El testamento de José Luis Balbín
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La muerte de José Luis Balbín potencia la orfandad actual de una buena tertulia televisiva o radiofónica como programa formativo. Su ausencia canoniza la polémica nacida del asombro del telespectador u oyente, tras una revelación que agitaba las conciencias. El programa La clave, que dirigió y presentó en sucesivas etapas de la monopolística TVE, entre 1976 y 1985, y retornó a los hogares españoles en la privada Antena 3 Televisión, de 1990 a 1993, creó un estilo de debate a múltiples bandas ideológicas, que permeabilizó la tolerancia necesaria para poner los cimientos de un país en libertades, después de cuatro décadas de dictadura.
Balbín y La clave enseñaron a los ciudadanos que discrepar entre opuestos podía mostrar una sociedad rica en matices y contrastes, frente a los precedentes de odio y cainismo. Aquel talante atávico fue apeado ignorando el trauma dogmático de un régimen con caudillo por la gracia (las gracias, como broma, se decía en los círculos de la amordazada oposición) de Dios. Humanizó lo que fue endiosado hasta en las pesetas, y lo hizo, además, entrando en los salones de nuestras casas que, por entonces, eran las habitaciones exclusivas de los aparatos de televisión. Fue oxígeno para demasiado aire viciado.
Las vicisitudes del programa con las censuras de ojo avizorado puso en valor la independencia de un periodista de raza como Balbín, y otros colegas de la Transición, en la pelea como gato panza arriba por llevar a aquella opinión pública la hazaña de demoler los prejuicios y tabúes, que impidieron despegar a España, durante siglos, a los cielos de la modernidad. Dignificó la profesión periodística con la rebeldía y el vuelo cabreante de la mosca cojonera que tan mal soportan las burocracias del poder, de cualquier poder.
Recién muerto Franco, tuvo la osadía de llevar a la tele única, que es como decir a todos los hogares, asuntos tan chirriantes para esos tiempos, como el divorcio, el aborto, y para qué decir, el comunismo. En esa tribuna de sillas juntadas y confrontadas al mismo tiempo, con Balbín en el justo medio de la posición física e intelectual del observador silencioso y aprendiz, se destilaba la inteligencia de la especialización, la genuina cátedra del saber. El que hablaba sabía lo que decía y el que replicaba sabía lo que contestaba.
La clave, que, creo, nunca tuvo vocación de tertulia, se avino mejor a la metodología de una charla de altos vuelos y sentencias firmes que impactaban en la audiencia con la fuerza de la lección magistral aprendida desde el razonamiento, no desde la reiteración o la ocurrencia de paso. Nunca buscó el espectáculo mediático, aunque le sobrevino por la fortaleza polemista de los temas a tratar o de los personajes invitados, ambos con carga emocional sobrante para el gran público. Inolvidable la presencia en estudio de un alto dirigente de Ku-Klux-Klan, ataviado con su tétrica vestimenta y el caperuzo entre las manos, dejando ver un rostro maquillado de normalidad sobre una piel de maldad. En esa misma línea, en un foro sobe el marxismo, a nadie escaparon los aprietos de Santiago Carrillo ante las acusaciones de depuraciones internas en el PCE por parte de Bernard Henry Levy, cabeza visible del movimiento Los nuevos filósofos. Hubo espectáculo, pero el contagiado al intelecto por pasiones en positivo o negativo, en filia o fobia, con argumentos radicales al pro y a la contra, no los impostados de ahora para conquistar el territorio caótico de las redes sociales.
No, el programa de Balbín no fue una tertulia, al menos tal como la dimensionamos hoy. Primero, porque el diálogo partía de una película alusiva a la cuestión a tratar. Desde ese inicio, un encuadre legítimo es el de cine-fórum. Segundo, porque el currículo de los participantes se circunscribía a su especialidad humanística o científica, no estaba sujeta a la familiaridad de un rostro reiterado hasta la saciedad en las parrillas televisiva que parece, y no lo oculta, saber de todo por ciencia infusa. Tercero, y definitivo, porque La clave siempre huyó del show informativo; la profundidad de su temario está en las antípodas de esos programas televisivos que trucan las polémicas por broncas para atraer audiencias, importándoles una higa la calidad y el rigor de lo que allí se expone.
El programa de José Luis Balbín cultivó la reflexión, el valor intrínseco de dotar a los telespectadores de la capacidad de discernimiento, sin adoctrinar. Cuando la moneda se lanza al aire puede ganar tanto la cara como la cruz. Es un juego a dos. Creó un auténtico guión de televisión pública, obligada a la intangibilidad del mensaje de calidad, no al mercantilismo que se ha adueñado de las cadenas privadas. Las gracias de Dios de las antiguas pesetas se depositan hoy en los euros contantes y sonantes de las audiencias, simbología de la dictadura del dinero.
La enorme calidad de La clave, y el prestigio del creador y presentador, ennoblecieron las tertulias como recurso informativo. La comparativa con el estilo actual de berrea programada engrandecen a aquéllos y empequeñecen a éstas en los contenidos y continentes. Balbín dejó una escuela a años luz de sus discípulos.
La muerte de José Luis Balbín potencia la orfandad actual de una buena tertulia televisiva o radiofónica como programa formativo. Su ausencia canoniza la polémica nacida del asombro del telespectador u oyente, tras una revelación que agitaba las conciencias. El programa La clave, que dirigió y presentó en sucesivas etapas de la monopolística TVE, entre 1976 y 1985, y retornó a los hogares españoles en la privada Antena 3 Televisión, de 1990 a 1993, creó un estilo de debate a múltiples bandas ideológicas, que permeabilizó la tolerancia necesaria para poner los cimientos de un país en libertades, después de cuatro décadas de dictadura.
Balbín y La clave enseñaron a los ciudadanos que discrepar entre opuestos podía mostrar una sociedad rica en matices y contrastes, frente a los precedentes de odio y cainismo. Aquel talante atávico fue apeado ignorando el trauma dogmático de un régimen con caudillo por la gracia (las gracias, como broma, se decía en los círculos de la amordazada oposición) de Dios. Humanizó lo que fue endiosado hasta en las pesetas, y lo hizo, además, entrando en los salones de nuestras casas que, por entonces, eran las habitaciones exclusivas de los aparatos de televisión. Fue oxígeno para demasiado aire viciado.
Las vicisitudes del programa con las censuras de ojo avizorado puso en valor la independencia de un periodista de raza como Balbín, y otros colegas de la Transición, en la pelea como gato panza arriba por llevar a aquella opinión pública la hazaña de demoler los prejuicios y tabúes, que impidieron despegar a España, durante siglos, a los cielos de la modernidad. Dignificó la profesión periodística con la rebeldía y el vuelo cabreante de la mosca cojonera que tan mal soportan las burocracias del poder, de cualquier poder.
Recién muerto Franco, tuvo la osadía de llevar a la tele única, que es como decir a todos los hogares, asuntos tan chirriantes para esos tiempos, como el divorcio, el aborto, y para qué decir, el comunismo. En esa tribuna de sillas juntadas y confrontadas al mismo tiempo, con Balbín en el justo medio de la posición física e intelectual del observador silencioso y aprendiz, se destilaba la inteligencia de la especialización, la genuina cátedra del saber. El que hablaba sabía lo que decía y el que replicaba sabía lo que contestaba.
La clave, que, creo, nunca tuvo vocación de tertulia, se avino mejor a la metodología de una charla de altos vuelos y sentencias firmes que impactaban en la audiencia con la fuerza de la lección magistral aprendida desde el razonamiento, no desde la reiteración o la ocurrencia de paso. Nunca buscó el espectáculo mediático, aunque le sobrevino por la fortaleza polemista de los temas a tratar o de los personajes invitados, ambos con carga emocional sobrante para el gran público. Inolvidable la presencia en estudio de un alto dirigente de Ku-Klux-Klan, ataviado con su tétrica vestimenta y el caperuzo entre las manos, dejando ver un rostro maquillado de normalidad sobre una piel de maldad. En esa misma línea, en un foro sobe el marxismo, a nadie escaparon los aprietos de Santiago Carrillo ante las acusaciones de depuraciones internas en el PCE por parte de Bernard Henry Levy, cabeza visible del movimiento Los nuevos filósofos. Hubo espectáculo, pero el contagiado al intelecto por pasiones en positivo o negativo, en filia o fobia, con argumentos radicales al pro y a la contra, no los impostados de ahora para conquistar el territorio caótico de las redes sociales.
No, el programa de Balbín no fue una tertulia, al menos tal como la dimensionamos hoy. Primero, porque el diálogo partía de una película alusiva a la cuestión a tratar. Desde ese inicio, un encuadre legítimo es el de cine-fórum. Segundo, porque el currículo de los participantes se circunscribía a su especialidad humanística o científica, no estaba sujeta a la familiaridad de un rostro reiterado hasta la saciedad en las parrillas televisiva que parece, y no lo oculta, saber de todo por ciencia infusa. Tercero, y definitivo, porque La clave siempre huyó del show informativo; la profundidad de su temario está en las antípodas de esos programas televisivos que trucan las polémicas por broncas para atraer audiencias, importándoles una higa la calidad y el rigor de lo que allí se expone.
El programa de José Luis Balbín cultivó la reflexión, el valor intrínseco de dotar a los telespectadores de la capacidad de discernimiento, sin adoctrinar. Cuando la moneda se lanza al aire puede ganar tanto la cara como la cruz. Es un juego a dos. Creó un auténtico guión de televisión pública, obligada a la intangibilidad del mensaje de calidad, no al mercantilismo que se ha adueñado de las cadenas privadas. Las gracias de Dios de las antiguas pesetas se depositan hoy en los euros contantes y sonantes de las audiencias, simbología de la dictadura del dinero.
La enorme calidad de La clave, y el prestigio del creador y presentador, ennoblecieron las tertulias como recurso informativo. La comparativa con el estilo actual de berrea programada engrandecen a aquéllos y empequeñecen a éstas en los contenidos y continentes. Balbín dejó una escuela a años luz de sus discípulos.