Latir la ciudad
![[Img #60235]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/09_2022/1546_1_dsc4775.jpg)
Allá donde se cruzan los caminos
Donde el mar no se puede concebir
Donde regresa siempre el fugitivo
Pongamos que hablo de Madrid
Llevaba días inquieta por la cita que iba a tener con el paciente L, llamémosle L. Aunque no le conocía, había visto su historia y las últimas demandas que había planteado estaban fuera de la realidad -en una anotación leía que quería un juez porque decía que se le había negado el derecho a la salud-.
L, llamémosle L, padece un trastorno delirante y tiene la creencia tan errada como inamovible de que los demás -familia, vecinos, compañeros de piso, profesionales- le quieren perjudicar. Pero acababa de salir de un ingreso hospitalario y preguntó por el reconocimiento del grado de discapacidad de manera adecuada y -para sorpresa mía- atendió a mis explicaciones con la misma ‘adecuación’ -me había figurado que me montaría un número cuando le dijera que toda la documentación debía registrarla por el procedimiento de cita previa que impone una administración cada vez más kafkiana, perversa, alejada de los ciudadanos a los que se supone que sirve-.
Nada de lo que yo imaginaba ocurrió, y ya de pie, amablemente, me preguntó por mis vacaciones. Me dijo que cuando él trabajaba su mes favorito era septiembre, pues huía de las aglomeraciones y era el mes más tranquilo del verano. También me contó que en más de una ocasión se había acercado hasta la estación de trenes de Atocha para, sentado en la terraza del jardín tropical, asistir a la contemplación del trajín de la gente, sus afanes, su bullicio, sus prisas. Lo decía con nostalgia. Ahora que no trabajaba y tenía todo el tiempo del mundo, la vivencia de aquellos instantes -suele pasar cuando las circunstancias nos cambian- ya no era la misma.
Cuando salió por la puerta me quedé mucho rato atrapada por su confesión y recreé en mi mente la imagen de un hombre tranquilo que, envuelto en los vapores de una estación artificial y exótica, contempla el mundo desde un tiempo ajeno al del resto de habitantes de la ciudad. Y en esa contemplación lenta siente el regocijo de saberse espectador único, privilegiado.
Esa misma tarde a las cinco y media bajo un sol de justicia que aplanaba, tras colocarme las gafas de turista, salí a contemplar la ciudad de finales de agosto dispuesta a imitarle. Tras adentrarme en el Retiro por la puerta de O’Donnell, asistí al guiño de luces y de sombras que las copas de los árboles, en un juego incesante, dirigían al suelo de tierra. Como una niña chica me dejé mojar por el chorro de los aspersores que regaban los parterres. Envidié a la joven que, sentada en el suelo, la espalda apoyada en un árbol, escribía ajena al mundo en un cuaderno. Me fijé en dos hombres que, de pie, se movían lentamente en posturas de gimnasia milenaria. Me detuve en la piedra caliza en la que el escultor Vicente Beltrán esculpió los relieves de Polifemo y Galatea y leí el canto XXIII de Luis de Góngora que aparece más abajo “la fugitiva ninfa en tanto donde hurta un laurel su tronco al sol ardiente…”. Me dejé asombrar por las margaritas blancas y las lilas que descubrí cerca de una diminuta fuente con forma de querubín protegida por un laberinto vegetal.
Nada más salir por la puerta de Alcalá me esperaba una mujer con una sombrilla de un verde fulgurante, un Paseo del Prado que se podían cruzar, algo nada habitual, con los semáforos en rojo, y algunos turistas que, estos sí, eran de verdad verdadera. Los kioskos con más solera de la ciudad exhibían abanicos de lunares, refrescos y pines ilustrados con monumentos típicos tópicos. En la trastienda de uno descubrí un calendario con los días tachados. Entonces pensé que tal vez su dueño, preso de cotidianeidad, estuviera esperando, como hacía L antes de enfermar, su mes nueve.
Y me vi a mí misma impregnada de un Madrid insólito, tomado por la calma. Respiré hondo. Seguí andando.
![[Img #60235]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/09_2022/1546_1_dsc4775.jpg)
Allá donde se cruzan los caminos
Donde el mar no se puede concebir
Donde regresa siempre el fugitivo
Pongamos que hablo de Madrid
Llevaba días inquieta por la cita que iba a tener con el paciente L, llamémosle L. Aunque no le conocía, había visto su historia y las últimas demandas que había planteado estaban fuera de la realidad -en una anotación leía que quería un juez porque decía que se le había negado el derecho a la salud-.
L, llamémosle L, padece un trastorno delirante y tiene la creencia tan errada como inamovible de que los demás -familia, vecinos, compañeros de piso, profesionales- le quieren perjudicar. Pero acababa de salir de un ingreso hospitalario y preguntó por el reconocimiento del grado de discapacidad de manera adecuada y -para sorpresa mía- atendió a mis explicaciones con la misma ‘adecuación’ -me había figurado que me montaría un número cuando le dijera que toda la documentación debía registrarla por el procedimiento de cita previa que impone una administración cada vez más kafkiana, perversa, alejada de los ciudadanos a los que se supone que sirve-.
Nada de lo que yo imaginaba ocurrió, y ya de pie, amablemente, me preguntó por mis vacaciones. Me dijo que cuando él trabajaba su mes favorito era septiembre, pues huía de las aglomeraciones y era el mes más tranquilo del verano. También me contó que en más de una ocasión se había acercado hasta la estación de trenes de Atocha para, sentado en la terraza del jardín tropical, asistir a la contemplación del trajín de la gente, sus afanes, su bullicio, sus prisas. Lo decía con nostalgia. Ahora que no trabajaba y tenía todo el tiempo del mundo, la vivencia de aquellos instantes -suele pasar cuando las circunstancias nos cambian- ya no era la misma.
Cuando salió por la puerta me quedé mucho rato atrapada por su confesión y recreé en mi mente la imagen de un hombre tranquilo que, envuelto en los vapores de una estación artificial y exótica, contempla el mundo desde un tiempo ajeno al del resto de habitantes de la ciudad. Y en esa contemplación lenta siente el regocijo de saberse espectador único, privilegiado.
Esa misma tarde a las cinco y media bajo un sol de justicia que aplanaba, tras colocarme las gafas de turista, salí a contemplar la ciudad de finales de agosto dispuesta a imitarle. Tras adentrarme en el Retiro por la puerta de O’Donnell, asistí al guiño de luces y de sombras que las copas de los árboles, en un juego incesante, dirigían al suelo de tierra. Como una niña chica me dejé mojar por el chorro de los aspersores que regaban los parterres. Envidié a la joven que, sentada en el suelo, la espalda apoyada en un árbol, escribía ajena al mundo en un cuaderno. Me fijé en dos hombres que, de pie, se movían lentamente en posturas de gimnasia milenaria. Me detuve en la piedra caliza en la que el escultor Vicente Beltrán esculpió los relieves de Polifemo y Galatea y leí el canto XXIII de Luis de Góngora que aparece más abajo “la fugitiva ninfa en tanto donde hurta un laurel su tronco al sol ardiente…”. Me dejé asombrar por las margaritas blancas y las lilas que descubrí cerca de una diminuta fuente con forma de querubín protegida por un laberinto vegetal.
Nada más salir por la puerta de Alcalá me esperaba una mujer con una sombrilla de un verde fulgurante, un Paseo del Prado que se podían cruzar, algo nada habitual, con los semáforos en rojo, y algunos turistas que, estos sí, eran de verdad verdadera. Los kioskos con más solera de la ciudad exhibían abanicos de lunares, refrescos y pines ilustrados con monumentos típicos tópicos. En la trastienda de uno descubrí un calendario con los días tachados. Entonces pensé que tal vez su dueño, preso de cotidianeidad, estuviera esperando, como hacía L antes de enfermar, su mes nueve.
Y me vi a mí misma impregnada de un Madrid insólito, tomado por la calma. Respiré hondo. Seguí andando.






