E. S. D.
Lunes, 15 de Agosto de 2022

Terminantemente prohibido (XVIII)

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(...)

 

El domingo por la tarde, después de las visitas hubo duchas por primera vez en el curso. Según se mirara ir a duchas era algo así como ir a una fiesta. 

-Que salgan los del turno segundo, decía el encargado a quien todo el mundo llamaba duchero.

 

Media hora se iba en cada turno de duchas. Salían veinte, en fila, ordenadamente hasta alcanzar el pasillo. Allí venía la desbandada para subir al dormitorio, coger la toalla, a veces el peine y colocarse a la espera de que salieran los del turno anterior. Era cuestión de suerte el que te tocara en las duchas más amplias. Había tres hermosas, las que coincidían debajo de la sala de piano. Las demás estrechas. Una cárcel donde quieras o no te tenías que duchar y guardar la ropa fuera del alcance de la alcachofa. Con un poco de suerte te duchabas con música y siempre con regocijo. El duchero avisaba después de esperar un tiempo prudencial, más bien corto que sorprendía a los más en paños menores.

-Agua va, decía.

Y todos:

-Espera, espera un poco.

Y él:

-¿Estáis todos desnudos?

 

Y en desorden:

-Sí.

-No.

-Espera.

-Venga, que me hielo.

 

Todos hablaban a la vez, cada uno y cada voz distintas. Se pasaba bien en la ducha sin duda.

Y a voces:

-¡Callaos! ¡Agua va!

 

El duchero manipulaba las manecillas y entraba en el juego:

-¡Más fría!

-¡Qué quema!

-¡Qué me abrasa!

-¡Ay!

-¡Uf!

-¡Ya está bien!

 

Había desacuerdo general. El duchero cerraba la manecilla del agua caliente y abría a todo lo que daba la del agua fría.

-¡Ya está bieeeeen!, voceaba uno.

-¡Más caliente!

-¡Pareces tonto!

 

El duchero habría poco a poco el agua caliente mientras preguntaba:

-¿Así o más caliente?

-¡Más caliente!, decían todos.

Abría más. Y enseguida le salían al paso con

-No tanto.

Se oía caer el agua y suspirar.

-¡A enjabonarse!, voceaba el duchero.

 

Cesaba el sonido del agua. Se oían tiritonas. Y vuelta el agua en segunda serie.

-¡Agua va!

 

Llegaban todos al estudio peinaditos con la raya hecha a tientas y frecuentemente con los dedos pues no se permitía subir al dormitorio a dejar la toalla, se dejaba en el estudio y se recogía al subir a dormir, después de las preces.

 

Por la mañana clase. Clase en serio. El profesor de latín preguntó

-¿Qué tal los ejercicios?

-Bien, dijimos todos a coro.

-Veremos a ver si es cierto. Habréis sacado buenos propósitos de estudiar, ¿no?

 

Aquel día nos explicó el mito de Dafne cuando se convirtió en laurel. Todos estábamos atentos con la persecución de Apolo tras una Dafne bellísima y vaporosamente vestida que excitaba la imaginación. Pero entonces estábamos fuertes para controlar los malos pensamientos. Los ejercicios hacían mella, la habían hecho. Algunos pensaban marcharse, sin duda serían aquellos de la herida en el ala que decía el padre: "Claro, como la gaviota, como la gaviota herida en altamar que viene a morir a la playa, algunos vienen heridos como la gaviota, vienen a morir aquí y están moviendo las alas hasta que mueren". Dafne corría con su melena dorada flotando en el aire. "Sus blandos pechos se ciñen de delgada corteza". Todos pensábamos en el laurel del patio. Pero era difícil descubrir un cuerpo de mujer en aquel laurel. Era un laurel macho, áspero y de formas nada atractivas que se podaba anualmente para la procesión del Domingo de Ramos. El laurel seco velaba la cabecera de la cama hasta el verano, por fin desaparecía en las manos de las limpiadoras. Las limpiadoras eran siempre gordas y feas, 'tridentinas' como les llamaban a las amas de los curas, remedio seguro contra la concupiscencia. Sonaba el 'Pueri hebraeorum' en los claustros de abajo y no había manera de ponerse de acuerdo. El reverbero infantil de los tiples inducía la voz más pausada y gorda de los mayores. Con el laurel le tocábamos la oreja al de al lado. Olía como la mata de laurel de casa en la alacena.

 

En febrero la procesión era de candelillas. Los regueros de cera duraban una semana hasta que se pisaban bien y quedaban bruñidas las baldosas. Se parecía la fiesta a la despedida de mayo, solo que en mayo las candelas tenían su papel rizado de colores que embrujaba el ambiente al atardecer cuando recitaban lo de la ‘la Virgen del recuerdo’ y las cartas se quemaban con la confidencia. Eran cartas confidenciales, de amor a lo divino. Destino: el cielo. Pero el humo ponía alas al mensaje, ascendía caprichosamente, la carta se hacía humo, sentimiento, deseo, liberación.

 

Empezaba el frío. Los sabañones otra vez. La tragedia del agua helada en el dormitorio. La ‘Distribuidora nave’ vendía unas estufillas de alcohol por quince pesetas. Había más de diez en el curso. Al braserillo se le ataban tres alambres colocados al tresbolillo y estas alambres iban sujetas a las patas del palanganero. Cada mañana se le aplicaba una cerilla al algodón empapado de alcohol. Alcohol de 90 grados comprado en droguería. Se dejaba encendido el tiempo necesario para templar tres dedos de agua. Las palanganas se descascarillaban con el calor. Algunos ya se afeitaban, pero lo dejaban para la vuelta del paseo pues la operación exigía un reposo que no era posible lograr por las mañanas antes de bajar a misa. La ‘Palmera’ era una cuchilla que rasuraba dignamente. Los que se afeitaban una vez cada quince días, con una cuchilla tenían para todo el año. Zenón por ejemplo compraba las cuchillas por paquetes en el ‘Apostolado’.

 

El ‘Apostolado’ era una especie de economato. Lo más importante era que se fiaba. Cuadernos, cuartillas, cordones negros de zapatos, bolígrafos, rosarios, sellos, afilalápices, papel de forrar, compases, reglas planas y cuadradas (instrumentos de suplicio que utilizaban algunos pasantes), betún, pasta de dientes, vasos de aluminio, sobres azules y blancos y pliegos de papel de barba necesario para los exámenes trimestrales de latín en quinto curso. Los tenderos del 'Apostolado' eran de quinto y tenían sus compensaciones entre el administrador, también eran del mismo curso el refitolero, el campanero, cargo que recaía siempre en uno que tuviera reloj y el cartero. A los tenderos le llovían toda una sarta de insultos y apodos, publicanos, ladrones, eran los nombres de más contenido bíblico. El de campanero era un cargo apetecido pues no podía extrañar sorprendido fuera de horario y de comunidad. Al refitolero se le conocía rápidamente por su frondosa lozanía anatómica. El cartero se hacía notar sobre todo en el comedor o en el recreo después de la comida.

-A ver si me traes carta hoy.

-¿Esperas que te escriba la novia o qué?

-Pues claro o ¿qué te creías?

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