E. S. D.
Domingo, 10 de Julio de 2022

Terminanatemente prohibido (XIII)

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(...)

 

Ovidio seguía sentado en el salón esperando que aflojara la avalancha. Ya volvían algunos. Don Víctor era muy rápido confesando y como se juntara con enormes colas de penitentes, más.

 

Ovidio se levantó de su sitio y le pidió permiso al pasante.

-¿Puedo salir a confesarme?

-¿Por qué no saliste cuando todos?

-Es que éramos muchos. Y para estar esperando.

-Hala, vete.

 

Bajó las escaleras de madera y entró en la capilla. Se arrodilló y esperó sentado a que le tocara el turno. Le preocupaba sobre todo cómo empezaría a contarle la historia. Era tan difícil y habían pasado tantas cosas. Pensó que lo mejor era empezar por lo último, que era lo más grave. Recordaba la oración de antes de la comunión que traía el misal "non mihi provenían in iuditium etc condemnationem" y que el P. Molina traducía "no sea para mí ocasión de juicio y condenación". Después ya saldría todo lo demás. Repasó mentalmente las cosas necesarias para confesarse uno bien. Examen de conciencia. Había pensado tantas veces en sus faltas, le traían tan enfrentado consigo mismo que no había hecho otra cosa desde hacía meses. Contrición de corazón. Tenía que recordar aquella poesía que Don Ramón siempre ponía como ejemplo de perfecta contrición. Cómo empezaba. Ah, sí, "No me mueve mi Dios para quererte el cielo que me tienes prometido, ni me mueve…". Propósito de la enmienda. En esto estaba decidido, dispuesto a no repetir, ya le bastaba la experiencia de la angustia pasada. Confesión de boca. Tengo que fijarme bien en que no se me olvide nada. Satisfacción de obra. Eso es cumplir la penitencia o lo que me mandé hacer. La cumpliré cuanto antes no me vaya a ocurrir como otras veces que por pereza de hacerlo enseguida me olvide.

 

Ya se había puesto de pie. Solo quedaba uno delante de él. Don Víctor lo despachó enseguida.

 

Ovidio se acercó tembloroso al confesionario. D. Víctor se fijaba en sus penitentes, sabía sus nombres y hasta preguntaba por el cura del pueblo.

 

Ovidio se arrodilló.

-Ave María Purísima

-Sin pecado concebida.

-Hace dos meses por lo menos que no me confieso.

-¿Qué te ha pasado para tardar tanto tiempo?

-Es que…

 

Ovidio estuvo a punto de no contestar, quizá inventar algo. Pero reaccionó interiormente pensando que tenía que contar la verdad. Don Víctor que notó el titubeo, continuó afectuosamente cogiéndole del brazo:

-Hala, no tengas miedo. Empieza como quieras.

-Llevo mucho tiempo comulgando en pecado.

-¿Aproximadamente cuánto?

-No sé. Un mes o así.

-Bueno, ¿qué más?

 

El verano se me había pasado sin darme cuenta. Estábamos otra vez encerrados y en víspera de ejercicios. Para nosotros los latinos eran una especie de fiesta de cinco días en la que contaban muchos ejemplos, dormíamos más de lo acostumbrado y podíamos leer vidas de santos.

 

Lo peor era estar otra vez en chirona, así decíamos; nos metían enseguida en cintura. Pero los primeros días era imposible desligarse de las añoranzas de las vacaciones.

 

Parecía que sonaban ahí a tres horas de distancia los consejos de Don Ramón previniéndonos de los peligros de las vacaciones. Cuidado con las compañías. Un buen amigo es un tesoro, pero hay tan pocos buenos amigos. Los mejores para vosotros son los seminaristas. Cuidado con las chicas. El diablo a veces se viste con faldas para torcer vuestra vocación. Cuidado con el cine los que vivís en ciudades, son nidos de corrupción. Desde luego no íbamos a tener la mano providente que tapara la escena escabrosa como ocurrió en 'Agustina de Aragón'. Cuidado con los libros. Es preferible que no leáis si no sabéis que libro tenéis entre manos. Los de texto son los mejores y los más útiles. La primera visita que hagáis después de llegar a casa tiene que ser al señor cura. Procurad ayudarle todos los días a misa y poneos a su disposición para lo que necesite. No dejéis nunca la meditación, ni la lectura espiritual. Pedirle al señor cura algún libro edificante.

 

Todo aquel mundo de prevenciones nos hacía ser cautelosos y desconfiados los primeros días, pero después las cosas se hacían normales, no había tantos túneles tenebrosos como nos anunciaban.

 

La verdad era muy distinta. Mis mejores amigos seguían siendo Fernando y Gabriel, que no eran seminaristas. Nos reuníamos siempre al atardecer, jugábamos a guardias y ladrones y hacíamos montañismo por el Teso Redondo.

 

Recordaba las escaladas a los negrillos de la Cuesta de los Bolos, las grandes fogatas para asar patatas y las mañanas en que cogíamos la escopeta de perdigón y nos íbamos a la Forti, pero sobre todo el día de Santiago que fuimos todos los de casa de excursión y nos encontramos con la familia de Gabriel.

 

A mí me recordaba las tardes de merienda-cena en el mes de mayo.

-Mamà, voy con Gabriel hasta la peña de la herradura.

 

Pero lo cierto era que también venía con nosotros María José, la hermana de Gabriel que ya tenía 15 años y estaba muy guapa. Subimos a la peña. Ella se hacía la inútil, se agarraba a los tomillos y acabó por pedirme que la ayudara dándole la mano. Su mano estaba suave. No olvidaré nunca aquella suavidad. Durante varios días continuaba sintiendo en mi mano el contacto de su piel y hasta me daba pena lavarme pues me parecía que me despojaba de aquella sensación tan deliciosa. Las chicas no eran demonios como opinaba don Ramón. Eran ángeles pensaba yo, pero a continuación tenía que sujetar mis pensamientos porque don Ramón podía tener razón.

 

Qué bien lo habíamos pasado con Melampo, el perro que le regalaron a Alicia. Era una monada de perro. Todo blanco, con unas pintas negras y chiquitín. Alicia lo cuidaba como a su cara, lo bañaba en el balde en el jardín de casa, lo paseaba por la Eragudina hasta que un día llegó llorando a casa. Mamá toda asustada. "Pero que te pasa, hija". Alicia respondía llorando. Mamá muy nerviosa no hacía más que repetirle "Pero dime qué te pasa" Y Alicia "mató un coche al Melampo". "Pues hija -decía mamá- que otra pérdida mayor no venga". Yo me hacía el fuerte dándole la razón a mamá pero de buena gana hubiera llorado también.

 

Llorar era cosa de chicas y además por un perro…

 

Había estado en Albares, el pueblo de mamá, antes del campamento. Lo había pasado muy bien sobre todo la tarde de las majas cuando los mozos golpeaban las espigas con los porros. Un día había dormido dentro del almiar que a mí me recordaba las chozas africanas del libro de geografía y habíamos jugado al corro todos los primos después de comer tortas con miel. Mi prima Mari Carmen me quería mucho y me tenía por un chico muy listo. Siempre me estaba preguntando "¿Cómo se dice ventana en latín?" "Fenestra" "¿Y puerta?" "Porta", le respondía yo. "Eso es en gallego". "En latín también se dice así". Jugábamos a Mambrú. Yo era Mambrú y ella cantaba lo de "Mambrú se fue a la guerra", cubierta con una pañoleta de mi tía. Después yo llegaba allí y hacía como que se sorprendía y nos reíamos mucho.

 

Estando en Albares había recibido dos cartas remitidas desde casa. Una la enviaba al superior y la otra Valencia. La del superior estaba escrita a ciclostil y me comunicaba que el 16 de agosto empezaría el campamento en el lago. Valencia me contaba que lo pasaba muy bien pero que tenía muchas ganas de verme y que ya pronto tendríamos oportunidad de estar juntos cuando fuéramos al campamento.

 

El campamento había sido de excepción. Primero aquel traslado en coche de línea. Noventa kilómetros de chistes, canciones y vomitones. Y la parada oficial a la orilla del pinar. "A los árboles" gritó no sé quién. Y todos nos lanzamos campo a través, en busca de árbol. Llegamos al lago ya oscurecido. No supimos en dónde estábamos. Montamos la tienda y a la mañana siguiente cuando tocaron para levantarnos vimos el lago plácido y azul a los pies de la montaña.

 

Ahora no podíamos ni por asomo hacer las diabluras del campamento. Aquí estábamos controlados pero allí no había pasantes y nos atrevíamos a todo. "Hay que tirarles la tienda a los mandos", decía Ramírez. Nadie ponía dificultades. Parecía hasta lógico que se hiciera. A las tres de la mañana nos levantamos. Ramírez sabía muy bien cómo hacerlo. Hablábamos bajo. "Cada uno que tense una de las cuerdas; vosotros mientras desclavad las estacas". "A la una a las dos y a las tres. Soltad". Todo perfecto. El estaribel de lona se desinfló sobre los mandos que dormían. Echamos a correr, nos metimos en la tienda como si tal cosa. Ramírez observaba desde nuestra tienda los movimientos. Nos informaba "Ahora salió Franganillo", "están tensando las cuerdas", "deben estar de un humor de perros".

 

El plan había salido perfecto. Se callaron como muertos. Seguro que esperaban sorprendernos otro día pero ya no hubo lugar porque el día siguiente vino el rector al campamento y con el rector allí no era como para gastar bromas a nadie.

 

El nuevo rector parece buena persona. Me dio buena impresión en el saludo de presentación. Esta esperanza ha logrado aliviarme de la sensación de encierro de los primeros días. Pero cualquiera sabe, también el otro daba buena impresión, sonreía, tomaba el pelo y después nos salía con aquellos interrogatorios. No nos había dicho adiós, ni cuando estuvo en el campamento y seguro que entonces ya sabía que se iba. De todas formas se había portado muy bien en el campamento y participaba en los juegos de la noche, pero de vez en cuando salía por sus fueros como la noche en que Valencia salió a cantar. Nos tocó actuar a nuestro grupo. Ramírez hizo unos juegos de manos que había aprendido en un libro de magia, Pascual hizo el payaso con un pañuelo que doblaba y desdoblaba sin cesar, hasta que acabó por limpiarse su nariz hecha con media pelota de ping pong. Yo recité una poesía de los hermanos Álvarez Quintero. Estaba resultando todo muy bien. Valencia salió a cantar una canción de moda, yo le acompañaba con la armónica:

 

"Qué lindo está Santa Cruz

Cuando va muriendo el día…

 

Y acababa:

Mientras tu boca y la mía

Se besan bajo las rosas."

 

El rector se levantó como una exhalación, dio dos palmadas:

-Niños, niños, eso no se puede cantar.

 

Allí había acabado el fuego de campamento.

-Mañana os veréis conmigo después de desayunar, nos había dicho. Eso fue la gran tortura. "¿Qué pasará mañana?" Entre sueños imaginaba la entrevista. Fuimos a su encuentro nada más desayunar. Lo encontramos rezando el breviario muy cerca del mástil. "Buenos días señor rector", le saludamos a coro. "¿Cómo cantasteis ayer aquella canción?". Nosotros pensábamos que habíamos cantado una canción de moda muy bonita, no ‘aquella’ canción. "¿Dónde la aprendisteis?" "En el pueblo”, contestó Valencia. "Qué no se vuelva a repetir".

 

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