Terminantemente prohibido (XII)
![[Img #59277]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/07_2022/882_confesionario.jpg)
(...)
Días como aquellos le recordaban a Ovidio las tareas sosegadas e inmensamente plácidas de su pueblo, a la orilla del río. El año pasado a estas alturas ya soñaba con la fiesta de su pueblo y con sus amigos los que estaban con los frailes, que solo tenían un mes de vacaciones, el mes de julio. Iban a nidos de verderón por la mañana después de misa y por las tardes al ponerse el sol, acabado el rosario, colocaban rateles con cebo de anca de rana que se cargaban de cangrejos como moscas.
Uno de sus amigos estaba en los dominicos. Siempre discutía con él sobre si sabía más santos dominicos que curas. Cogían cada uno un misal. El misal de su amigo tenía todos los propios de beatos y santos de la orden.
-¿Ves como hay más que curas?
Ovidio se tenía que callar. Quedaba incómodo. Una vez le había salido con esta:
-Pero San Pedro y los demás apóstoles eran curas. No pertenecían a ninguna orden.
Las discusiones se acababan cuando uno proponía el plan de diversión para aquel día.
A Ovidio todos estos recuerdos le parecían lejanos e irrepetibles. Se le hacían fugaces cuando más preocupado estaba. Ahora vivía una tortura interior que le alejaba de aquellos momentos felices, se los dejaba inalcanzables. De buena se había librado hoy mismo con lo de los grillos, aunque no las tenía todas consigo pues pensaba que alguien podía ir con el cuento al superior. El mismo Carvajal que tanto hablaba contra los chivatos, le podía decir. "Desde luego no se puede confiar en él, se le vio el otro día cuando me acerqué en el patio y se callaron como muertos, lo más seguro es que estaban hablando de mí".
El lunes fue distinto. Comenzaba una semana de vísperas. Se preparaba la exposición de dibujo en la sala de visitas. Los latinos ensayábamos la tabla de gimnasia para el domingo que era el ‘Día de la Madre’. Salía muy bien, decían los que estaban en la enfermería convalecientes y se distraían mirando tras los visillos. Esto de la exhibición le gustaba mucho al rector. Decían los filósofos que los canónigos se habían opuesto a que vistiéramos con pantalón corto y camiseta de deporte, pero que el rector había dicho que en el seminario mandaba él y los había hecho callar y no sólo eso sino que los teólogos tonsurados también jugaban con pantalón corto aunque les exigían una gorra para no escandalizar a los latinos.
Aquellos días don Teodosio nos trajo por la calle de la amargura con tanto ensayo. Se había empeñado en que cantáramos el domingo "La creación" de Haind. Había que subir mucho en aquella frase de " En el segundo día de la creación....".
A Ovidio que cantaba como tiple primero lo cambió a tiple segundo porque no subía.
Pero tanto Ovidio como Valencia cantaban con tristeza, sin ganas. Yo pensaba que a Ovidio algo le pasaba, porque todos lo decían, que desde lo de la comunión se le veía extraño y quizá eso podía haber influido en el cambio de la voz. Yo mismo estaba perdiendo voz con tanto solo en la capilla y tanto entonar en las ‘flores’ del mes de mayo.
Lo de Valencia era otra cosa. Su tristeza crecía a medida que nos acercábamos al domingo. Sabía que no iba a venir nadie de su casa y que todos estaríamos ese día acompañados de nuestras madres. Además seguro que le había impresionado la plática de Don Ramón cuando dijo que todos teníamos dos madres, una en la tierra y otra en el cielo. Yo enseguida pensé en Valencia y en cómo diría esas cosas don Ramón sabiendo como sabía que había muchos que habían perdido a su madre.
El ‘Día de la Madre’ no rigió el horario, ni se nos controló. A eso de las once de la mañana nos reunimos con nuestros padres en el claustro de abajo, les acompañamos a visitar la exposición de dibujo, les enseñamos nuestras habilidades.
Por una vez veíamos el claustro lleno de colorido y variedad y no la monotonía gris o negra de nuestros uniformes.
Después de la misa, la exhibición gimnástica y toda la tarde libre para salir con nuestros padres hasta la hora de la velada. La velada fue muy divertida. Los de la "Scola" cantamos, y los filósofos una zarzuela 'Isidrín' que fue un éxito.
Pero lo mejor del día, la libertad, saber que no tienes que estar pendiente de la campana a cada momento.
Carvajal aprovechó para encontrarse con Maruja en la exposición. La puerta estaba franca aquel día. Ismael se apostó al lado de su lámina para escuchar los comentarios y elogios de la gente. Valencia se pasó el día con los padres de una de su pueblo que estudiaba cuarto. Ovidio fue un misterio. No había escrito la carta invitando a sus padres a la fiesta. No se le vio en todo el día pero apareció puntual a la hora de cantar.
A partir de esta fecha cambiaban las cosas. Había que estudiar de duro porque el final de curso ya estaba encima. Era una delicia ver el salón en una hora de estudio. Los codos clavados en las almohadillas y las manos sujetando la frente y con un silencio absoluto, por algo nos habían enseñado a estudiar sin repetir en voz alta. A principio de curso los nuevos traían las manías de la escuela:
-Esos papagayos que cierren la boca.
A fuerza de prohibiciones aprendimos a estudiar, a respetar el silencio necesario.
Los desahuciados perdían el tiempo dibujando y a veces, si estaban juntos, jugando a los barcos. Pero la mayoría estudiábamos para asegurar la nota que nunca se nos decía. Hasta el último día no estaba asegurada. Lo cierto es que allí se cumplía con lo de "coge fama y échate a dormir", si no que se lo dijeran a Carvajal que estaba viviendo de las rentas y los profesores lo tenían en muy buen concepto y eso que andaba pez con frecuencia. Pero otros no se salvaban ni con milagros, por ejemplo los que estaban en el banco de la paciencia o en el pelotón de los torpes.
Don Albino llevaba diciendo qué se yo cuantas veces:
-los que están en el limbo que procuren salir pronto porque de lo contrario los veo en globo.
El limbo eran los diez últimos puestos de la clase. Según la técnica empleada, los que menos sabían, siempre los más nerviosos, los que no encajaban con rapidez las respuestas, se veían postergados y precedidos por sus compañeros.
Ovidio había caído últimamente en el limbo de la clase de latín. Se encontraba torpe analizando. No entendía el galimatías de las oraciones ni el uso del 'ut'. Lo había intentado todo pero no era posible. Perdía el tiempo de estudio con sus preocupaciones, se despistaba a la primera. Le dolía llegar a casa con un suspenso cuando el año pasado había obtenido una nota media de ‘beneméritus’.
Si al menos tuviese algo de tranquilidad podía dedicarle más tiempo a las oraciones, era cuestión de cogerle el tranquillo. Pero Ovidio no estudiaba. La verdad es que no podía estudiar. Se pasaba los estudios con el libro delante y siempre en la misma página y siempre pensando en otras cosas. Le daba vueltas a la cabeza, el recuerdo le arrancaba toda capacidad de concentración. Se debatía en una lucha descomunal porque perdía sueño, alegría, confianza en sí mismo y ganas de trabajar. Todas sus energías se disolvían. Su decisión de seguir comulgando a costa de lo que fuera le roía interiormente. No se había acostumbrado. Todos los días tenía que plantearse un nuevo esfuerzo para que le dejaran en paz. Esto era lo que intentaba, que le dejaran en paz. Pero todo a costa de quedarse él sin la paz necesaria para poder vivir a gusto. Ante los demás compañeros no cabían sospechas, hacía lo que todos pero la idea de su doble vida, de su vida interior no le dejaba tranquilo. Era mucho para él solo, tanto que se tenía que resentir el estudio y hasta su sistema nervioso. Tenía sueños y pesadillas que le hacían insoportable el dormir. Temía no despertar el día siguiente. Quizá morir. Y condenarse. Varias veces había pasado por su imaginación descargar la conciencia con don Víctor en uno de esos días que venía a confesar, pero sabía que su confesión sería larga y todos se darían cuenta y empezarían a intrigarse. Podía ir a confesarse el último cuando ya no hubiera espías, así se podría desahogar sin la sospecha de sus compañeros. Seguir así se le hacía cada vez más insufrible. Empezaba a ver en la confesión la liberación de su angustia. Probablemente si los estudios le iban tan mal era porque se había olvidado de Dios, pensaba. A lo mejor conseguía estudiar con el entusiasmo del primer trimestre y, a no ser que don Víctor le exigiera confesar su culpa públicamente. Tenía que explicárselo todo bien. Confiaba que le entendería. Sólo hacía falta un empujoncito. Ya estaba decidido a hacerlo.
Don Víctor solía venir los viernes durante el estudio de la noche. Se colocaban el concesionario de la derecha, en la capilla grande.
Sonó el teléfono en el pasillo del salón. Salió el encargado y comunicó el recado al pasante.
-Está don Víctor para confesar.
Se levantó un revuelo de gente. Don Víctor era un sacerdote viejecito que confesaba diariamente en el santuario de Fátima. Era el que mejor conocía las entretelas de la ciudad. Andaba a saltitos, menudamente. Hablaba con rapidez, vertiginosamente y nos acogía siempre con cariño, agarrándonos del brazo. Don Víctor se había atraído una buena clientela.
Carvajal era uno de los fijos de don Víctor. Se confesaría, lógico, de todas sus andanzas con Maruja.
-Me acusó también de que he comentado con mis compañeros muchas de estas cosas.
-Bueno, bueno qué más.
-Nada más, padre.
-Bueno, pues hala, hay que animarse y luchar todo lo posible.....-le decía, le seguía diciendo don Víctor-.
Carvajal ya no escuchaba la conclusión final. Se sentía liberado. Rezaba los tres padrenuestros y entraba en el salón transformado y con unas ganas enormes de enmienda.
Allí mismo en los bancos de la capilla nos preguntábamos.
-¿Qué te puso de penitencia?
-Tres padrenuestros.
-A mí también.
Sólo una vez que a Ramírez le puso tres padrenuestros, un credo y una salve, quedamos intrigados. Los pecados de Ramírez tenían que ser muy gordos para que don Víctor cambiara su tradicional penitencia
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Días como aquellos le recordaban a Ovidio las tareas sosegadas e inmensamente plácidas de su pueblo, a la orilla del río. El año pasado a estas alturas ya soñaba con la fiesta de su pueblo y con sus amigos los que estaban con los frailes, que solo tenían un mes de vacaciones, el mes de julio. Iban a nidos de verderón por la mañana después de misa y por las tardes al ponerse el sol, acabado el rosario, colocaban rateles con cebo de anca de rana que se cargaban de cangrejos como moscas.
Uno de sus amigos estaba en los dominicos. Siempre discutía con él sobre si sabía más santos dominicos que curas. Cogían cada uno un misal. El misal de su amigo tenía todos los propios de beatos y santos de la orden.
-¿Ves como hay más que curas?
Ovidio se tenía que callar. Quedaba incómodo. Una vez le había salido con esta:
-Pero San Pedro y los demás apóstoles eran curas. No pertenecían a ninguna orden.
Las discusiones se acababan cuando uno proponía el plan de diversión para aquel día.
A Ovidio todos estos recuerdos le parecían lejanos e irrepetibles. Se le hacían fugaces cuando más preocupado estaba. Ahora vivía una tortura interior que le alejaba de aquellos momentos felices, se los dejaba inalcanzables. De buena se había librado hoy mismo con lo de los grillos, aunque no las tenía todas consigo pues pensaba que alguien podía ir con el cuento al superior. El mismo Carvajal que tanto hablaba contra los chivatos, le podía decir. "Desde luego no se puede confiar en él, se le vio el otro día cuando me acerqué en el patio y se callaron como muertos, lo más seguro es que estaban hablando de mí".
El lunes fue distinto. Comenzaba una semana de vísperas. Se preparaba la exposición de dibujo en la sala de visitas. Los latinos ensayábamos la tabla de gimnasia para el domingo que era el ‘Día de la Madre’. Salía muy bien, decían los que estaban en la enfermería convalecientes y se distraían mirando tras los visillos. Esto de la exhibición le gustaba mucho al rector. Decían los filósofos que los canónigos se habían opuesto a que vistiéramos con pantalón corto y camiseta de deporte, pero que el rector había dicho que en el seminario mandaba él y los había hecho callar y no sólo eso sino que los teólogos tonsurados también jugaban con pantalón corto aunque les exigían una gorra para no escandalizar a los latinos.
Aquellos días don Teodosio nos trajo por la calle de la amargura con tanto ensayo. Se había empeñado en que cantáramos el domingo "La creación" de Haind. Había que subir mucho en aquella frase de " En el segundo día de la creación....".
A Ovidio que cantaba como tiple primero lo cambió a tiple segundo porque no subía.
Pero tanto Ovidio como Valencia cantaban con tristeza, sin ganas. Yo pensaba que a Ovidio algo le pasaba, porque todos lo decían, que desde lo de la comunión se le veía extraño y quizá eso podía haber influido en el cambio de la voz. Yo mismo estaba perdiendo voz con tanto solo en la capilla y tanto entonar en las ‘flores’ del mes de mayo.
Lo de Valencia era otra cosa. Su tristeza crecía a medida que nos acercábamos al domingo. Sabía que no iba a venir nadie de su casa y que todos estaríamos ese día acompañados de nuestras madres. Además seguro que le había impresionado la plática de Don Ramón cuando dijo que todos teníamos dos madres, una en la tierra y otra en el cielo. Yo enseguida pensé en Valencia y en cómo diría esas cosas don Ramón sabiendo como sabía que había muchos que habían perdido a su madre.
El ‘Día de la Madre’ no rigió el horario, ni se nos controló. A eso de las once de la mañana nos reunimos con nuestros padres en el claustro de abajo, les acompañamos a visitar la exposición de dibujo, les enseñamos nuestras habilidades.
Por una vez veíamos el claustro lleno de colorido y variedad y no la monotonía gris o negra de nuestros uniformes.
Después de la misa, la exhibición gimnástica y toda la tarde libre para salir con nuestros padres hasta la hora de la velada. La velada fue muy divertida. Los de la "Scola" cantamos, y los filósofos una zarzuela 'Isidrín' que fue un éxito.
Pero lo mejor del día, la libertad, saber que no tienes que estar pendiente de la campana a cada momento.
Carvajal aprovechó para encontrarse con Maruja en la exposición. La puerta estaba franca aquel día. Ismael se apostó al lado de su lámina para escuchar los comentarios y elogios de la gente. Valencia se pasó el día con los padres de una de su pueblo que estudiaba cuarto. Ovidio fue un misterio. No había escrito la carta invitando a sus padres a la fiesta. No se le vio en todo el día pero apareció puntual a la hora de cantar.
A partir de esta fecha cambiaban las cosas. Había que estudiar de duro porque el final de curso ya estaba encima. Era una delicia ver el salón en una hora de estudio. Los codos clavados en las almohadillas y las manos sujetando la frente y con un silencio absoluto, por algo nos habían enseñado a estudiar sin repetir en voz alta. A principio de curso los nuevos traían las manías de la escuela:
-Esos papagayos que cierren la boca.
A fuerza de prohibiciones aprendimos a estudiar, a respetar el silencio necesario.
Los desahuciados perdían el tiempo dibujando y a veces, si estaban juntos, jugando a los barcos. Pero la mayoría estudiábamos para asegurar la nota que nunca se nos decía. Hasta el último día no estaba asegurada. Lo cierto es que allí se cumplía con lo de "coge fama y échate a dormir", si no que se lo dijeran a Carvajal que estaba viviendo de las rentas y los profesores lo tenían en muy buen concepto y eso que andaba pez con frecuencia. Pero otros no se salvaban ni con milagros, por ejemplo los que estaban en el banco de la paciencia o en el pelotón de los torpes.
Don Albino llevaba diciendo qué se yo cuantas veces:
-los que están en el limbo que procuren salir pronto porque de lo contrario los veo en globo.
El limbo eran los diez últimos puestos de la clase. Según la técnica empleada, los que menos sabían, siempre los más nerviosos, los que no encajaban con rapidez las respuestas, se veían postergados y precedidos por sus compañeros.
Ovidio había caído últimamente en el limbo de la clase de latín. Se encontraba torpe analizando. No entendía el galimatías de las oraciones ni el uso del 'ut'. Lo había intentado todo pero no era posible. Perdía el tiempo de estudio con sus preocupaciones, se despistaba a la primera. Le dolía llegar a casa con un suspenso cuando el año pasado había obtenido una nota media de ‘beneméritus’.
Si al menos tuviese algo de tranquilidad podía dedicarle más tiempo a las oraciones, era cuestión de cogerle el tranquillo. Pero Ovidio no estudiaba. La verdad es que no podía estudiar. Se pasaba los estudios con el libro delante y siempre en la misma página y siempre pensando en otras cosas. Le daba vueltas a la cabeza, el recuerdo le arrancaba toda capacidad de concentración. Se debatía en una lucha descomunal porque perdía sueño, alegría, confianza en sí mismo y ganas de trabajar. Todas sus energías se disolvían. Su decisión de seguir comulgando a costa de lo que fuera le roía interiormente. No se había acostumbrado. Todos los días tenía que plantearse un nuevo esfuerzo para que le dejaran en paz. Esto era lo que intentaba, que le dejaran en paz. Pero todo a costa de quedarse él sin la paz necesaria para poder vivir a gusto. Ante los demás compañeros no cabían sospechas, hacía lo que todos pero la idea de su doble vida, de su vida interior no le dejaba tranquilo. Era mucho para él solo, tanto que se tenía que resentir el estudio y hasta su sistema nervioso. Tenía sueños y pesadillas que le hacían insoportable el dormir. Temía no despertar el día siguiente. Quizá morir. Y condenarse. Varias veces había pasado por su imaginación descargar la conciencia con don Víctor en uno de esos días que venía a confesar, pero sabía que su confesión sería larga y todos se darían cuenta y empezarían a intrigarse. Podía ir a confesarse el último cuando ya no hubiera espías, así se podría desahogar sin la sospecha de sus compañeros. Seguir así se le hacía cada vez más insufrible. Empezaba a ver en la confesión la liberación de su angustia. Probablemente si los estudios le iban tan mal era porque se había olvidado de Dios, pensaba. A lo mejor conseguía estudiar con el entusiasmo del primer trimestre y, a no ser que don Víctor le exigiera confesar su culpa públicamente. Tenía que explicárselo todo bien. Confiaba que le entendería. Sólo hacía falta un empujoncito. Ya estaba decidido a hacerlo.
Don Víctor solía venir los viernes durante el estudio de la noche. Se colocaban el concesionario de la derecha, en la capilla grande.
Sonó el teléfono en el pasillo del salón. Salió el encargado y comunicó el recado al pasante.
-Está don Víctor para confesar.
Se levantó un revuelo de gente. Don Víctor era un sacerdote viejecito que confesaba diariamente en el santuario de Fátima. Era el que mejor conocía las entretelas de la ciudad. Andaba a saltitos, menudamente. Hablaba con rapidez, vertiginosamente y nos acogía siempre con cariño, agarrándonos del brazo. Don Víctor se había atraído una buena clientela.
Carvajal era uno de los fijos de don Víctor. Se confesaría, lógico, de todas sus andanzas con Maruja.
-Me acusó también de que he comentado con mis compañeros muchas de estas cosas.
-Bueno, bueno qué más.
-Nada más, padre.
-Bueno, pues hala, hay que animarse y luchar todo lo posible.....-le decía, le seguía diciendo don Víctor-.
Carvajal ya no escuchaba la conclusión final. Se sentía liberado. Rezaba los tres padrenuestros y entraba en el salón transformado y con unas ganas enormes de enmienda.
Allí mismo en los bancos de la capilla nos preguntábamos.
-¿Qué te puso de penitencia?
-Tres padrenuestros.
-A mí también.
Sólo una vez que a Ramírez le puso tres padrenuestros, un credo y una salve, quedamos intrigados. Los pecados de Ramírez tenían que ser muy gordos para que don Víctor cambiara su tradicional penitencia
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