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(...)

 

Una vez al mes, el segundo sábado teníamos retiro. No había clase es cierto pero según se mirara el retiro era más sobrecogedor que una clase. En clase podríamos tener suerte y librarnos de un cero, pero en el retiro nos veíamos todos interpelados con exámenes exhaustivos sobre nuestro deber, nuestra vocación. Nos sentíamos todos culpables. Dios se nos presentaba airado y exigente como un rector que nos interrogará incansablemente y sin compasión, con el tiempo suficiente y exacto para responder. No faltaba nunca aquella oración tétrica para obtener una buena muerte que nos ponía los pelos de punta cada vez que el lector recitaba pausado aquello de "Cuando mi cara, pálida y amoratada, cause lástima y terror a los circunstantes, y mis cabellos, bañados con el sudor de la muerte, erizándose en mi cabeza, anuncien que está cercano mi fin". Respondíamos todos a una, imaginando la muerte. "Jesús misericordioso, tened compasión de mí".

 

Era terrible eso de morir. Se nos decía que la muerte esperaba en cualquier sitio como aquel padre jesuita que no pudo acabar su medicación de la muerte, o como nuestro compañero Manjarín que tuvo un corte de digestión después de comer y ya nadie pudo hacer nada por salvarlo. Recuerdo que a los pocos días me caí en el patio y me reventó un oído y por nada del mundo quería quedarme en la enfermería, donde había estado Manjarín diez días antes.

 

Don Ramón nos habló esta vez de la Fama: “Mis queridos seminaristas" había empezado. "Quitar la fama a un superior o a un compañero entraña una responsabilidad terrible. Es muy costoso devolverla por no decir imposible. Si alguno roba ya sabe que el pecado solo se le perdona con la restitución de lo robado, pues igual con la fama, si alguno quita la fama ha de restituirla hasta el último centavo. Ved lo que le ocurrió a un anacoreta en el desierto. Vivía allí retirado, llevando una vida de penitencia y de oración. Llegó su fama a oídos de un pecador que había levantado calumnias a un enemigo. Acudió el pecador al santo anacoreta y confesó su falta. El ermitaño le escuchó pacientemente. Al fin le dijo: "no te puedo dar la absolución si no me prometes devolverle la fama a ese hombre”. ¿Cómo he de hacer, padre? Entonces el santo anacoreta le mostró una gallina que picoteaba por allí cerca de la cueva. Hacía un viento huracanado aquel día. "Coge esa gallina y desplumala", le dijo el anacoreta. El pecador obedeció sin saber de qué iba la cosa. Una vez que la hubo desplumado le rogó:

-Ahora colócale otra vez las plumas.

-Pero eso es imposible, el viento las ha esparcido muy lejos.

-Pues así de difícil es devolver la fama. Para que se te perdone tu pecado tienes que colocarle todas las plumas, dejarlo como antes de desplumarla".

 

Estábamos muy atentos al ejemplo. Cuando Don Ramón empezó a sacar conclusiones y aplicaciones prácticas, nos movíamos inquietos en los bancos. "Examinaos bien por si hay en vuestra vida de seminaristas algo de qué arrepentiros y no olvidéis el ejemplo del santo anacoreta".

 

Don Ramón seguro que no hablaba a humo de pajas, estaba pensando en las habladurías sobre algún superior, pero nosotros invertimos los hechos, algunos más mayores se atrevían a pensar que los pasantes y superiores nos robaban la fama públicamente sacando nuestros defectos y en algún caso hasta inventándolos.

 

"Esto debe ir por mí", pensaba Ovidio. Lo pensaba porque don Ramón nunca nos hablaba de estas cosas. Siempre nos hablaba de libros peligrosos, de las malas compañías, "de los amiguitos", decía, de cumplir fielmente el reglamento, de evitar las ocasiones de pecado, de qué hacer para alejar las tentaciones, también nos avisaba de los peligros del "mundo" que nos acechaba en cualquier esquina para robarnos el don preciado de nuestra vocación. Pero nunca jamás nos había sacado el tema de la fama. A Ovidio le aterrorizaba la idea de que don Ramón supiera su estado interior. Pero le tranquilizaba la idea de que no tenía por qué saber nada. Lo más probable es que se refiera a otra cosa. El retiro le estaba resultando un dedo acusador.

 

Se sentía culpable. Todo se podía haber solucionado con una palabra suya. Pero había estado muy lejos de decirla,  también había culpado a Abad. Ahora nada tenía remedio. Qué se podía arreglar con declararse culpable. Otra cosa era lo de la fama que había dicho don Ramón. En esto sí se consideraba culpable. Y ¿cómo se podía en este caso resolver la fama?

 

La ciudad arrinconada de luces en invierno se abría primaveral en los brotes de los chopos. La carretera de San Justo era la carretera de los chopos, los paseos a Manjarín tenían nostalgia de arcilla y oleadas de trigo en las vaguadas.


Por esta época hacíamos las excursiones de Pascua. Para nosotros era el día de campo por excelencia. Esta vez el tiempo se portó bien con nosotros, cosa que no ocurría con frecuencia pues bastaba con que anunciaran campo para que el tiempo empeorara. Pero esta vez no. Los latinos fuimos a Pradorrey. La víspera fue agitada y expectante. Los que salieron al dentista recibieron mil encargos: "Me compras un paquete de reno", "dame la tela".

 

Reno era el tabaco rubio mentolado que fumábamos el día de campo. Ese día el pasante hacia la vista gorda. Todos fumábamos. Era como una afirmación de nuestra libertad que ese día se ensanchaba a pleno pulmón. Corríamos, matábamos lagartos, comprábamos vino en el pueblo y sobre todo llegábamos tarde, muy tarde, al anochecer. Traíamos la boca quemada de tanto fumar. Aquel día no había cena, íbamos directos a las preces y nos acostábamos.

 

Llegábamos rendidos y aun alegres porque al día siguiente, martes, no había clase.

 

Ovidio acostado en la cama miraba fijamente el techo del dormitorio y recorría mentalmente el historial del día. La caminata contra la mañana con el mollete de pan, la tortilla, los filetes empanados, el huevo cocido y el papel grasiento del envoltorio. El olor de la mañana y las naranjas que no llegaron a Pradorrey. Se había pasado el día con el grupo de Carvajal. Había fumado a placer. Carvajal tenía estilo para fumar. Ovidio pensaba que tenía mundo. Estaba a todos los detalles y resultaban excitantes sus comentarios.

-¿Os fijasteis en la chavala de la cantina?

-¡Qué!

-¿No visteis lo buena que estaba?

Zenón le seguía la corriente y atizaba el fuego de la conversación.

-¡Qué piernas, Dios mío!

-Y ¡qué limoncitos!

 

Ovidio estaba recordando esto con turbación.

 

Pero el chasco había sido por la tarde al ir a devolver las botellas que esperaban todos como agua de mayo para ver a la chica y se encontraron con un señor con bigote y barba que renqueaba al andar.

 

Ovidio acabó por imaginar que el señor con barba y bigote había sido como una especie de anacoreta que predicaba austeridad y que le exigía devolver todas las plumas al gallo desplumado. Le hablaba severamente y movía la barba al hablar, le brillaban los ojos, unos ojos castaños hundidos bajo unas cejas espesas. Su mirada le perseguía y le siguió persiguiendo durante el sueño hasta que el viento del desierto le sobresaltó. Eran las doce todavía. El dormitorio era una caja de resonancia, algunos como Ramírez que tenían taponadas las narices de tanto fumar roncaban con un silbido sofocante. El dormitorio se transformaba en una pesadilla de ruidos. A Ramírez se le hicieron cortas las horas de sueño. Por la mañana cuando se colocó los pantalones advirtió el bulto del paquete de Reno con dos cigarrillos aplastados. Pensó dejarlos para después de comer. Pero enseguida le pareció largo el aplazamiento.

 

El horario del día, puesto en el cuadro de la rectoral, no podía ser más aburrido. Estudio por la mañana, estudio por la tarde. Añadiendo la resaca del día anterior no era un panorama halagüeño. A media mañana menudearon los permisos para salir del salón: "me da permiso para ir al servicio", "me da permiso para ir al P. Espiritual". Eran los recursos más socorridos. El del servicio fallaba casi siempre, el más seguro era el del P. Espiritual, aunque muchas veces no diera resultado.

-¿Me da permiso para ir a la habitación del P. Espiritual?

-Tù mucho vas por la dirección espiritual -decía el pasante- no sé yo…

-Sí señor, es verdad.

 

(Al padre espiritual íbamos todos reglamentadamente con tarjeta de llamada una vez al mes; espontáneamente iban los de la Congregación Mariana que eran los más guapos, más listos y más enchufados, los escrupulosos que acudían con tanta frecuencia como los sabañones a la enfermería. Don Ramón llevaba un control exacto de los que le visitaban y le faltaba tiempo para llamar a los que comulgaban con cierta irregularidad)

-Hala, vete.

 

Ramírez salió cantando del salón, se palpó el paquete de tabaco y dirigió sus pasos al servicio. Se encerró, saco un cigarrillo y lo prendió. Las oleadas de humo subían por encima del tabique denunciándole. Estuvo allí diez minutos, tiró de la cisterna, corrió el cerrojo, abrió. Allí delante mismo se dio de bruces con el pasante. Ramírez se quedó paralizado.

-¿Pero no ibas al Padre Espiritual?

-Es que estaba ocupado y vine al servicio.

-Al servicio ¿eh? Bueno, majo, que yo no comulgo con ruedas de molino. ¿De dónde salía ese humo?

Ramírez se vio cogido en un renuncio.

-Échame el aliento, -le dijo el pasante-.

Le olfateó. Seguidamente le soltó un guantazo en la mejilla. Ramírez se cubría con el brazo.

-Saca lo que tienes en el bolsillo.

-No tengo nada, no señor.

-Sácalo te digo. O quieres que te registre yo.

Ramírez se hurgó en el bolsillo del pantalón y sacó el paquete de Reno, arrugado.

El pasante se lo arrebató violentamente e inspeccionó los cigarrillos que contenía.

-¿Y los demás dónde están?

-Los fumé ayer en el campo. Todos fumamos ayer.

-¡Al estudio inmediatamente y no se te ocurra pedirme más permisos!

 

Había que pedir permiso para todo. Al entrar, el primer día entregábamos la libertad, y todo lo que hacíamos fuera de horario necesitaba permiso. Había que pedir permiso para ir al servicio, pero había que especificar si era "mayores" o "menores". Había que pedir permiso para ir a la enfermería, para todo había que pedir permiso si no se quería estar fuera de la ley. Los distribuidores de permisos eran los pasantes, los superiores y en casos extremos el rector. En realidad al rector no se le pedían permisos, los concedía él. Eran temidos sus permisos. Como le ocurrió a Valencia cuando le llamó para comunicarle que su madre estaba grave, que después resultó que había muerto. Le dio permiso para irse a casa una semana.

 

(CONTINUARÁ)

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