La España de los inversores
![[Img #59616]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/07_2022/4830_angel-dsc_0161.jpg)
El reciente Debate sobre el Estado de la Nación no ha cumplido (de nuevo, y van…) con las intenciones de su denominación. El segundo poder ha seguido a su bola de conciliábulo, no de bajos vuelos, sino de rasantes, incapaces de despegar respecto a los problemas que de verdad atenazan y consumen a esa entelequia que, para los padres de la patria, representa el término españoles.
El debate que es punto de referencia de la actividad parlamentaria, retornado a la agenda del hemiciclo después de cuatro años, pandemia incluida, ha sido otra demostración de la inagotable querencia de sus señorías para mirarse el ombligo. Cada grupo hizo doctrina de lo que ha olfateado como pieza de caza para regocijarse en ejercicios de poder para el pueblo sin el pueblo. Y creíamos desterrado el despotismo ilustrado de los tiempos de maricastaña, aunque el adjetivo viene muy grande en los tiempos actuales. Más exacto es identificarlo en el antónimo iletrado.
Quizá porque a uno tocó dar trigo, y al resto la mera prédica, el partido del Gobierno, fue el más explícito en las propuestas. Inflación en presente e invierno de tiritera en futuro, obligan a no irse por las ramas y ofrecer a los deprimidos ciudadanos una terapia con más de placebo que de eficaz vitamina. Cualquiera que no se ate a la militancia partidista de gafas de aumento o reducción, según quién y no qué, sabe que crisis globales como ésta no tienen soluciones locales, gobierne el que gobierne. El abandonado parlamento de la calle quiere a sus prohombres en la dirección única de la toma de decisiones colegiadas. Es tiempo obligado de pactos, de percepciones reales en ese todos a una por la superación de obstáculos que superan la visión aldeana del partidismo y la ceguera de topo de los diputados.
La medida estrella ha sido el recargo impositivo a los beneficios extraordinarios en los sectores que se lo están llevando crudo, cuando la población no deja de mirar en el fondo de bolsillos cada vez mas vacíos. Un último informe anuncia que, cada cien euros ahorrados antes de las tensiones inflacionistas, se han convertido en ochenta y cuatro con las últimas subidas descontroladas de precios. Comparen con el crecimiento de las ganancias netas de banca y energéticas en los trimestres recientes y empiecen a santiguarse. Aquí, ni de refilón, se dan evoluciones negativas, más bien progresiones geométricas. Para muchos, y no necesariamente demagogos, un agravio hiriente. Esas razones sociales se jactan de querer ser España en los repartos de las vacas gordas, pero racanean en las dádivas cuando cantan bastos.
Una acción de esta índole obliga a retrotraerse al principio básico de la fiscalidad y sus aplicaciones. Nada más progresivo y justo que pague más el que más tiene o el que más gana, incluso si la dogmática obedece a una situación coyuntural. Y, además, se habla de beneficios extraordinarios que, para nada, es una demonización de los legítimos superávits empresariales. El contribuyente está lo suficientemente escamado con el mantra de los partidos de la derecha de reducir impuestos. ¿Quién se lleva la parte del león de la ocurrencia? Obviamente quién más paga. Toda reducción siempre es más poderosa sobre una cifra grande que sobre una pequeña. Abecedario de la aritmética.
La bancada de la derecha alzó de inmediato la voz a favor de sus intocables poderes económicos. No faltó la amenaza pueril de que esos gravámenes extraordinarios, terminarían repercutiendo en los ciudadanos vía precios o tarifas de servicios. Ignoran la poderosa arma de cualquier Gobierno: el Boletín Oficial del Estado (BOE) que ellos, en su disfrute del poder, también usaron con profusión. No ha tardado el Ejecutivo en contraatacar con los instrumentos de vigilancia exhaustiva que puede poner en marcha para controlar las modificaciones discrecionales de tarifas en estos sectores.
La desaforada reacción conservadora recurrió a otra piedra de toque que utiliza de comodín sistemático. Atentar contra los derechos de pernada de las grandes corporaciones es ahuyentar a los inversores. No tienen otro concepto económico en su vocabulario. Parecen perros oyendo la voz de sus amos al lado del gramófono. En su turno de respuesta, ni la mínima alusión a la cesta de la compra de millones de españoles, que es urgente proteger porque la medida real del confort de un país es la andorga satisfecha. Para estas opciones solo parece haber una España, la de los inversores y financieros; la de los ciudadanos, juega en segunda división: es el pueblo sin rostro de este moderno despotismo iletrado que solo bebe cultura en las enciclopedias del dinero rápido y fácil del pelotazo.
Ahí están, subyugados por la dictadura del mercado, acatándolo como una divinidad. Todos postrados ante él y su profeta, san dinero. Son ideologías de grandezas gaseosas que un mínimo sopapo de la historia desintegra en cuestión de segundos. ¿Habrá que recordarles dónde estaban en el crack de 1929 o en la reciente pandemia? No vimos a ninguno dar el primer paso de la voluntariedad en la lucha. Eso lo dejaron para el malhadado sector público. Su mercado es tanta ficción fraudulenta, como realidad es ese otro mercado donde mujeres y hombres de la calle hacen cábalas con unas pocas monedas para sobrellevar la aventura de sobrevivir.
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El reciente Debate sobre el Estado de la Nación no ha cumplido (de nuevo, y van…) con las intenciones de su denominación. El segundo poder ha seguido a su bola de conciliábulo, no de bajos vuelos, sino de rasantes, incapaces de despegar respecto a los problemas que de verdad atenazan y consumen a esa entelequia que, para los padres de la patria, representa el término españoles.
El debate que es punto de referencia de la actividad parlamentaria, retornado a la agenda del hemiciclo después de cuatro años, pandemia incluida, ha sido otra demostración de la inagotable querencia de sus señorías para mirarse el ombligo. Cada grupo hizo doctrina de lo que ha olfateado como pieza de caza para regocijarse en ejercicios de poder para el pueblo sin el pueblo. Y creíamos desterrado el despotismo ilustrado de los tiempos de maricastaña, aunque el adjetivo viene muy grande en los tiempos actuales. Más exacto es identificarlo en el antónimo iletrado.
Quizá porque a uno tocó dar trigo, y al resto la mera prédica, el partido del Gobierno, fue el más explícito en las propuestas. Inflación en presente e invierno de tiritera en futuro, obligan a no irse por las ramas y ofrecer a los deprimidos ciudadanos una terapia con más de placebo que de eficaz vitamina. Cualquiera que no se ate a la militancia partidista de gafas de aumento o reducción, según quién y no qué, sabe que crisis globales como ésta no tienen soluciones locales, gobierne el que gobierne. El abandonado parlamento de la calle quiere a sus prohombres en la dirección única de la toma de decisiones colegiadas. Es tiempo obligado de pactos, de percepciones reales en ese todos a una por la superación de obstáculos que superan la visión aldeana del partidismo y la ceguera de topo de los diputados.
La medida estrella ha sido el recargo impositivo a los beneficios extraordinarios en los sectores que se lo están llevando crudo, cuando la población no deja de mirar en el fondo de bolsillos cada vez mas vacíos. Un último informe anuncia que, cada cien euros ahorrados antes de las tensiones inflacionistas, se han convertido en ochenta y cuatro con las últimas subidas descontroladas de precios. Comparen con el crecimiento de las ganancias netas de banca y energéticas en los trimestres recientes y empiecen a santiguarse. Aquí, ni de refilón, se dan evoluciones negativas, más bien progresiones geométricas. Para muchos, y no necesariamente demagogos, un agravio hiriente. Esas razones sociales se jactan de querer ser España en los repartos de las vacas gordas, pero racanean en las dádivas cuando cantan bastos.
Una acción de esta índole obliga a retrotraerse al principio básico de la fiscalidad y sus aplicaciones. Nada más progresivo y justo que pague más el que más tiene o el que más gana, incluso si la dogmática obedece a una situación coyuntural. Y, además, se habla de beneficios extraordinarios que, para nada, es una demonización de los legítimos superávits empresariales. El contribuyente está lo suficientemente escamado con el mantra de los partidos de la derecha de reducir impuestos. ¿Quién se lleva la parte del león de la ocurrencia? Obviamente quién más paga. Toda reducción siempre es más poderosa sobre una cifra grande que sobre una pequeña. Abecedario de la aritmética.
La bancada de la derecha alzó de inmediato la voz a favor de sus intocables poderes económicos. No faltó la amenaza pueril de que esos gravámenes extraordinarios, terminarían repercutiendo en los ciudadanos vía precios o tarifas de servicios. Ignoran la poderosa arma de cualquier Gobierno: el Boletín Oficial del Estado (BOE) que ellos, en su disfrute del poder, también usaron con profusión. No ha tardado el Ejecutivo en contraatacar con los instrumentos de vigilancia exhaustiva que puede poner en marcha para controlar las modificaciones discrecionales de tarifas en estos sectores.
La desaforada reacción conservadora recurrió a otra piedra de toque que utiliza de comodín sistemático. Atentar contra los derechos de pernada de las grandes corporaciones es ahuyentar a los inversores. No tienen otro concepto económico en su vocabulario. Parecen perros oyendo la voz de sus amos al lado del gramófono. En su turno de respuesta, ni la mínima alusión a la cesta de la compra de millones de españoles, que es urgente proteger porque la medida real del confort de un país es la andorga satisfecha. Para estas opciones solo parece haber una España, la de los inversores y financieros; la de los ciudadanos, juega en segunda división: es el pueblo sin rostro de este moderno despotismo iletrado que solo bebe cultura en las enciclopedias del dinero rápido y fácil del pelotazo.
Ahí están, subyugados por la dictadura del mercado, acatándolo como una divinidad. Todos postrados ante él y su profeta, san dinero. Son ideologías de grandezas gaseosas que un mínimo sopapo de la historia desintegra en cuestión de segundos. ¿Habrá que recordarles dónde estaban en el crack de 1929 o en la reciente pandemia? No vimos a ninguno dar el primer paso de la voluntariedad en la lucha. Eso lo dejaron para el malhadado sector público. Su mercado es tanta ficción fraudulenta, como realidad es ese otro mercado donde mujeres y hombres de la calle hacen cábalas con unas pocas monedas para sobrellevar la aventura de sobrevivir.






