Terminantemente prohibido (XVII)
![[Img #59813]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/08_2022/8532_cura-bici-e1415015079974.jpg)
(...)
Fueron unos días tristes, más tristeza que de costumbre. El pueblo se hacía insoportable, sofocante con tanto polvo. Pero ni siquiera en la alameda que era un pequeño soto de castaños se estaba a gusto, porque la tristeza no estaba en el paisaje, era una tristeza interior y persistente. Cada día crecía un poco más, se hacía más apática, después más inquietante y acabó por hacerse irritante.
Ovidio se levantaba cada día puntual cuando su madre le llamaba. No le era molesto levantarse. Hasta le servía de liberación de tanta pesadilla, de tanto sueño inútil. Pero justo entonces empezaba otra lucha. Tenía que plantear en su casa la decisión que había tomado de no volver al seminario. Y no sabía cómo. Interiormente ya no era un seminarista, pero lo seguía siendo en la opinión del cura y de sus padres. De momento sus apariencias eran las de un seminarista porque asistía diariamente a misa, llevaba su libro de meditación ‘Hablando con el maestro’ y dedicaba un cuarto de hora a su lectura, tampoco faltaba al Rosario. Pero cada día ese horario religioso se le hacía más insoportable. De alguna manera estaba prolongando la doble vida de los últimos meses en el seminario. A veces cuando por las tardes se iba a la Alameda los recordaba. Recorría mentalmente sus nombres y los imaginaba por la voz. Todos le parecían iguales, con el mismo mechón de pelo encima de la frente, los zapatos negros de cordón, las rodilleras del pantalón y el bombacho descubriendo una cuarta de calcetín negro que era lo mandado. Los imaginaba iguales, uniformados hasta en los gestos. Solo los distinguía por la voz:
La voz de Carvajal la recordaba con todos sus matices.
a/ entrecortada y gangosa cuando se burlaba.
b/ absorbente y recitativa cuando exponía consignas a todo el curso.
c/ confidencial y entusiástica cuando contaba sus aventuras.
La de Alejandro agrietada y veloz, siempre escupiendo entre los colmillos.
La voz de Floro temblona que apenas lograba desprenderse de sus labios carnosos.
La voz de Zenón la recordaba granulada, era una voz con espinillas, hablaba con altibajos.
La voz de Valencia era una voz fresca y mentolada que le trasladaba a las misas de comunión de los sábados cuando cantaba el Avemaría de Goicoechea.
También recordaba la voz del rector inflexible y sostenida pero preocupada por la sugestión de los apódosis.
En ocasiones se mezclaban los recuerdos de las voces y se le antojaba una jauría como la de los potentados de la película ‘Milagro en Milán’. También se le hacían presentes los silencios peculiares de cada uno y las ingeniosas transgresiones como el abecedario de señas con las manos, los papelitos escritos en clave. Precisamente esto le había salvado de un suspenso seguro en latín el día que don Albino le preguntó la traducción y se la pudo leer toda por una chuleta escrita en clave.
Aquellos días, pensaba, habían sido los más felices del curso. Las tardes eran amplias y luminosas. Se veía la puesta del sol, aparatosa sobre los montes de Foncebadon. Sobre la tapa del pupitre, la antología de latín. El tablero lleno de incisiones a punta de navaja, de compás y de uña: "Manuel. El que lo lea es tonto". Detrás de las puertas de los servicios de la estación había leído cosas más atrevidas; algunas no las entendía bien otras le habían descubierto un mundo. ¿Oyes tú sabes si hay casas de putas en España? Claro que sí. ¿De verdad? Pues claro, hombre. Yo creí que solo las había en Francia. Tú eres del género bobo. Se organizaba una auténtica persecución por el diccionario. Ramera. Meretriz. "f. Mujer que comercia con su cuerpo" por dinero. ¿Has leído lo que dice el diccionario de esa palabra? Valencia cubrió la palabra con tinta china y también la última estrofa de ‘La Desesperación’ de Espronceda. Más que nada interesaba dejar constancia a punta de navaja. La madera era blanda, de chopo, pintado de nogalina, de las junturas se extraían piedrecitas de masilla endurecida que dejaba al descubierto los nudos. Inscripciones inocentes. ‘Cabrón’ a lo sumo. En los servicios era distinto, a lápiz, con bolígrafo dibujos anatómicos, vocabulario grueso sugerente. La represión quedaba escrita. No era menester decir. No seáis cerdos decían los moralistas que nunca faltaban. Todos escribían, las puertas, los azulejos resultaban un diálogo de obscenidades.
Los vencejos volaban desaforadamente chiu-chiu-chiu. Caían en la trampa (un aro de papel). Otros (aros de papel) se elevaban lentos describiendo amplias espirales como los aviones de papel que había que procurar que aterrizaran siempre con majestad y elegantemente.
Como ya no iba a volver no me importaba el latín porque fuera no hace falta el latín. Ya sé latín para toda la vida, además no se estudia hasta tercero. Las palabras tenían su equivalencia en latín pero como era un diccionario de curas no las traía. Don Ramón está más tranquilo porque le ha contado lo del diccionario. "Déjate de diccionario, me preguntas a mí las cosas", pero cualquiera iba a preguntarle lo de los servicios. Cano tenía un libro que lo explicaba todo y lo guardaba en el baúl, debajo del periódico que cubría el fondo, abultaba un poco pero era muy difícil notarlo si no se sabía de antemano.
Muchos días no me atrevía a comulgar porque pensaba en lo que contaban de Carvajal (le habían visto besar a una chica, la del balcón; y esto por descontado estaba mal, el cura del pueblo según los mozos decía que besarse era pecado). Me imaginaba lo que se podía sentir al besar, en qué podía estar el pecado y enturbiaba mi pensamiento dándole vueltas. Pero yo ya estaba fuera. En el cine se besaban siempre hasta en las películas blancas. Los novios, ¿te has fijado en los novios que se besan en la oscuridad del cine?
Don Víctor me había aconsejado muy bien en lo de quedarme en casa. "Tú no digas nada de momento, estudia fuerte a ver si puedes aprobar el curso". No se había asustado lo más mínimo, al contrario lo vio normal. Si quieres quedarte en casa te quedas, nadie te obliga a seguir. Esto se dice muy bien tras la rejilla pero quería verlo yo a él ahora en mi caso, después de un verano entero sin decir palabra en casa. Ellos tan creídos de que voy a volver y yo pasándolas negras sin saber cómo sacar la conversación. Entonces me pareció muy fácil, estaba más contento aunque lo eché todo a perder con el estudio y eso que me empeñé en aprobar latín, pero bajé mucho en lo demás. Solo me importaba aprobar para no dar un disgusto en casa aunque ya estaba decidido a no volver, pero para eso ya habría tiempo propicio en todo el verano. Poco a poco iría dejando caer una frase, les iría acostumbrando. No puedo resistir más aquellos muros, tengo la sensación de un perseguido, una sombra atada a mi cuerpo. Una cosa tras otra. Para esto una hora, para esto media, para esto solo cinco minutos. El horario. Tic tac. La campana. Los timbres. Todos a una. Un ruido descomunal a madera rozada con torpeza que no haría como el raspado de las 'perolas' sobre las mesas de piedra artificial en el comedor. Las palmadas y el rezo rítmico con una pausa respiratoria durante el rosario y la medida del tiempo del examen de conciencia con reloj en mano: tres minutos. Los nudillos del superior en el reclinatorio del fondo de la capilla y el silbato con su cadena de medio metro y su argolla pendiente del extremo. Todos los monitores de gimnasia conducían los ejercicios a golpe de silbato y el zumbido sordo del altavoz del comedor que se desmandaba alguna vez y punzada los oídos sin compasión. Los compañeros me arrinconan y yo necesito amigos que sepan que escribo sobre las mesas y sonrían la complicidad conmigo, no delatores; alguien como Floro que me secundaba en tirar papelitos a los vencejos.
Todos nos sentamos en el ofertorio. Delante del altar del Carmen hay cinco hachas anochecidas con el pabilo muy corto, a ras de cera. El cura se moja las puntas de los dedos. Me sube un frescor por dentro. También yo puedo ser bueno sin ser cura y sin venir todos los días a misa. Pero este argumento no servirá ante mi casa. A veces son las madres las que tienen la vocación, decía a menudo don Ramón. Zenón contaba de un padre que había tenido una conversación con su hijo: "Mi mayor ilusión era tener un hijo sacerdote". "También la mía papá" le había contestado. Zenón acompañaba la frase de una sonrisa misteriosa e intencionada. Todos sonreíamos, alguno sin entender demasiado aunque sabiendo que rozaba un tema tabú. Porque era tabú todo aquello que excluía el sacerdocio. Pensar otras posibilidades era con frecuencia una infidelidad o una tentación. Los que vivían en el seminario transitoriamente eran hipócritas. El que estaba allí, estaba para ser sacerdote. No cabían las dudas. La solución debía ser urgente. En todo momento se debía estar seguro. En principio todos tenían vocación mientras no se demostrase lo contrario y lo contrario se demostraba diciendo palabras groseras, haciendo travesuras, teniendo problemas con la pureza, mirando mucho a las chicas. Sonaba la campanilla de la elevación menor. Después del Agnus empezaba la preparación de la comunión, la oración que le había estremecido durante algún tiempo.
También le había servido para vivir fervorosamente su vida de piedad. Sentía un escalofrío al comulgar, se esforzaba en sentir físicamente, se notaba invadido, piadosamente enfundado en un hormiguillo que le recorría la frente. Le entraban unas ganas enormes de ser fiel al reglamento, cumplir al pie de la letra y transcribir en un cuaderno de hule negro sus experiencias interiores. Después del juicio del rector no había escrito ni una palabra. Era muy duro sincerarse consigo mismo o exponerse a que le leyeran. Los apuntes espirituales eran una tentación constante de lectura. Por eso se amenazaba al posible lector con un "Prohibido leer estos apuntes bajo pecado mortal, terror". Qué escribirá Valencia en este cuaderno. "Haz señor que no caiga. He logrado no hablar durante el estudio de la noche". Se resumían todas las dificultades, las aspiraciones y los fervores. ‘Fervor’ viene de hervir. Algo así como un hervidero resultaba mi cabeza en las épocas más piadosas. Don Ramón se había pasado una meditación entera explicando que era el fervor, cuándo se estaba fervoroso, rezad con fervor. Ahora era distinto. Apenas sentía nada. Siempre deseoso de salir cuanto antes de la iglesia.
Nadie me hablaba en casa. Papá entra silencioso, dice hola, se sienta a la cabecera de la mesa, bendice mientras sostiene su boina en la mano y calla. Mamá hace ruido con los platos y el gato maúlla levemente pidiendo su ración. Esos ruidos hogareños se me hacen insoportables. Están pensando que soy un renegado, que vaya a trabajar al campo como mi hermano, que sepa que en la vida no es Jauja, que hay que trabajar, que no se me ocurra pensar que sigo siendo el señorito de la casa. No se atreven a preguntarme por qué he tomado la decisión, quisieran saber pero tienen miedo a saber la verdad cosa que yo no estoy dispuesto a decir. Todo lo arreglé diciendo que no quería volver al seminario.
Si hubieran podido leer mi interior hace meses no les habría extrañado, papá no me negaría la palabra, ni se expresaría con la sequedad y dureza que lo está haciendo. A mamá ya se le habría pasado. Pero esto no tiene trazas de pasar fácilmente. Mi hermano sorbe ruidosamente la sopa y papá le llama la atención. Mamá tampoco me dice nada. Llora. Este es su lenguaje más revelador. Al cura le he tenido que contar toda la historia. Creo que me ha entendido. "No sé cómo empezar. Verá. He decidido no volver al seminario. La verdad es que ya lo tengo decidido desde mayo pero no me atrevía a decírselo. Todo empezó porque…". La tortura de los meses de silencio la fui colgando de la lámpara, de los arillos dorados de las gafas del cura. Cuando me confesó don Víctor mis ojos resbalaban por las entradas de su cabeza y se filtraban entre los cabellos lacios. Detrás quedaba la tonsura permanentemente abierta y pulimentada por la calvicie. Se podía contemplar desde la librería y se me veía a mí atolondrado detrás de él pero frente a él con los brazos cortados por el perfil de la mesa, nervioso y colorado. Desde la ventana quedaban a la vista mis pies enroscados en las patas de la silla y marcando violentamente rodilleras en el pantalón. En las gafas del cura se reflejaba la persiana empequeñecida y suspendida a media ventana. El cura me comprendió totalmente.
-Me parece muy bien lo que te aconsejó don Víctor. Debes hacerlo.
-Tiene que ayudarme usted.
-Bueno, entonces te vienes por aquí dentro de una semana y lo escribimos. Y ahora no te preocupes. Ya hablaré yo con tus padres y sabré lo que tengo que decirles.
-Muchas gracias Don Abilio.
Me levanté sin saber dónde poner las manos y le prometí volver. Volví. El cura no se parecía nada a sus sermones de domingo. Me acogió comprensivo. Abría un cajón y extrajo unas cuartillas en blanco. Escribió durante un rato, después me leyó el escrito y le dije que me parecía bien. Me invadió una paz interior como la del día de la confesión cuando me comprometía a escribir la carta. Don Víctor había dado con la solución perfecta. Me parecía posible recuperar las plumas de la gallina en la leyenda del ermitaño. El viento las unía todas en un montón, estaban juntas sobre la mesa de Don Abilio.
-Cópialo en esta cuartilla.
Y me entregó una limpia. Escribí despacio con pluma estilográfica y firmé; después puse la dirección y don Abilio me dobló la cuartilla, la metió en el sobre y le pegó un sello de ochenta céntimos.
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![[Img #59813]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/08_2022/8532_cura-bici-e1415015079974.jpg)
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Fueron unos días tristes, más tristeza que de costumbre. El pueblo se hacía insoportable, sofocante con tanto polvo. Pero ni siquiera en la alameda que era un pequeño soto de castaños se estaba a gusto, porque la tristeza no estaba en el paisaje, era una tristeza interior y persistente. Cada día crecía un poco más, se hacía más apática, después más inquietante y acabó por hacerse irritante.
Ovidio se levantaba cada día puntual cuando su madre le llamaba. No le era molesto levantarse. Hasta le servía de liberación de tanta pesadilla, de tanto sueño inútil. Pero justo entonces empezaba otra lucha. Tenía que plantear en su casa la decisión que había tomado de no volver al seminario. Y no sabía cómo. Interiormente ya no era un seminarista, pero lo seguía siendo en la opinión del cura y de sus padres. De momento sus apariencias eran las de un seminarista porque asistía diariamente a misa, llevaba su libro de meditación ‘Hablando con el maestro’ y dedicaba un cuarto de hora a su lectura, tampoco faltaba al Rosario. Pero cada día ese horario religioso se le hacía más insoportable. De alguna manera estaba prolongando la doble vida de los últimos meses en el seminario. A veces cuando por las tardes se iba a la Alameda los recordaba. Recorría mentalmente sus nombres y los imaginaba por la voz. Todos le parecían iguales, con el mismo mechón de pelo encima de la frente, los zapatos negros de cordón, las rodilleras del pantalón y el bombacho descubriendo una cuarta de calcetín negro que era lo mandado. Los imaginaba iguales, uniformados hasta en los gestos. Solo los distinguía por la voz:
La voz de Carvajal la recordaba con todos sus matices.
a/ entrecortada y gangosa cuando se burlaba.
b/ absorbente y recitativa cuando exponía consignas a todo el curso.
c/ confidencial y entusiástica cuando contaba sus aventuras.
La de Alejandro agrietada y veloz, siempre escupiendo entre los colmillos.
La voz de Floro temblona que apenas lograba desprenderse de sus labios carnosos.
La voz de Zenón la recordaba granulada, era una voz con espinillas, hablaba con altibajos.
La voz de Valencia era una voz fresca y mentolada que le trasladaba a las misas de comunión de los sábados cuando cantaba el Avemaría de Goicoechea.
También recordaba la voz del rector inflexible y sostenida pero preocupada por la sugestión de los apódosis.
En ocasiones se mezclaban los recuerdos de las voces y se le antojaba una jauría como la de los potentados de la película ‘Milagro en Milán’. También se le hacían presentes los silencios peculiares de cada uno y las ingeniosas transgresiones como el abecedario de señas con las manos, los papelitos escritos en clave. Precisamente esto le había salvado de un suspenso seguro en latín el día que don Albino le preguntó la traducción y se la pudo leer toda por una chuleta escrita en clave.
Aquellos días, pensaba, habían sido los más felices del curso. Las tardes eran amplias y luminosas. Se veía la puesta del sol, aparatosa sobre los montes de Foncebadon. Sobre la tapa del pupitre, la antología de latín. El tablero lleno de incisiones a punta de navaja, de compás y de uña: "Manuel. El que lo lea es tonto". Detrás de las puertas de los servicios de la estación había leído cosas más atrevidas; algunas no las entendía bien otras le habían descubierto un mundo. ¿Oyes tú sabes si hay casas de putas en España? Claro que sí. ¿De verdad? Pues claro, hombre. Yo creí que solo las había en Francia. Tú eres del género bobo. Se organizaba una auténtica persecución por el diccionario. Ramera. Meretriz. "f. Mujer que comercia con su cuerpo" por dinero. ¿Has leído lo que dice el diccionario de esa palabra? Valencia cubrió la palabra con tinta china y también la última estrofa de ‘La Desesperación’ de Espronceda. Más que nada interesaba dejar constancia a punta de navaja. La madera era blanda, de chopo, pintado de nogalina, de las junturas se extraían piedrecitas de masilla endurecida que dejaba al descubierto los nudos. Inscripciones inocentes. ‘Cabrón’ a lo sumo. En los servicios era distinto, a lápiz, con bolígrafo dibujos anatómicos, vocabulario grueso sugerente. La represión quedaba escrita. No era menester decir. No seáis cerdos decían los moralistas que nunca faltaban. Todos escribían, las puertas, los azulejos resultaban un diálogo de obscenidades.
Los vencejos volaban desaforadamente chiu-chiu-chiu. Caían en la trampa (un aro de papel). Otros (aros de papel) se elevaban lentos describiendo amplias espirales como los aviones de papel que había que procurar que aterrizaran siempre con majestad y elegantemente.
Como ya no iba a volver no me importaba el latín porque fuera no hace falta el latín. Ya sé latín para toda la vida, además no se estudia hasta tercero. Las palabras tenían su equivalencia en latín pero como era un diccionario de curas no las traía. Don Ramón está más tranquilo porque le ha contado lo del diccionario. "Déjate de diccionario, me preguntas a mí las cosas", pero cualquiera iba a preguntarle lo de los servicios. Cano tenía un libro que lo explicaba todo y lo guardaba en el baúl, debajo del periódico que cubría el fondo, abultaba un poco pero era muy difícil notarlo si no se sabía de antemano.
Muchos días no me atrevía a comulgar porque pensaba en lo que contaban de Carvajal (le habían visto besar a una chica, la del balcón; y esto por descontado estaba mal, el cura del pueblo según los mozos decía que besarse era pecado). Me imaginaba lo que se podía sentir al besar, en qué podía estar el pecado y enturbiaba mi pensamiento dándole vueltas. Pero yo ya estaba fuera. En el cine se besaban siempre hasta en las películas blancas. Los novios, ¿te has fijado en los novios que se besan en la oscuridad del cine?
Don Víctor me había aconsejado muy bien en lo de quedarme en casa. "Tú no digas nada de momento, estudia fuerte a ver si puedes aprobar el curso". No se había asustado lo más mínimo, al contrario lo vio normal. Si quieres quedarte en casa te quedas, nadie te obliga a seguir. Esto se dice muy bien tras la rejilla pero quería verlo yo a él ahora en mi caso, después de un verano entero sin decir palabra en casa. Ellos tan creídos de que voy a volver y yo pasándolas negras sin saber cómo sacar la conversación. Entonces me pareció muy fácil, estaba más contento aunque lo eché todo a perder con el estudio y eso que me empeñé en aprobar latín, pero bajé mucho en lo demás. Solo me importaba aprobar para no dar un disgusto en casa aunque ya estaba decidido a no volver, pero para eso ya habría tiempo propicio en todo el verano. Poco a poco iría dejando caer una frase, les iría acostumbrando. No puedo resistir más aquellos muros, tengo la sensación de un perseguido, una sombra atada a mi cuerpo. Una cosa tras otra. Para esto una hora, para esto media, para esto solo cinco minutos. El horario. Tic tac. La campana. Los timbres. Todos a una. Un ruido descomunal a madera rozada con torpeza que no haría como el raspado de las 'perolas' sobre las mesas de piedra artificial en el comedor. Las palmadas y el rezo rítmico con una pausa respiratoria durante el rosario y la medida del tiempo del examen de conciencia con reloj en mano: tres minutos. Los nudillos del superior en el reclinatorio del fondo de la capilla y el silbato con su cadena de medio metro y su argolla pendiente del extremo. Todos los monitores de gimnasia conducían los ejercicios a golpe de silbato y el zumbido sordo del altavoz del comedor que se desmandaba alguna vez y punzada los oídos sin compasión. Los compañeros me arrinconan y yo necesito amigos que sepan que escribo sobre las mesas y sonrían la complicidad conmigo, no delatores; alguien como Floro que me secundaba en tirar papelitos a los vencejos.
Todos nos sentamos en el ofertorio. Delante del altar del Carmen hay cinco hachas anochecidas con el pabilo muy corto, a ras de cera. El cura se moja las puntas de los dedos. Me sube un frescor por dentro. También yo puedo ser bueno sin ser cura y sin venir todos los días a misa. Pero este argumento no servirá ante mi casa. A veces son las madres las que tienen la vocación, decía a menudo don Ramón. Zenón contaba de un padre que había tenido una conversación con su hijo: "Mi mayor ilusión era tener un hijo sacerdote". "También la mía papá" le había contestado. Zenón acompañaba la frase de una sonrisa misteriosa e intencionada. Todos sonreíamos, alguno sin entender demasiado aunque sabiendo que rozaba un tema tabú. Porque era tabú todo aquello que excluía el sacerdocio. Pensar otras posibilidades era con frecuencia una infidelidad o una tentación. Los que vivían en el seminario transitoriamente eran hipócritas. El que estaba allí, estaba para ser sacerdote. No cabían las dudas. La solución debía ser urgente. En todo momento se debía estar seguro. En principio todos tenían vocación mientras no se demostrase lo contrario y lo contrario se demostraba diciendo palabras groseras, haciendo travesuras, teniendo problemas con la pureza, mirando mucho a las chicas. Sonaba la campanilla de la elevación menor. Después del Agnus empezaba la preparación de la comunión, la oración que le había estremecido durante algún tiempo.
También le había servido para vivir fervorosamente su vida de piedad. Sentía un escalofrío al comulgar, se esforzaba en sentir físicamente, se notaba invadido, piadosamente enfundado en un hormiguillo que le recorría la frente. Le entraban unas ganas enormes de ser fiel al reglamento, cumplir al pie de la letra y transcribir en un cuaderno de hule negro sus experiencias interiores. Después del juicio del rector no había escrito ni una palabra. Era muy duro sincerarse consigo mismo o exponerse a que le leyeran. Los apuntes espirituales eran una tentación constante de lectura. Por eso se amenazaba al posible lector con un "Prohibido leer estos apuntes bajo pecado mortal, terror". Qué escribirá Valencia en este cuaderno. "Haz señor que no caiga. He logrado no hablar durante el estudio de la noche". Se resumían todas las dificultades, las aspiraciones y los fervores. ‘Fervor’ viene de hervir. Algo así como un hervidero resultaba mi cabeza en las épocas más piadosas. Don Ramón se había pasado una meditación entera explicando que era el fervor, cuándo se estaba fervoroso, rezad con fervor. Ahora era distinto. Apenas sentía nada. Siempre deseoso de salir cuanto antes de la iglesia.
Nadie me hablaba en casa. Papá entra silencioso, dice hola, se sienta a la cabecera de la mesa, bendice mientras sostiene su boina en la mano y calla. Mamá hace ruido con los platos y el gato maúlla levemente pidiendo su ración. Esos ruidos hogareños se me hacen insoportables. Están pensando que soy un renegado, que vaya a trabajar al campo como mi hermano, que sepa que en la vida no es Jauja, que hay que trabajar, que no se me ocurra pensar que sigo siendo el señorito de la casa. No se atreven a preguntarme por qué he tomado la decisión, quisieran saber pero tienen miedo a saber la verdad cosa que yo no estoy dispuesto a decir. Todo lo arreglé diciendo que no quería volver al seminario.
Si hubieran podido leer mi interior hace meses no les habría extrañado, papá no me negaría la palabra, ni se expresaría con la sequedad y dureza que lo está haciendo. A mamá ya se le habría pasado. Pero esto no tiene trazas de pasar fácilmente. Mi hermano sorbe ruidosamente la sopa y papá le llama la atención. Mamá tampoco me dice nada. Llora. Este es su lenguaje más revelador. Al cura le he tenido que contar toda la historia. Creo que me ha entendido. "No sé cómo empezar. Verá. He decidido no volver al seminario. La verdad es que ya lo tengo decidido desde mayo pero no me atrevía a decírselo. Todo empezó porque…". La tortura de los meses de silencio la fui colgando de la lámpara, de los arillos dorados de las gafas del cura. Cuando me confesó don Víctor mis ojos resbalaban por las entradas de su cabeza y se filtraban entre los cabellos lacios. Detrás quedaba la tonsura permanentemente abierta y pulimentada por la calvicie. Se podía contemplar desde la librería y se me veía a mí atolondrado detrás de él pero frente a él con los brazos cortados por el perfil de la mesa, nervioso y colorado. Desde la ventana quedaban a la vista mis pies enroscados en las patas de la silla y marcando violentamente rodilleras en el pantalón. En las gafas del cura se reflejaba la persiana empequeñecida y suspendida a media ventana. El cura me comprendió totalmente.
-Me parece muy bien lo que te aconsejó don Víctor. Debes hacerlo.
-Tiene que ayudarme usted.
-Bueno, entonces te vienes por aquí dentro de una semana y lo escribimos. Y ahora no te preocupes. Ya hablaré yo con tus padres y sabré lo que tengo que decirles.
-Muchas gracias Don Abilio.
Me levanté sin saber dónde poner las manos y le prometí volver. Volví. El cura no se parecía nada a sus sermones de domingo. Me acogió comprensivo. Abría un cajón y extrajo unas cuartillas en blanco. Escribió durante un rato, después me leyó el escrito y le dije que me parecía bien. Me invadió una paz interior como la del día de la confesión cuando me comprometía a escribir la carta. Don Víctor había dado con la solución perfecta. Me parecía posible recuperar las plumas de la gallina en la leyenda del ermitaño. El viento las unía todas en un montón, estaban juntas sobre la mesa de Don Abilio.
-Cópialo en esta cuartilla.
Y me entregó una limpia. Escribí despacio con pluma estilográfica y firmé; después puse la dirección y don Abilio me dobló la cuartilla, la metió en el sobre y le pegó un sello de ochenta céntimos.
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