Mercedes Unzeta Gullón
Sábado, 16 de Julio de 2022

Nueva York, ocho años después

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Es la primera vez, en años, que escribo a mano algo que –me temo- ha de ser más que una simple nota.
Primera vez –ahora si lo sé- en años que me sirvo un vino tinto a estas horas. Son la cinco de la madrugada ¿cuándo si no?, y se ha acabado el Dewar’s. 


Llevo todo el día pensando en las frases posibles para iniciar esta carta…y me salen estas, inauditas, cuando ya no me queda más remedio que ponerme a ello, escribirte, después de un día de intenciones, tras años de deseos, después  de tantos equívocos, vacíos, y entre un mar de memorias que nunca encuentra los vientos de la calma.
Y protesta mi mano cansada de escribir tantas cartas sin respuesta, tantos poemas que nunca encontraron ni su ritmo ni su objetivo en una historia desastrada que aún no me he atrevido a ordenar por temor a leerla en orden  y reconocer que miden años los silencios, décadas las esperas…, siglos la esperanza.

 

Miedo a que una sola mano confiese más de lo que dos dedos profesionales han aprendido a callar  ante una máquina. Cansancio de una muñeca falta de entrenamiento. Temores escondidos en un tiempo callado que he guardado en el silencio inconfesable de una memoria imposible de escribir, de convertirse en letra cuando la gramática conocida sólo me sirve para pagar alquileres y copas. 

 

Y me duele ya la mano. La mano, el tiempo, el silencio y el ahogo de tantas palabras desviadas, de vuelta al corazón, antes de atreverme a leerlas en papeles que nunca tuvieron destino, que jamás pudieron llegar a los sobres del tiempo escondido en el mejor rincón de la memoria.


Difícil esto de escribir una carta prohibida tantos años, censurada por tu presente y dispuesta a someterse a los olvidos necesarios de mis historias. Palabras solo escritas, hasta ahora, en los silencios agobiantes que pretenden un sueño junto a otra almohada, perdidas en las soledades de una distancia impuesta, obligaba. Sonrisas que nunca pudieron ascender a carcajadas.


Y de pronto es tu voz, la memoria de tu sonrisa y el recuerdo imborrable de tu mirada, que se atreve a llegar, en vivo y en directo, hasta una mañana normal de un lunes cualquiera de mi semana.


Un verbo que disparan unos labios en la persona y el tiempo que los años han aprendido a esperar, como una confesión confusa, como una apuesta lograda, como si el tiempo estuviera de pronto sometido tan solo al espacio que nos separa, y los satélites, los cables, los teléfonos, las palabras fueran al fin el invento de un amor capaz de abordar la historia, dispuesto a regalar el botín, como si el barco donde viaja la princesa asaltara por sorpresa a los piratas con un ¡¡te quiero!! Te quiero.


El amor existe cuando se descubre y no muere cuando no queda más remedio que ocultarlo en una apariencia de olvido.


Ahora  que ya mi mano no protesta y he conseguido escribir la palara clave en nuestro diálogo imposible es cuando siento que es hora de acudir a la máquina. 


Neruda escribió sus mejores poemas a los 20 años. Yo te dediqué los únicos, los últimos… los primeros.
Estaré en el cajón donde escondiste mis poemas, y en el cajón donde no estén nunca más. En los marcos abandonados por mis fotos y en los silencios de una tarde gris cuando no exista tu reflejo en los cristales de tu ventana.


Y de pronto existo al otro lado de tu teléfono mientras miras los tejados de un Madrid que para mí tiene tu nombre escrito en cada sombra.


El Dewar’s cotidiano cumplió su reserva antes de que esta noche fuese la noche que contesto a tu llamada.
Esperándote, como siempre, en cada silencio, entre el tic y el tac de un reloj que no avanza; en una vida cotidiana donde solo tu voz es acontecimiento; entre los recuerdos donde la memoria de tus caderas, tus hombros, tus ojos y tus miradas, son los ausentes que dan razón, cada noche, de un noctambulismo capaz de recuperar aquel búho que se escapó una tarde por tus ventanas…. mientras te ocupabas de cumplir con una vida cuyo ritmo faltó siempre en mis versos.


O témpora o mores

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