Catalina Tamayo
Sábado, 25 de Junio de 2022

El día de San Juán

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                                                                                           A Cesárea, que se fue pero no olvidó. No pudo.

 

Es veinticuatro de junio, el día de San Juan.

    

 Está amaneciendo. Lo sabe por la pequeña claridad que se va formando en la ventana. Anoche la persiana no se bajó del todo. Nunca se baja del todo. Lleva ya un buen rato despierta. Los nervios. Su marido, en cambio, todavía duerme, descansa. Ella escucha su respiración. La nota tranquila. Está muy cansado. El trabajo del campo es duro. Agotador. Su cuerpo huele a sudor y a tierra. No puede ser de otro modo.

     

Pronto se levantará y comenzará a prepararse. Este día es para ella, es la fiesta de su pueblo. En casa saben que es así y que no hay vuelta de hoja. Saben que todos los años este día se va a su pueblo. A la fiesta. Por eso, hoy no acompañará a su marido al campo y tendrá que arreglárselas solo con los chicos. Después de todo, tampoco es tanto. Es solo un día. Además, la comida les queda ya hecha. Únicamente tendrán que calentarla.

      

Sale a la huerta. Está fresco y hay algo de orvallo, pero hace bueno. Ni una nube se ve en el cielo. Será un buen día de San Juan. De los mejores. Como los que había cuando era niña. Cuando era niña. Entonces –recuerda– lo primero que hacía al levantarse era ir corriendo a la plaza a ver si había tómbolas. Nunca las había. No había nada, ni un puesto de caramelos, ni una caseta del tiro, solo el templete de los músicos que los quintos habían levantado el día antes por la tarde. La víspera. De vuelta a casa, decepcionada, veía cómo algunos hombres esparcían por el suelo las espadañas y el hinojo y cómo colocaban sobre la fachada de las casas ramas verdes de chopo. Estaban adornando las calles por donde pasaba la procesión. Todo el pueblo le olía a hierba recién cortada. Le olía a fresco, a limpio. A día de fiesta. Sin embargo, no comprendía por qué los feriantes nunca venían a la fiesta de este pueblo. ¿Tan fea les parecía esta fiesta?

     

La mañana va avanzando, y ya va siendo hora de ponerse en camino. Son solo una docena de kilómetros, pero hay que hacerlos. Ya está vestida. Se ha puesto el vestido nuevo. El de flores. Se mira en el espejo. De frente, de lado, por detrás. Se mira y se remira. Es un vestido entallado que le resalta las caderas. El pecho. Sin duda le favorece. Se vuelve a atusar el pelo y le sonríe al espejo. Sonríe de esa manera que sabe que les gusta a los hombres, y al hacerlo, descubre algunas arrugas nuevas en la comisura de los labios, pero no le da importancia, todavía se ve bien. Se ve guapa. Hoy está feliz. Solo le queda ya maquillarse. Primero los ojos: un poco de sombra, muy poco. Después los labios. Como los tiene gruesos, no necesita apenas carmín. Mientras se echa la colonia, esa buena que le trajo su hijo del viaje de fin de curso, ve a través del espejo que su marido pasa por delante de la puerta entreabierta de la habitación y que se le queda mirando un instante. Solo unos segundos. La mira con curiosidad, y quizá también con recelo, pero no le dice nada. Y se va sin más, a lo suyo, a la faena del día.

     

El campo está más hermoso que nunca. Es todo vida. Todo color. Las alubias van crecidas, vigorosas, con la hoja ancha y oscura. La remolacha ya quiere cubrir el surco. Los gallos del lúpulo han llegado arriba. Los trigos amarilleando, rubios como el sol. Los prados muy verdes, verdísimos. En las cunetas la hierba es abundante, y por el borde hay dientes de león y quedan aún algunas margaritas. Con este calor y la lluvia serena que cayó la semana pasada el fruto crece de día en día y da gusto verlo. Si no viene una mala tormenta, una granizada, es posible que este sea un buen año. Dios lo quiera.

    

 Mira el reloj. No queda nada para las doce del medio día. El siguiente pueblo ya es el suyo. Unas pedaladas más y estará en la iglesia. A estas horas los hombres ya se encontrarán en casa preparándose para ir a misa. Es el momento de las prisas, de las carreras, de algún grito. Las madres ya habrán vestido a sus hijos pequeños. “Cuidado con no mancharos”, les dirán, entre severas y alegres. Apuradas. Delante de la iglesia, mientras esperan para la misa, los niños lucirán sus ropas recién estrenadas. Todos estrenarán algo. También los niños más pobres. Ella, como todos los años, como siempre, también estrena algo. El día de San Juan hay que estrenar algo. Este año unos zapatos rojos de tacón no muy alto. Los años no perdonan. Los compró la semana pasada en la ciudad sin que su marido lo supiera. Un secreto sin importancia. Los lleva en la cesta de la bicicleta metidos en una bolsa junto con la chaqueta. La chaqueta por si a la vuelta se pone frío. Aún el verano acaba de llegar y por la noche puede caer bastante la temperatura. Se puede poner muy fresco. Incluso frío. Bien lo sabe ella.

     

Cuando está entrando en el pueblo, comienzan a sonar las campanas. Son las campanas grandes. Seguramente las estén volteando los chicos mayores. También estallan algunos cohetes, y dejan en el cielo una pequeña nube de humo que enseguida se disipa. Por momentos, las explosiones ahogan el sonido de las campanas. Pronto comenzará la misa. En la calle de la iglesia, de los alambres que la cruzan de lado a lado, cuelgan banderines de distintos colores, muy vistosos. Todo indica que es fiesta.

     

Otra vez en su pueblo. Un año más; aunque no tiene ya a nadie, a ningún pariente; todos se fueron, algunos antes que ella. Tampoco le queda nada. Nada de nada. Ni un metro cuadrado de tierra. En su día, se vendió todo, también la casa de sus padres, donde ella nació y vivió casi hasta que se casó. No tiene adónde venir. Ni casa, ni familia. Pero viene. Viene empujada por algo que no sabe lo que es. Por algo que es más fuerte que ella. Viene a la fiesta como vino el año pasado, y el anterior, y el anterior del anterior, todos desde que se marchó, incluso aquel año que anduvo mala. Aquel año no pudo venir sola, la tuvo que traer su marido, pero aquí estuvo, y aguantó el día entero. Viene porque no puede dejar de venir. Esa es la verdadera razón.

    

De puntillas, para evitar el ruido de los tacones, como hacen aquí todas las mujeres, entra en la iglesia, pero la ve ya tan llena que no sabe dónde ponerse. Al fin, encuentra atrás del todo, en el último banco, un sitio libre, y allí se coloca, al lado de alguien que no conoce. En realidad conoce ya a muy poca gente del pueblo. En la iglesia hay muchas flores, sobre todo delante del altar. Son naturales. Bonitas. Colocadas con buen gusto. Se ve todo limpio y cuidado. La iglesia, aunque se ha quedado vieja, y tal vez necesitara una pequeña reforma, unos retoques, está preciosa. Ya salen los curas. Seis, sin contar a Don Anselmo, que ahí sigue, igual que siempre, como si por él no pasara el tiempo. Son los mismos que el año pasado. Casi no caben detrás del altar. Comienza la misa. Una misa solemne, como ha de ser la de este día. Y un poco de orgullo brota de su interior.

     

Va sola en la procesión. En el fondo le fastidia un poco, pero tampoco tanto. Ya está casi acostumbrada. Todos los años va sola. Camina al lado del Santo, cerca de Don Anselmo, rezando. Por delante van la cruz y los faroles. Algunos pasan a su lado y no le hablan, pero cuando no los ve la miran. Lo sabe. Nota sus miradas. De desdén. De desprecio, quizá. Siente que la toman como a una loca. No entienden que le guste venir a la fiesta de su pueblo. A veces sorprende a algunos jóvenes mirándola y en sus ojos ve que la miran como a una forastera. No saben que ella es también de este pueblo. Tanto como ellos. No saben que antes de que ellos nacieran, ella ya conocía estas calles, había corrido por ellas, jugado en ellas. No saben que las conocía de memoria. Que aún las conoce. No saben que un día amó secretamente en alguna de ellas. No lo saben, no. Pero quizá alguno hoy en la hora de la comida pregunte quién era esa mujer que iba sola. Esa mujer extraña.

            

Cuando sale de la misa, se acerca al señor de los panales para comprarle como todos los años una docena. Le gusta volver a casa con algo de su pueblo. Mientras espera en la cola, escucha su nombre. “Marta”. Como no es habitual que aquí le hablen, no responde, piensa que no es a ella, que es a otra persona que también se llama Marta. “Marta, que ya no conoces a nadie”. Entonces, sorprendida, se gira, y ve a un hombre. Tarda un poco en reconocerlo. Es Luis Alberto. Qué alegría. Se saludan. Dos besos. Se miran. Se sonríen. Ha pasado tanto tiempo. Tanto. No saben que decirse. Apenas se hablan. Dos palabras. Pues, enseguida, Luis Alberto se va. Tiene que irse. Lo llaman, una y otra vez, insistentemente. Lo ve alejarse, perderse entre la gente, desaparecer. Después, le queda un recuerdo vago, impreciso, como si ese encuentro en realidad no hubiera ocurrido. Tan solo lo hubiera imaginado.

      

Con la bicicleta en la mano marcha con todos para el bar. Sola, claro. Sola se sienta a una mesa y se toma el vermut. El vermut no puede faltar. Es la fiesta. Solo uno. Después, cuando llega la hora de la comida y el bar se vacía, ella pasa al comedor, donde el dueño del bar le tiene la mesa preparada. El dueño ya sabe lo que tiene que servirle. Paella y carne guisada. Lo mismo que se comía en casa de sus padres el día de San Juan. Algún año, por cambiar, le ha ofrecido otra cosa, otros platos novedosos, un poco más elaborados, mejores, y al mismo precio. Pero no ha querido. Ella quiere siempre eso, aunque tenga que pagar algo más.

     

Después de tomar el café, cuando todo el mundo está todavía comiendo, o ya de sobremesa, cuando no anda nadie por la calle, cuando el sol más aprieta, aprovecha para dar un paseo por el pueblo. Para recorrerlo a su gusto. Es el mejor momento. Pasea por la orilla del canal, se mete por el sendero que pasa por delante de las huertas, se detiene a observar el reguero donde antes las mujeres lavaban la ropa. El pueblo se ha quedado callado. No está muerto, solo adormecido. A veces se escucha el piar de los gorriones. También se asoma a la cuesta. Mira. Lejos, abajo, entre los chopos, discurre el río, que aún debe de ir crecido. Cierra los ojos. Le parece sentir unas manos en el vientre. Abrazándola. El aliento tibio en la nuca. Unos labios húmedos rozándole el cuello. Besándolo apenas. Palabras bonitas en el oído. Promesas. El sonido de la felicidad.

     

Sin prisa, tranquila, caminando despacio, aún con el sabor agridulce del recuerdo en la boca, se va acercando a la escuela. Los árboles de toda la vida siguen ahí. Igual de viejos, de retorcidos, de extraños. También permanece el rosal. El rosal tiene ya todas las rosas abiertas. Son rojas como la sangre. Como el corazón. Son del color del amor. Su olor es intenso, penetrante. Un olor que marea. El olor de estas rosas siempre le ha parecido que es el olor del día de San Juan. Es un olor que no se le va, y que cuando lo recuerda, recuerda el día de San Juan.

     

Sin darse cuenta, sus pasos la van llevando a la casa de sus padres. Se detiene delante de ella. Está igual que siempre. Si entrara, podría recorrerla con los ojos cerrados. Saber dónde está cada cosa. Todo. De pronto, advierte que en la ventana de arriba se mueve levemente la cortina. Alguien la está mirando. Y se va. Es en la habitación donde dormía con su hermana. Por esa ventana, de niñas miraban la calle cuando llovía. Cuando nevaba. En las noches de verano la abrían y desde la cama observaban las estrellas. La luna. Soñaban.

      

La tarde declina. Las sombras avanzan por las calles. En la plaza ya se ha ido todo el sol. Pero se ha llenado de niños. De voces y risas. De alegría. Los mayores ya van llegando también. Al fondo, algunos ancianos esperan sentados en sus sillas de mimbre. Mientras tanto, los músicos se afanan con los instrumentos en el templete. Con la megafonía. Ella mira. Disfruta. Tiene la bicicleta a su lado, apoyada sobre la pared encalada de la escuela. No tardará en ponerse en camino, en cuanto se acabe la primera canción. Silban los cohetes, explotan en el cielo. Otra vez la pequeña nube de humo. La brisa trae un leve olor a pólvora. Va a comenzar el baile. Ya suena la música. La canción del verano. Los niños y los jóvenes entran en tropel a la plaza para bailar. No hay pudor. Otra canción. Aquella canción. Es un agarrado. Se va a ir. “¿Bailas?”. Esta vez no se sorprende, reconoce la voz. ¿O sí se sorprende? “Pero si no sabes bailar”, le contesta. “Enséñame tú”. “Ya me iba”. “Solo un poco”. “Vamos a dar que decir, estoy casada”. “Bailar no es malo”. Bailan. Porque se retrase unos minutos no va a pasar nada. Después pedaleará un poco más fuerte, y ya está, arreglado. Ve que los están mirando. Hablarán, seguro. Lo sabe. Pues que hablen. Es muy torpe, pero le encanta como la toma por la cintura. Su olor. Huele como entonces. Hacía tanto tiempo que nadie la sacaba a bailar. Tanto que nadie la cogía así. De esa manera tan delicada. Delicada y firme a la vez. “Estás muy guapa”. “Cállate”. Sonríe. “Estás más guapa que nunca”. Sonríe otra vez, pero se sonroja. “Colorada todavía estás más guapa”. “Imbécil”. “Nunca te olvidé”. “Yo a ti sí”. “Mientes”. “Tengo que irme”. “Espera a que acabe la canción. Déjame ser feliz un poco más”.

     

Él le lleva la bicicleta de la mano. La encamina. Solo hasta el pueblo de al lado. La noche se está echando encima. Él está dispuesto a acompañarla todo el camino. Pero ella no quiere. Le pregunta si tiene luz en la bicicleta. Ella le dice que sí, que por eso no se preocupe. Antes de montar, de irse, se miran. “Estás muy guapa”, le vuelve a decir. “Qué tonto eres”. Él la besa en los labios. Ella se deja besar. “Nunca te olvidaré”. “Cállate”, le dice ella, aunque no puede contener una lágrima, que le resbala por la mejilla. Él pretende limpiársela con el dorso del índice. Pero ella no le deja, y se lleva el dedo a la boca, se lo besa.

     

Se va. Aunque no mira atrás, lo está viendo. Pedalea fuerte. Pero sigue viéndolo. Más fuerte. Tampoco se le va. Lo ve durante todo el camino. Por la noche, en la cama, mientras su marido la ama, lo sigue viendo. No puede dejar de verlo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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