Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 13 de Agosto de 2022

Dos ausencias

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Se hace habitual que cada regreso a Astorga abofetee los buenos recuerdos con cierres de comercios u otros locales que han formado parte de una pequeña intrahistoria. En el pasado, el hecho se concebía como un relevo normal en el cese y continuidad de negocios, pues al año siguiente, en el mismo sitio, encontrabas una nueva tienda o bar que seguía tomando el pulso a la ciudad.

 

Ya son varios años que, ante la clausura de un comercio o el vaciado de un inmueble residencial, solo permanece la huella ruinosa, por su costra, efecto del largo tiempo de su vigencia, del cartel de se alquila o se vende con una voluntad de permanencia que es signo de catalepsia ciudadana. Lo que se pierde no se recupera, excepción hecha de un eje monumental que, al igual que en el país, ha ejercido el poder de atracción de un agujero negro, con turistas y visitantes llenando los cogollos urbanos y vaciando las periferias. Hay una Astorga vaciada, gemela a escala, de la de una España desequilibrada y desvertebrada. El turismo de plaga demanda parques temáticos.

 

Este verano, la bofetada de las retiradas y, consiguientes cierres, me ha dejado los cinco dedos marcados en la alegre memoria de dos lugares, santo y seña notarial de mi feliz estancia en Astorga. Dos negocios asociados a bastante más que las transacciones comerciales al uso. Tras sus mostradores no había tenderos de mandilón y lápiz en oreja. Allí se ubicaban amigos, con los que la permuta de mercancía y dinero, era únicamente excusa para una charla amigable y repaso a los acontecimientos de un curso dejado atrás con calificaciones en variantes del sobresaliente al suspenso, es decir, la vida misma.

 

Uno fue un bar; otro, una tahona. El pan y el vino de la liturgia eclesiástica llevado a los senderos pragmáticos de los pies en el suelo. Líquido de socialización gregaria frente a sólido alimento nuestro de cada día. Con ellos se hacía el camino más fácil en esta Astorga de borrados sin palimpsestos. Ambos han cesado en actividad al mismo paso que la jubilación de sus dueños. La alegría del merecido descanso, tras una vida laboral de duros sacrificios en el desafío de la apasionante aventura de dar gusto a los paladares de la gente, es la cara de una moneda con la cruz de que esa misma gente se ha quedado como en tierra de nadie en el amigable territorio de beber en la calle y comer en la mesa hogareña.

 

Antonio, el de Blas, dejó la cátedra enológica que unos pocos barman astorganos emprendieron con el victorioso resultado de conseguir una oferta vinícola para una ciudad y ciudadanía rehenes del vino pirracas y de aguja, bebible con gusto y digerido con pena en cabeza y vísceras. Su bar se llenó de etiquetas y denominaciones de origen que llevaron a Astorga a hacer de la ronda popular de vinos una cuestión de estilo y carácter.

 

Ese bar, recoleto, pequeño, maridó caldos y especialidades de la tierra, de la mano de Mila, su mujer, artesana del guiso en platos y pitanzas sin las trampas ni los cartones de la moderna gastronomía. Ella envidaba a conquistar los paladares. Las nuevas corrientes no se salen del guión de un lucimiento que solo entra por los ojos para engañar con un chispazo de sabor.

 

Todavía la veo en esa cocina de dimensiones incomprensibles para conectarla con la calidad de los platos que de allí salían. Todo iba a parar a un comedor de cuatro o cinco mesas que, más que de restaurante, se podía decir que era de cuarto de estar. Mila es otro de los exclusivos nombres astorganos que suben el escalafón de la cocina casera a la cúspide de la cocina de madre.

 

El pan que ella hacía, a pachas con su hermano Juanín, no necesitaba más razón social que su nombre. Aquellas eran las hogazas y barras de Mariví, y también de Juanín, que para eso, ambos batallaban a partes iguales en la producción e intendencia del alimento elevado a Dios como símbolo de los parabienes que recibimos de la divinidad.

 

Han sido el último mohicano de un barrio astorgano, panadero por excelencia: el de San Andrés. Guardaron las esencias de sus antecesores en un producto cocido en horno de leña tradicional, un procedimiento artesanal que facilitaba el sonido único del crujir de la corteza al partirlo, y de una miga abizcochada que absorbía, cual papel secante, la vuelta de honor por el plato, a la caza del epílogo de toda buena comida que es rebañar la espesa salsa sobrante.

 

No sé si se seguirán haciendo panes así. Desde el cierre de su tahona y despacho, busco y, aunque encuentro magníficas aproximaciones en textura y calidad, falta ese punto que la hermanada pareja de panaderos ponía en ese manjar que, una vez en boca, viajaba a los tiempos de su transporte en caballería o triciclo con caja. Mis ojos lo vieron. Mis narices lo olieron. Mi tacto lo tocó. Mi gusto lo saboreó…Y hasta mi oído lo oyó en el ansiado momento de hacerlo nuestro al contacto con el cuchillo. El más básico de los alimentos es un imperio de los sentidos.

 

Mis mañanas astorganas se han quedado huérfanas, desequilibradas, porque ahora los rumbos de dos de mis liturgias imprescindibles han perdido el refugio de muchos años. Pareja de ausencias que tardará en reparar. Donde estuvieron ellos aparece el doliente se vende o alquila, tan común últimamente en las calles de Astorga. Han quedado vacíos, pero guardan recuerdos líquidos y sólidos de magníficos tiempos. Y eso no es mercancía. Mirar hacia las arribas los inmuebles de esta ciudad es un latigazo.

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