Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 18 de Junio de 2022

A la caza del libro

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Leo asombrado las opiniones de profesores aureolados de banal progresismo. Los libros deben desaparecer de las aulas, dicen. Las modernas pedagogías arrasan con todo lo que no se impregne del tufo vanguardista de la provocación gratuita, aunque el objeto o teoría a sacrificar haya demostrado una valía enriquecedora de siglos. Imposible imaginar una clase de colegio o universidad sin esa herramienta en las manos del alumnado y del profesorado como primera e inagotable fuente del conocimiento ¿Podemos suponer una biblioteca sin libros? Pues esta ocurrencia mal parida azota  igual.

 

El libro es el rival a batir de una cultura analógica que se pretende revestir de vieja, cuando en muchos aspectos es una excelente antigüedad. En la arquitectura, las corrientes coetáneas jamás sugieren la voladura de las edificaciones de estilos clásicos como el románico o el gótico. Más bien, al contrario, constatado queda que se miman y salvaguardan para el recreo visual de su grandeza.

 

Pero no, desde el minuto uno de las nuevas tecnologías, el libro de papel ha sido pieza de caza. Primer cebo, el libro electrónico, un útil interesante, con la virtud de complementase en el hermano mayor, por la capacidad de almacenaje para trasladar  uno mismo literatura en espacio mínimo. Se atiene a las reglas de la lectura bajo cánones admisibles, aunque los más puristas añoren el tacto y el olfato del sucesivo movimiento de las páginas. Pero el uso de ambos, se decanta rotundo por la modalidad  clásica. Los apologetas no han encajado el error de cálculo de sus profecías. 

 

Si desde el embrión de vida que es una clase de colegio se abolen los libros, es fácil sospechar que el contacto de las futuras generaciones de adolescentes, jóvenes, incluso maduros, con su entorno, quedará en poder de la digitalización más radical y perniciosa. El teatro ya está  montado con la telefonía móvil. Sus artilugios divorcian a una buena mayoría de usuarios del deleite o del enojo de observar lo que nos rodea, de poner oído a lo que se dice en el fabuloso mentidero que es la calle, fuentes básicas de la creatividad literaria y de todo arte.

 

Un libro es un tratado de rebeldía, una conversación permanente y sin ataduras del yo con la realidad o la ficción. La primera habla a la erudición; la segunda, a la fantasía. Desde esa máxima, el ser humano cultiva su maravillosa facultad de pensar, algo que produce escozor en los poderes fácticos. No se disimula mucho en la percepción de que el uso y abuso de las modernas tecnologías, desde estos dominios, se encamina hacia el objetivo de desmovilizar el pensamiento de la gente. La visible hipnosis y el control de personas y personalidades a través de abundantes artilugios modernos lo corroboran. El libro es un obstáculo.

 

Tiempos largos hubo en los que el fuego ejerció de elemento purificador de las conciencias heréticas. A la hoguera iban lo mismo seres humanos que libros. Trágica metáfora de la complicidad entre ambos. De la necesidad recíproca, porque si no hay lectores, no puede haber libros, y viceversa, nace la maravillosa aventura de una simbiosis a la que no se puede poner fin, pese al empeño renovado de progresías radicales que anatemizan cualquier pasado. Si las llamas fueron arma de las tiranías pretéritas,  los excesos presentes y por venir de la técnica, parecen más sobrecogedores que aquellas brasas, aunque prendieran en renovada sabiduría.

 

Sí, porque no se le está poniendo fácil a los apóstoles de la nueva religión. La Feria del Libro de Madrid ha sido un continuo fluir de público, ávido de novedades editoriales. Hay inquietud por leer, demostrado quedó con la estadística oficial de ventas, superiores a las de 2019, antes de la pandemia. Pudo acompañar ese interés una cierta mitomanía por conseguir la firma del autor descollante o, simplemente, el selfi que inmortalice el momento del codo con codo con el autor. Pero bueno es que un escritor forme parte de las admiraciones de la gente. Indica que su oficio tiene un reconocimiento popular, no solo elitista. No voy a entrar en las calidades literarias de los llamados best sellers, operación más comercial que creativa. Adquirir libros no es consumo ciego, puede ser impulsivo, que lo será, pero es la satisfacción de una necesidad cultural y anímica. Una fuerte ansiedad como la de la pandemia se mitigó con este objeto imperecedero.

 

Alegró ver las imágenes de la chiquillería en torno a las casetas de las editoriales juveniles e infantiles y  la implicación de los padres en la elección de temática para madurar los gustos literarios de los hijos.

 

Ajeno al evento, uno también se congratula del paso lento, pero efectivo, de una costumbre lectora creciente, en papel o e-book, en el transporte público. Hay mayoría del visionado del móvil, pero el que suscribe, usuario frecuente de metro y autobús, atestigua cambio de tendencia.

 

Sentencia de un intelectual del siglo XVIII, sin fecha de caducidad. Baltasar Gracián pone cordura: nacemos para entender y entendernos, y los libros nos hacen fielmente personas. Vetarlos en las aulas es proclama de ignorancia, como vaciarlas de su cátedra. Solo quedaría allí dentro un absoluto vacío del saber intemporal.                                                                               
                                     

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