Andrés Martínez Oria
Sábado, 18 de Junio de 2022

Los vencejos

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Estos despertares de estío. En el ardor. Aún casi soñando, antes de la luz. He amanecido leyendo a Borges, un bello poema de Los conjurados —«Nubes, I»—, mientras también miraba el vuelo de los vencejos sobre las piedras viejas de la muralla. Y escuchaba sus gritos. ¿No gritan los vencejos? Y he recordado, de otras lecturas, que vienen en la luminosa claridad de primavera y se van pronto; a finales de julio o principios de agosto. Los veo volar incansables, cerca de los cristales, con el pico abierto en busca del alimento que pulula en el aire. Plancton aéreo. Su vuelo fulgurante de rayo o saeta; imprevisible, raudo. Instantáneo. Visto y no visto. Todo lo que hay en su vida procede del aire. Penetran en el aire. Son aire. Un soplo pasajero. Y sé, lo más alucinante, que no se detienen nunca, que no posan en suelo firme y que para descansar o dormir —nada sabemos—, remontan su vuelo inescrutable a las regiones empíreas, como si se diluyeran en el hielo, y allí reposan, duermen y quizá sueñan, entre la realidad y lo más inimaginable de la ficción. Y me parece que es el vencejo el único ser vivo capaz de unir en un mismo plano de la existencia el cielo y el infierno. El mundo de arriba con lo de abajo. Más que el águila de San Juan, capaz de ascender hasta lo más etéreo. Las nubes. Eso es. Las nubes borgianas. “No habrá una sola cosa que no sea una nube. Lo son las catedrales de vasta piedra y bíblicos cristales que el tiempo allanará”. ¿Penetran también en el tiempo, los vencejos? ¿Se alejan por esos rumbos insondables? Somos los que se van, sigue diciendo Borges. La numerosa nube que se deshace en el poniente. Así lo dice, y yo imagino por ahí el vuelo en plenitud de los vencejos, encarnación oscura y presurosa de nuestras almas que vuelan a poniente, a su lugar de origen, para no volver. No son de aquí, están de paso. Como el amigo Felipe, de Palacios, aquel que había inventado una poesía eterna para vencejos.

 

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