E. S. D.
Domingo, 26 de Junio de 2022

Terminantemente prohibido (XI)

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(...)

 

Ovidio ya comulgaba todos los días. Cada día que lo hacía subía el termómetro de su preocupación. Sus compañeros ya no conspiraban pero le seguían en sus gestos, les asombraba el cambio. Seguro que Don Ramón le había leído la cartilla y se había confesado con él. Ovidio dudaba cada día cuando se levantaba para comulgar, se le borraba el brillo de los candelabros. "Corpus…" hacía su genuflexión, juntaba las manos y se daba la vuelta buscando su sitio. Se arrodillaba, cubría la frente con las manos y allí dentro Ovidio sentía su vergüenza. Una vergüenza que era siempre menor que su miedo a sentirse descubierto.

 

Fue entonces cuando pensaron sus compañeros que se había vuelto beato al estilo de Vega. Notaron sus ausencias en el recreo, su andar solitario y reconcentrado. Pero estaban muy lejos de conocer la verdadera inquietud.

 

Carvajal fue uno de los primeros que se dio cuenta del extraño comportamiento de Ovidio. Para esto era un lince. Como le pareció sospechoso, que podía ir con el cuento de sus historias a los superiores, lo alejó del círculo. Pero lo fue haciendo con mano zurda, indirectamente como quien no dice nada. Consiguió que los demás no confiaran en Ovidio.

 

Carvajal seguía dirigiendo el cotarro del curso. A estas alturas ya no tenía problemas de estudio. Aprobaba seguro. Desde luego estudiaba pero también para muchos profesores era mérito la edad. Seguía con lo de Maruja pero se mostraba más cauto y se manifestaba menos. Ahora era ella la de la iniciativa, al menos eso pensábamos porque lo perseguía. Si íbamos a San Justo de paseo media hora después ya rondaba los alrededores del río con su amiga Merce. Iba a bañarse pero Maruja quería hacerse notar ante Carvajal. Se quedaba en traje de baño que siempre llevaba debajo de la falda y durante un buen rato ella y Merce se perseguían, se tiraban chinitas y gritaban alocadamente. Maruja tenía un traje de baño blanco estampado con flores verdes. Después jugaban al escondite, un escondite muy particular que consistía en encontrarse guiándose solo por la voz.

-!Maruja!, ¡Maruja! -gritaba Merce.

-Ya voy.

-Maruja! ¿Dónde estoy?

 

A Carvajal le golpearon las sienes un palpitar acelerado. Notó la presencia de Maruja, la reconoció desde lejos.

-¿Tù no te bañas, Zenón?

-Espera un rato.

-Es mejor ahora. Después oscurece mucho y es peligroso.

 

Carvajal se colocó su bañador con la sotana puesta. Se lanzó al agua. El chapuzón llamó la atención de Maruja.

-Está muy fría, gritaba Carvajal a sus compañeros y continuaban sentados en la pradera.

 

Más arriba Maruja y Merce se introdujeron en el agua. Apenas sabían nadar pero jugaban, saltaban agarradas de la mano, se tiraban manotazos de agua. Carvajal se alejó del grupo de compañeros y paso muy cerca de ellas exhibiendo sus dotes de nadador.

-¿Sabéis quién estaba ahí arriba? La chica del balcón de la esquina, frente al dormitorio. -Era Carvajal-.

-¿Maruja?, decía Zenón.

-Sí. Se está bañando con otra chica. Pero de esto a callar ¿eh? Que no salga de aquí y que no se entere Puente ni Ovidio.

 

Allí, a pocos metros estaba la tentación. El pecado. Una chica en bañador era algo pecaminoso y turbador. Cuidado con las miradas. Pero era muy difícil controlarlas. Era tan atractivo ver a una chica en bañador. Era tan inevitable mirar y tan bonito ver. Eso era el pecado. Por qué el pecado era atractivo. Por qué nos relacionaban siempre el pecado con las chicas. El pecado se nos hacía apetecible con el misterio. El peligro de pecado estaba en el cuerpo, en el cuerpo de los demás y en nuestro propio cuerpo. Sin embargo era tan graciosa una chica, tan agradable sus formas y debía ser tan suave su pelo.

 

El domingo siguiente era el último día de clase de dibujo y de gimnasia. Se recogían las láminas para la exposición del ‘Día de la madre’. Ismael terminó su dibujo a plumilla que le había llevado más de medio curso, un barco naufragando en altamar. La clase la teníamos a las once, de once a doce y media. Rafael, un seglar, era el profesor de dibujo pero le ayudaban los filósofos que mejor dibujaban. Él recorría cada domingo el salón con su corbata de lunares y sus gafas de patilla dorada. Se paró ante la lámina de Ismael.

-Vaya, hombre,  por fin la acaba. Yo creí que usted se quería ganar con ella la nota del próximo curso.

 

Don Rafael nos trataba de usted y hacía sus comentarios en voz alta para que los oyéramos, quizá para que riéramos todos. Nos hacían gracia sus palabras y desatábamos enormes carcajadas detrás de cualquier frase suya.

 

A continuación teníamos gimnasia. En este tiempo íbamos con gusto pero en invierno a regañadientes pues se nos congelaban las manos aunque las escondíéramos en las mangas de la camiseta. Resultaba muy vistoso el patio cuando hacíamos gimnasia. Las camisetas de cada curso eran diferentes. La nuestra era como la del Barcelona, así se entendía mejor que todo el curso fuéramos forofos del Barcelona.

 

Por la tarde fuimos de paseo a San Román. Carvajal se las arregló para despistarse de su grupo. Se quitó a la sotana y espero a la altura del puente donde se desviaba el camino hacia el río. Como esperaba, llegó Maruja. Esta vez sola, con su bicicleta. Traía una falda blanca de tablas que se le ahuecaba con el aire y enseñaba mucho sus piernas. La comunidad estaba lejos. Maruja al pasar le dijo "hola". Siguió con su bicicleta hacia el pueblo. Carvajal la seguía a distancia. Ella esperó a la altura de unos campos de trigo y muy cerca de unas huertas tapiadas.

-¿Qué hacías en la carretera?

-Te esperaba. Sabía que ibas a venir. Pero creí que también vendría la otra chica.

-He venido a dar una vuelta. Me aburro mucho en casa.

-No sé si me habrá visto alguien

-No creo. Está muy lejos y así no te conocen.

-Nos tienen prohibido hablar con chicas. Pero eso es una bobada. Yo ya estoy curado de espantos. Tenía novia antes de venir aquí.

-¿Le escribes?

-No podemos escribir a chicas. Además se enfadó mucho conmigo porque vine para el seminario.

 

Maruja había dejado la bicicleta al borde de una acequia. Se colocaba el pelo y movía con gracia la cabeza cuando le estorbaba.

-¿Sabes una cosa? Me gusta que te asomes a la ventana y enciendas la linterna como antes. ¿Por qué no lo haces ahora?

-Es que hay chivatos en el dormitorio y hay que tener cuidado.

-El jueves la otra chica y yo nos montamos la clase de la academia cuando fuimos a San Justo.

 

Estuvieron un buen rato sentados junto a los trigales. Carvajal se quedó con ganas de cogerle la mano o acariciarla agradecido, pero reaccionó.

-Tengo que irme antes de que me fichen. Procura que no te vean a ti tampoco.

 

Se apartó presuroso, volvió sobre sus pasos hasta alcanzar la carretera. De vez en cuando volvía la cabeza y le hacía una señal a Maruja. Ella también miraba y le correspondía. Carvajal se puso la sotana y fue en busca de su grupo de amigos.

-Ahora las de Tarzán. Una. Me doblo. Tres. Me doblo. Seis. Me doblo. Doce. Me doblo. Veinticuatro. Me doblo. Cuarenta y ocho. A roer estaca, amigo -decía Gutiérrez-

-No la calques mucho. -Era Ramírez-.

 

Gutiérrez afiló una estaca de dos dedos. La clavo en la hierba y le dio tres golpecitos con el mango de la navaja. La cabeza de la estaca se perdió entre la hierba. Ramírez se arrodilló, buscó con los dientes la estaca y la sacó. Zenón, Alejandro y Floro aplaudían y reían estrepitosamente.

 

Alejandro preguntó:

-¿Dónde anda Carvajal?

-Pues vino conmigo hasta el puente, decía Zenón.

 

Carvajal apareció al fondo. Gritó:

-Eh, muchachos.

-Estamos jugando a la navaja.

 

Se acercó corriendo a la vez que sujetaba el bonete con la mano.

-Yo también juego.

-¿Dónde te has metido?

 

Confidencialmente les dijo:

-He visto a la chica del otro día.

-¿Estuviste con ella?

-Pasaba en bicicleta.

 

Ovidio estaba cazando grillos a unos metros. Tenía dos en el bonete y andaba en busca de un tercero. Carvajal observó su cercanía.

-Chist, hay moros en la costa -dijo Carvajal en voz baja. Después en tono normal- os juego uno.

 

Al oscurecer el pasante tocó el silbato. La señal de vuelta a casa, los que pescaban cangrejos salieron del río. Cogieron su acopio de pesca que después se convertiría en cena con patatas fritas.

 

Llegamos directos al comedor. Los platos de habas humeaban en las grandes perolas de aluminio. Las ventanas del comedor estaban abiertas de par en par. Había que esperar a que se enfriaran las habas. Algunos impacientes después de haberse escaldado echaban agua en el plato rebosante. Los pescadores entregaban en el torno de la cocina su mercancía que les era devuelta de forma apetitosa cuando la comunidad se había ido a preces.

 

En la capilla aquel día cantaron los grillos. Ovidio pensaba dejarlos en el patio de boj para que dieran la serenata al rector. Estaba decidido dejarlos allí al subir al dormitorio.

 

Los pasantes llegaron tarde a las preces. No importaba. El horario seguía su rumbo. Nada tenía novedad. Cada cosa que hacíamos era repetición exacta de la del día anterior. Pero algo cambiaba si se ausentaban los pasantes. Nos sentíamos liberados. Aún cuando estuviéramos en silencio ya respirábamos distinto, parecía como si la atmósfera tensa de la vigilancia creara un remanso donde era posible ser uno mismo, huir al menos de lo que nos obligaban a ser.

 

Cuando llegaron los pasantes ya había ocurrido todo. En el silencio del examen cantó uno de los grillos de Ovidio. Se organizo un coro de risas que enseguida se contagió a toda la capilla. Volvió a cantar. Era un canto metálico que resultaba angustioso emitido desde la prisión del bolsillo de la sotana. Un grito que quizá pedía libertad. Pero inoportuno. Ovidio vio que la situación le comprometía aplasto los grillos en el bolsillo para que acallaran su canto.

 

El lector empezó: "Pidamos perdón a Dios por nuestros pecados…", fue entonces cuando los pasantes abrieron las puertas de la capilla. El ruido de la cerradura nos puso en guardia. Todos contuvimos las risas y el silencio se impuso con la violencia con que Ovidio se lo había impuesto a los grillos

 

(Continuará)

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