Catalina Tamayo
Sábado, 23 de Julio de 2022

Adiós al progreso

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No existe vida que, aún por un instante, no sea inmortal. La muerte siempre llega con ese instante de retraso. En vano golpea en la aldaba en la puerta invisible. Lo ya vivido no se lo puede llevar.” (W. Szymborska)

 

 

En occidente, sobre todo,  el mundo se ha vuelto incierto. Peligroso. El virus, primero, la guerra, después, y por último, recientemente, la inflación, han ido socavando nuestra seguridad. La vieja fe en el hombre –en la razón, en la ciencia– tiembla como la llama de una vela en una noche airosa al ir por la calle de una casa a otra. Tiembla y hay miedo de que se apague. De quedarnos sin luz. En tinieblas. En el horizonte se ha borrado la utopía. Apenas nadie la ve ya. Y sin utopía no hay progreso. Entonces, descreídos, nos preguntamos hacia dónde caminamos, qué es lo que nos encontraremos.

       

Algunos, los más pesimistas, aseguran que lo que nos espera es la distopía, cualquiera de esas distopías que hemos leído en los libros, o que hemos visto en el cine. Cualquiera de ellas encoge el corazón, hace estremecerse, tiritar de frío. Por eso, estos, compungidos, exclaman, gritan: ¡Qué felices éramos!, y no lo sabíamos.

    

Otros, aferrados aún a aquella fe, piensan que tan solo nos hemos detenido, pero que, no tardando mucho, todo esto pasará y seguiremos avanzando. Progresando. Para estos, optimistas antropológicos, el horizonte no se ha vaciado, sigue habiendo futuro, quizá no el que esperábamos, con el que soñábamos, pero, en todo caso, bueno, tan bueno como el que teníamos. Puede que hasta mejor.

     

Unos terceros, que engrosan la mayoría, lo que se viene llamando masa, o rebaño, siguen –irreflexivos, inconscientes, sordos, ciegos, borrachos perdidos– hacia adelante, como si no hubiera pasado nada, como si siempre fuera avanzar. Como si el mundo nunca hubiera dado un paso atrás. Y no conciben que se pueda volver a la noche de los tiempos, cuando vivir era sufrir, incluso para los poderosos.

     

Sin embargo, la realidad es la que es, y los hechos no engañan. Los días pasan y las cosas no mejoran. Al contrario, parece que todo va a peor. Los pronósticos más pesimistas se cumplen. Ante esto, ¿qué hacemos? Hay quien no está dispuesto a esperar más y siente la tentación de abandonarse a otra fe. Acaso a otra fe más antigua, la de siempre, esa que salva de verdad. La que nunca falla. La que ha prometido, y sigue prometiendo, los mejores paraísos.

     

Porque, la verdad, muchos –no sé si todos– no pueden vivir –soportar las cosas de este mundo y principalmente en estos momentos terribles– sin creer. Sin confiar en algo o en alguien. Sin utopía. Sin paraíso, aquí o allá, donde sea, pero paraíso. Se ahogan en el caos y necesitan orden. Precisan que las cosas tengan sentido; las cosas que les pasan; la vida. No se imaginan asomándose al abismo sin sentir vértigo. No podrían mirar a la nada y no convertirse en una estatua de sal. No, no se sienten –no nos sentimos– tan poderosos, tan divinos. No somos dioses.

 

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