Terminantemente prohibido (XIV)
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(...)
Esta es la última imagen que conservo del rector. A los pocos días desapareció y quedamos en manos del jefe de campamento que nos explicaba la consigna y se ponía muy firme y muy serio en la ceremonia de izar y arriar bandera. Era muy buena persona y hasta se dejaba tomar el pelo. El peor era Franganillo que nos pegaba unas sesiones interminables de gimnasia, que acabábamos rendidos, en represalia por la faena de la tienda. Pero si lo cogíamos de buenas era un cacho de pan. Se hizo muy famoso en un fuego de campamento que hicieron los mandos. Intervino él y contó un chiste del que nadie entendimos nada. El chiste era muy largo y era a cada momento diciendo "y vino el otro señor y no dijo ni pío".
Desde aquel día Franganillo se llamó 'Ni pío'. Nos enseñaba canciones de marcha pero enseguida le hacíamos cambiar a
Una sardina, dos sardinas,
Tres sardinas y un gato
Se apostaron la manera
De salirse de un zapato.
Le rodeábamos sentados en el suelo. Por la tarde marchábamos al lago a bañarnos, con las almendras de la merienda en el bolsillo.
Una noche nos tiraron la tienda a nosotros. Ramírez se puso muy contento porque lo que quería él era juerga. Desde aquella noche salimos a tirar tiendas. "Caiga quien caiga", decía Ramírez. "A por esta". Todo se venía abajo. Ramírez fumaba en la tienda y había agujereado la lona con el cigarrillo para inspeccionar los tiratiendas y por si venían otra vez por nosotros.
Todavía me duraba la morriña del primer día. Ya no saldríamos de aquellos muros hasta Navidad. Otra vez haciendo las camas y el pasante encima. "¿De quién es esta madriguera?". "De Gutiérrez". "¿Y dónde está ese señor?". "Debió ir al servicio". Y llega Gutiérrez con su jarrón de agua a punto y el pasante "¿Eres tu el autor de esta obra de arte?". "Sí señor". Y Gutiérrez todo apurado estirando la colcha. "Esto hay que deshacerlo desde los cimientos". Era mejor en el campamento que solo había una colchoneta y una manta y no había pasantes quisquillosos, aunque pasaban revista de aseo y te miraban las uñas y te sacaban los colores si la llevabas de luto. "¿Quién se te ha muerto?" El verdadero luto vino la mañana última del campamento. Nos íbamos a las tres de la tarde. Muchos en coche otros buscaban combinaciones directas para llegar a casa. Nadie hablaba. Las caras largas como fantasmas. Ya nos habíamos acostumbrado a una felicidad compartida. Nos costaba separarnos. Pero todo había pasado enseguida. Después de un viaje sin canciones, con ganas de hacer la digestión y descabezando un sueño en la butaca del coche, llegamos a la puerta del seminario. Y en casa mamá esperando. "¿Qué tal hijo?". "Bien". "¿Qué tal lo pasasteis?". "Estupendamente". Y ella "vienes muy moreno". Y yo "del sol mamá". "¿Os daban bien de comer?" "Por la mañana -decía yo recordando la lectura de la minuta- para desayunar café con leche, pan y membrillo. Y el pan de pueblo y muy rico". "¿Cómo no escribiste a casa?" Y yo, "pero si estaba bien". Y ella,"pero nosotros preocupados. Ya decía tu padre, este chaval se olvidó de nosotros".
Entonces ya quedaban pocos días para venir, pocos para lo que yo deseaba. Mamá muy diligente ya había empezado a marcarme la ropa nueva. Me la iba metiendo cuidadosamente en el baúl donde reposaban tantas cosas que ni siquiera había tocado en el verano. Mamá me decía "no has tocado un libro en todo el verano". "Para eso aprobé, mamá". Ella insistía "eso no tiene nada que ver para que cojas un libro y repases. Siempre te vendrá bien". Alicia salía en mi ayuda "Déjalo mamá, no le amargues los últimos días". Yo siempre le agradecía a Alicia estas intervenciones de defensa. Mamá aceptaba, tenía que aceptar porque yo me iba a buscar a Gabriel, que me contaba cómo había pasado las fiestas y yo le contaba mis andanzas por el lago. A Gabriel se le hacía la boca agua de interés cuando le relataba minuciosamente todo lo que hacíamos en el campamento. Yo al contrario añoraba el clima de fiesta que él había vivido, la gente, las sillas de los tiovivos, las barracas y la salida de los gigantes y cabezudos. También me dijo que se había colado en los toros y me explicó el argumento de una película de tiros que había visto con Fernando.
Nunca entendió Gabriel que yo no quisiera ir al cine. "¿Porque no os dejan ir?" "Dicen que son muy verdes las películas". "Pero vamos a la sesión infantil al ‘Asturic’ que echan el Gordo y el Flaco". "¿Y si se enteran en el seminario?" "No sé quién se lo va a decir". Gabriel terminó por convencerme, y no una sino muchas veces. Decidimos ir al cine los domingos.
Esos primeros días eran muy aburridos. Nos veíamos extraños. Recontábamos los que la habían colgado. A mí me gustaba comentar estas cosas con Floro o con Valencia con quienes tenía más confianza. A Floro le habían tratado algo durante el verano cuando organizamos el campeonato de ping pon. Era un poco fanfarrón, se las daba de jugar bien, sin embargo yo le ganaba muchas veces. Armendáriz que iba a tocar el piano y acudía al ruido del peloteo, me decía por lo bajo: "mira Floro que chulín, se las da de saber". "Pues de poco le vale", respondía yo. Floro tenía lo que llamábamos toque de pelota. Pero a mí no me cogía el saque casi nunca. Le medía el cruce al ángulo y la devolvía fuera. Él nos enseñó el lenguaje técnico del juego. Donde nosotros decíamos 'fuera', 'mate', 'sacas tú'; él decía 'aut', 'smatch', 'servicio' y eso le daba una superioridad sobre nosotros. A Armendáriz le ganábamos como queríamos y eso que era mayor pero también él nos ganaba a todos en música. Quise hacerme su amigo porque don Teodosio le había dicho a mi padre que por qué no estudiaba piano y mi padre vino con la historia a casa. Papá me había dicho "¿Te gustaría estudiar piano?". "Sí", le dije. Como era verdad, a mí la música me gustaba con locura. "Me encontré con don Teodosio -le decía a mi madre- y me dijo que tenía cualidades para tocar".
El piano era un ‘Player’ barnizado en negro, de teclas amarillentas. Estaba un poco desafinado pero no importaba porque era el destinado para principiantes. Se me hacía muy difícil las primeras veces tocar los ejercicios. Do, mi, sol, do, sol, mi, sol, mi, do. Primero con la mano derecha en la escala de Sol. Después entraba en funciones la mano izquierda. Esto era lo difícil. Había que repetir siempre. Don Teodosio decía "más deprisa". "No puedo, me confundo". "Vuelves a repetir. Tienes que soltarte”. Comenzaba otra vez, "no levantes la mano. Mueve solo el dedo". Yo lo intentaba. Él decía "así". Me estaba resultando muy pesado aprender piano. Armendáriz me había dejado una partitura arreglada del ‘Para Elisa’ de Beethoven. Un día me sorprendió don Teodosio tocàndola. "Tú quieres empezar la casa por el tejado". Retiré rápidamente la partitura y saqué el método. "Mientras no toques bien el método, te prohíbo que toques otras cosas. ¿No ves que coges vicios?". Me iba a cansar pronto, no había duda.
Al cruzar en fila por el pasillo donde habían estado las mesas de ping pon, notaba un vacío. Ya no estaban. Nunca supe donde metían las mesas durante el curso. Lo cierto es que no podíamos jugar, sin duda, pensaban, porque éramos muchos. Habían desaparecido tres días antes de entrar. Aquel día se habían acabado las vacaciones. El superior nos había cogido a Floro y a mí y nos había hecho etiquetar las camas de todos los dormitorios. Después nos tomábamos la revancha saltando sobre los somieres. Desde aquel día sabíamos dónde nos iba a tocar dormir durante todo el año. En casa ya me notaban triste. "¿Tienes morriña, eh?" Yo no afirmaba ni negaba. Mi silencio era suficiente afirmación. Mamá me hacía el baúl, me lo colocaba todo en su sitio. Era una maravilla lo bien colocado que estaba. A mí no me cabía ni la mitad de las cosas. Me informaba: "Te he puesto diez pañuelos". A mí me causaba asombro y ella se disculpaba, "por si tienes catarro" y solícitamente añadía, "lleva siempre uno en el bolsillo". Cuando mamá me había llenado de recomendaciones era el último día. "Tú cuando tengas frío te pones los guantes, a ver si este año no te salen sabañones". "Sí mamá". "Tápate bien por las noches. Llevas dos mantas, la grande si pasas frío, la doblas". "Sí mamá". "Pórtate bien, hijo, y estudia mucho". "Si mamá". La tarde había sido lo peor había merendado en casa. Mamá me puso una tosta de pan untada con mantequilla y un montón de azúcar. Al anochecer le di un beso a mamá y otro a Alicia. A mamá se le humedecieron los ojos pero me había dicho: "no tengas morriña hijo. Total el domingo vamos a ir a verte". Papá no estaba pero se había preocupado de que Eliseo que trabajaba en casa me llevara el baúl y el colchón en el carretillo. En la plaza del seminario aún había carros con todo blanco donde venían los de la Valduerna, y mucho trasiego de seminaristas con chaquetillas raquíticas y pasadas de moda. Eliseo me subió el baúl hasta el dormitorio. Algunos estaban haciendo la cama. Me encontré con Valencia. Me dio la mano y un abrazo golpeándome la espalda.
Así había empezado el curso. Ya estaba dentro pero alimentado aún por el aire de fuera. El rosario, la cena, la primera noche, las perchas corridas en las que colgábamos por unos meses las chaquetas. Al despertarme creía estar en casa pero tenía que aceptar la realidad de aquel internado. Se me hacían cuesta arriba los horarios, las filas, los libros nada atractivos. Extrañaba a los amigos, los de siempre, los que conocían mi infancia, no aquellos impuestos por las circunstancias, a los que solo me unía la tristeza de la reclusión y la vida monótona. Yo nunca los había creído mis amigos. Convivíamos, nos cubríamos mutuamente el desamparo y a veces hasta llegábamos a pensar que realmente éramos amigos, pero no, eran compañeros de fatigas, de castigos, de dormitorio, de estudio. Había intereses por medio. Nos necesitábamos, no nos queríamos.
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![[Img #59348]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/07_2022/6005_e53958.jpg)
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Esta es la última imagen que conservo del rector. A los pocos días desapareció y quedamos en manos del jefe de campamento que nos explicaba la consigna y se ponía muy firme y muy serio en la ceremonia de izar y arriar bandera. Era muy buena persona y hasta se dejaba tomar el pelo. El peor era Franganillo que nos pegaba unas sesiones interminables de gimnasia, que acabábamos rendidos, en represalia por la faena de la tienda. Pero si lo cogíamos de buenas era un cacho de pan. Se hizo muy famoso en un fuego de campamento que hicieron los mandos. Intervino él y contó un chiste del que nadie entendimos nada. El chiste era muy largo y era a cada momento diciendo "y vino el otro señor y no dijo ni pío".
Desde aquel día Franganillo se llamó 'Ni pío'. Nos enseñaba canciones de marcha pero enseguida le hacíamos cambiar a
Una sardina, dos sardinas,
Tres sardinas y un gato
Se apostaron la manera
De salirse de un zapato.
Le rodeábamos sentados en el suelo. Por la tarde marchábamos al lago a bañarnos, con las almendras de la merienda en el bolsillo.
Una noche nos tiraron la tienda a nosotros. Ramírez se puso muy contento porque lo que quería él era juerga. Desde aquella noche salimos a tirar tiendas. "Caiga quien caiga", decía Ramírez. "A por esta". Todo se venía abajo. Ramírez fumaba en la tienda y había agujereado la lona con el cigarrillo para inspeccionar los tiratiendas y por si venían otra vez por nosotros.
Todavía me duraba la morriña del primer día. Ya no saldríamos de aquellos muros hasta Navidad. Otra vez haciendo las camas y el pasante encima. "¿De quién es esta madriguera?". "De Gutiérrez". "¿Y dónde está ese señor?". "Debió ir al servicio". Y llega Gutiérrez con su jarrón de agua a punto y el pasante "¿Eres tu el autor de esta obra de arte?". "Sí señor". Y Gutiérrez todo apurado estirando la colcha. "Esto hay que deshacerlo desde los cimientos". Era mejor en el campamento que solo había una colchoneta y una manta y no había pasantes quisquillosos, aunque pasaban revista de aseo y te miraban las uñas y te sacaban los colores si la llevabas de luto. "¿Quién se te ha muerto?" El verdadero luto vino la mañana última del campamento. Nos íbamos a las tres de la tarde. Muchos en coche otros buscaban combinaciones directas para llegar a casa. Nadie hablaba. Las caras largas como fantasmas. Ya nos habíamos acostumbrado a una felicidad compartida. Nos costaba separarnos. Pero todo había pasado enseguida. Después de un viaje sin canciones, con ganas de hacer la digestión y descabezando un sueño en la butaca del coche, llegamos a la puerta del seminario. Y en casa mamá esperando. "¿Qué tal hijo?". "Bien". "¿Qué tal lo pasasteis?". "Estupendamente". Y ella "vienes muy moreno". Y yo "del sol mamá". "¿Os daban bien de comer?" "Por la mañana -decía yo recordando la lectura de la minuta- para desayunar café con leche, pan y membrillo. Y el pan de pueblo y muy rico". "¿Cómo no escribiste a casa?" Y yo, "pero si estaba bien". Y ella,"pero nosotros preocupados. Ya decía tu padre, este chaval se olvidó de nosotros".
Entonces ya quedaban pocos días para venir, pocos para lo que yo deseaba. Mamá muy diligente ya había empezado a marcarme la ropa nueva. Me la iba metiendo cuidadosamente en el baúl donde reposaban tantas cosas que ni siquiera había tocado en el verano. Mamá me decía "no has tocado un libro en todo el verano". "Para eso aprobé, mamá". Ella insistía "eso no tiene nada que ver para que cojas un libro y repases. Siempre te vendrá bien". Alicia salía en mi ayuda "Déjalo mamá, no le amargues los últimos días". Yo siempre le agradecía a Alicia estas intervenciones de defensa. Mamá aceptaba, tenía que aceptar porque yo me iba a buscar a Gabriel, que me contaba cómo había pasado las fiestas y yo le contaba mis andanzas por el lago. A Gabriel se le hacía la boca agua de interés cuando le relataba minuciosamente todo lo que hacíamos en el campamento. Yo al contrario añoraba el clima de fiesta que él había vivido, la gente, las sillas de los tiovivos, las barracas y la salida de los gigantes y cabezudos. También me dijo que se había colado en los toros y me explicó el argumento de una película de tiros que había visto con Fernando.
Nunca entendió Gabriel que yo no quisiera ir al cine. "¿Porque no os dejan ir?" "Dicen que son muy verdes las películas". "Pero vamos a la sesión infantil al ‘Asturic’ que echan el Gordo y el Flaco". "¿Y si se enteran en el seminario?" "No sé quién se lo va a decir". Gabriel terminó por convencerme, y no una sino muchas veces. Decidimos ir al cine los domingos.
Esos primeros días eran muy aburridos. Nos veíamos extraños. Recontábamos los que la habían colgado. A mí me gustaba comentar estas cosas con Floro o con Valencia con quienes tenía más confianza. A Floro le habían tratado algo durante el verano cuando organizamos el campeonato de ping pon. Era un poco fanfarrón, se las daba de jugar bien, sin embargo yo le ganaba muchas veces. Armendáriz que iba a tocar el piano y acudía al ruido del peloteo, me decía por lo bajo: "mira Floro que chulín, se las da de saber". "Pues de poco le vale", respondía yo. Floro tenía lo que llamábamos toque de pelota. Pero a mí no me cogía el saque casi nunca. Le medía el cruce al ángulo y la devolvía fuera. Él nos enseñó el lenguaje técnico del juego. Donde nosotros decíamos 'fuera', 'mate', 'sacas tú'; él decía 'aut', 'smatch', 'servicio' y eso le daba una superioridad sobre nosotros. A Armendáriz le ganábamos como queríamos y eso que era mayor pero también él nos ganaba a todos en música. Quise hacerme su amigo porque don Teodosio le había dicho a mi padre que por qué no estudiaba piano y mi padre vino con la historia a casa. Papá me había dicho "¿Te gustaría estudiar piano?". "Sí", le dije. Como era verdad, a mí la música me gustaba con locura. "Me encontré con don Teodosio -le decía a mi madre- y me dijo que tenía cualidades para tocar".
El piano era un ‘Player’ barnizado en negro, de teclas amarillentas. Estaba un poco desafinado pero no importaba porque era el destinado para principiantes. Se me hacía muy difícil las primeras veces tocar los ejercicios. Do, mi, sol, do, sol, mi, sol, mi, do. Primero con la mano derecha en la escala de Sol. Después entraba en funciones la mano izquierda. Esto era lo difícil. Había que repetir siempre. Don Teodosio decía "más deprisa". "No puedo, me confundo". "Vuelves a repetir. Tienes que soltarte”. Comenzaba otra vez, "no levantes la mano. Mueve solo el dedo". Yo lo intentaba. Él decía "así". Me estaba resultando muy pesado aprender piano. Armendáriz me había dejado una partitura arreglada del ‘Para Elisa’ de Beethoven. Un día me sorprendió don Teodosio tocàndola. "Tú quieres empezar la casa por el tejado". Retiré rápidamente la partitura y saqué el método. "Mientras no toques bien el método, te prohíbo que toques otras cosas. ¿No ves que coges vicios?". Me iba a cansar pronto, no había duda.
Al cruzar en fila por el pasillo donde habían estado las mesas de ping pon, notaba un vacío. Ya no estaban. Nunca supe donde metían las mesas durante el curso. Lo cierto es que no podíamos jugar, sin duda, pensaban, porque éramos muchos. Habían desaparecido tres días antes de entrar. Aquel día se habían acabado las vacaciones. El superior nos había cogido a Floro y a mí y nos había hecho etiquetar las camas de todos los dormitorios. Después nos tomábamos la revancha saltando sobre los somieres. Desde aquel día sabíamos dónde nos iba a tocar dormir durante todo el año. En casa ya me notaban triste. "¿Tienes morriña, eh?" Yo no afirmaba ni negaba. Mi silencio era suficiente afirmación. Mamá me hacía el baúl, me lo colocaba todo en su sitio. Era una maravilla lo bien colocado que estaba. A mí no me cabía ni la mitad de las cosas. Me informaba: "Te he puesto diez pañuelos". A mí me causaba asombro y ella se disculpaba, "por si tienes catarro" y solícitamente añadía, "lleva siempre uno en el bolsillo". Cuando mamá me había llenado de recomendaciones era el último día. "Tú cuando tengas frío te pones los guantes, a ver si este año no te salen sabañones". "Sí mamá". "Tápate bien por las noches. Llevas dos mantas, la grande si pasas frío, la doblas". "Sí mamá". "Pórtate bien, hijo, y estudia mucho". "Si mamá". La tarde había sido lo peor había merendado en casa. Mamá me puso una tosta de pan untada con mantequilla y un montón de azúcar. Al anochecer le di un beso a mamá y otro a Alicia. A mamá se le humedecieron los ojos pero me había dicho: "no tengas morriña hijo. Total el domingo vamos a ir a verte". Papá no estaba pero se había preocupado de que Eliseo que trabajaba en casa me llevara el baúl y el colchón en el carretillo. En la plaza del seminario aún había carros con todo blanco donde venían los de la Valduerna, y mucho trasiego de seminaristas con chaquetillas raquíticas y pasadas de moda. Eliseo me subió el baúl hasta el dormitorio. Algunos estaban haciendo la cama. Me encontré con Valencia. Me dio la mano y un abrazo golpeándome la espalda.
Así había empezado el curso. Ya estaba dentro pero alimentado aún por el aire de fuera. El rosario, la cena, la primera noche, las perchas corridas en las que colgábamos por unos meses las chaquetas. Al despertarme creía estar en casa pero tenía que aceptar la realidad de aquel internado. Se me hacían cuesta arriba los horarios, las filas, los libros nada atractivos. Extrañaba a los amigos, los de siempre, los que conocían mi infancia, no aquellos impuestos por las circunstancias, a los que solo me unía la tristeza de la reclusión y la vida monótona. Yo nunca los había creído mis amigos. Convivíamos, nos cubríamos mutuamente el desamparo y a veces hasta llegábamos a pensar que realmente éramos amigos, pero no, eran compañeros de fatigas, de castigos, de dormitorio, de estudio. Había intereses por medio. Nos necesitábamos, no nos queríamos.
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