Los guateques de los políticos
![[Img #60303]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/09_2022/7620_7musac124-copia.jpg)
Menuda se la han liado a la primera ministra finlandesa, Sanna Marin, por su presencia en un guateque con amigos y amigas. La Gestapo revivida en las redes sociales la puso en su diana de las costumbres heterodoxas, cuyo catálogo aumenta sin parar. Nadie con mínimo de sentido común hace escándalo de una diversión que la gente de la calle mira con la asepsia más absoluta tratándose de la masa, pero se rasga las vestiduras porque la diversión de la fiesta se deja ver en un alto cargo público. Esto de las dobles moralidades conduce irremediablemente al epílogo de las peores y más dañinas hipocresías.
La sociedad moderna, con derecho casi sagrado para la indignación, no acepta que sus dirigentes puedan ser personas de la calle en un alto de sus apretadas agendas. Realidad es que son los políticos los que se han subido al pedestal de su cargo, pero si se les niega la condición de sujetos comunes y corrientes, como nosotros mismos, con iguales necesidades de diversión y padecimiento, se abrirá una brecha imposible de cerrar entre política y ciudadanía. Esa lejanía ya la estamos padeciendo con esta especie de autismo colectivo.
Al ya exprimer ministro británico Boris Johnson le costó el cargo un guateque en el 10 de Downing Street, en plena pandemia y con exigentes normas restrictivas para la población. La gravedad del asunto fue el tiempo, la oportunidad del momento, instrumento clave en la estrategia política, no el ‘coperío’ en sí. Abusó de su pedestal y hoy es desafortunada anécdota, bien merecida, en las tribulaciones de su comunidad. Pero el aceite que flotó sobre el agua fue la juerga de marras, por encima de la ensoberbecida patente de corso adoptada por su cargo.
Un bailoteo del expresidente del Gobierno Mariano Rajoy, también inundó de mala baba el patio de vecindad de las redes sociales. No menos cachondeo se descargó sobre su afición al ciclismo y la participación en debates radiofónicos de alguna etapa del Tour de Francia o de la Vuelta a España. Como si el puesto estuviera atenazado por la erudición constante.
Fue hace tiempo, pero hay que ver la bilis que segregó una colección de fotos de la exvicepresidenta del Gobierno Soraya Saénz de Santamaría, en un posado de lejanísimas sugerencias sexys para romper la imagen de niña empollona que la perseguía. O las imágenes de las mujeres del Ejecutivo con creaciones de alta costura en una revista especializada en moda.
Hay decenas de ejemplos en los que los comportamientos de políticos como personas de la calle se mancillan por estas fruslerías plebeyas en mentes sin más coordenadas en la zona neuronal que el escándalo o la maledicencia. Es la reacción de seseras disfuncionales únicamente prestas a la acción de vilipendiar actuaciones que en cualquier ciudadano se observan con la más absoluta de las indiferencias y que, en los casos expuestos, no son más que demostración de la miseria en que se ha convertido el debate social y político.
El de Sanna Marin es especialmente cruento sobre todo en la desmesurada reacción de que una fiesta de estas élites lleva consigo el marchamo imaginado de orgía. A esta mujer, condición que se antepone, a la de primera ministra, se la ha obligado a hacer un test de drogas para certificar, ante el tribunal popular de las redes, el pedigrí de pureza que se le exige a un líder. Lo hizo, dio negativo, y la jauría de acusadores quedó condenada a lo peor que le puede pasar a semejante inquisición: el silencio, aunque su repulsivo olfato no tardará en encontrar nueva pieza que cobrarse.
Ha habido reacciones a este acoso indecente que se han quedado en la parte de sus conveniencias y no en el todo de la necesaria justicia reparadora a Sanna Marin. Hemos oído a la portavoz del Gobierno de este país, quedarse en el barniz exculpatorio del victimismo de cierto feminismo, con el argumento parcial y sectario de que la acusación se cimentaba solo en la condición de mujer joven y atractiva de la agraviada, sin extender la queja a la costumbre extendida universalmente de condenar sin demostración de culpabilidad y sin distingo de géneros. De todos es sabido que el principio de presunción de inocencia es el cuerpo y alma de una democracia. Por ese desagüe se están yendo los fluidos de la libertad. La ley es un juguete de las masas y ya sabemos en qué degenera el caos al que se somete a los principios clásicos y básicos de convivencia.
Y queda lo peor, que lo acaecido con la primera ministra de Finlandia azota una condición humana que guarda todavía los rescoldos tóxicos de una humanidad anquilosada en lacras del pasado más profundo. Si hubo una inquisición de dogmas cocidos al fuego, hoy hay otra más sofisticada y anónima que no huele a piel quemada, pero que achicharra honor y nombres de personas de toda condición, por desmarcarse del pensamiento único o por reivindicar la inherente condición de ser racional y no bovino del rebaño. Que si el puritanismo se aleja de los odios al diferente en presencia, en cambio atrapa y condena sin miramientos al distinto en esencia. Ahí siguen, los mismos perros con otros collares ¿O no?
Menuda se la han liado a la primera ministra finlandesa, Sanna Marin, por su presencia en un guateque con amigos y amigas. La Gestapo revivida en las redes sociales la puso en su diana de las costumbres heterodoxas, cuyo catálogo aumenta sin parar. Nadie con mínimo de sentido común hace escándalo de una diversión que la gente de la calle mira con la asepsia más absoluta tratándose de la masa, pero se rasga las vestiduras porque la diversión de la fiesta se deja ver en un alto cargo público. Esto de las dobles moralidades conduce irremediablemente al epílogo de las peores y más dañinas hipocresías.
La sociedad moderna, con derecho casi sagrado para la indignación, no acepta que sus dirigentes puedan ser personas de la calle en un alto de sus apretadas agendas. Realidad es que son los políticos los que se han subido al pedestal de su cargo, pero si se les niega la condición de sujetos comunes y corrientes, como nosotros mismos, con iguales necesidades de diversión y padecimiento, se abrirá una brecha imposible de cerrar entre política y ciudadanía. Esa lejanía ya la estamos padeciendo con esta especie de autismo colectivo.
Al ya exprimer ministro británico Boris Johnson le costó el cargo un guateque en el 10 de Downing Street, en plena pandemia y con exigentes normas restrictivas para la población. La gravedad del asunto fue el tiempo, la oportunidad del momento, instrumento clave en la estrategia política, no el ‘coperío’ en sí. Abusó de su pedestal y hoy es desafortunada anécdota, bien merecida, en las tribulaciones de su comunidad. Pero el aceite que flotó sobre el agua fue la juerga de marras, por encima de la ensoberbecida patente de corso adoptada por su cargo.
Un bailoteo del expresidente del Gobierno Mariano Rajoy, también inundó de mala baba el patio de vecindad de las redes sociales. No menos cachondeo se descargó sobre su afición al ciclismo y la participación en debates radiofónicos de alguna etapa del Tour de Francia o de la Vuelta a España. Como si el puesto estuviera atenazado por la erudición constante.
Fue hace tiempo, pero hay que ver la bilis que segregó una colección de fotos de la exvicepresidenta del Gobierno Soraya Saénz de Santamaría, en un posado de lejanísimas sugerencias sexys para romper la imagen de niña empollona que la perseguía. O las imágenes de las mujeres del Ejecutivo con creaciones de alta costura en una revista especializada en moda.
Hay decenas de ejemplos en los que los comportamientos de políticos como personas de la calle se mancillan por estas fruslerías plebeyas en mentes sin más coordenadas en la zona neuronal que el escándalo o la maledicencia. Es la reacción de seseras disfuncionales únicamente prestas a la acción de vilipendiar actuaciones que en cualquier ciudadano se observan con la más absoluta de las indiferencias y que, en los casos expuestos, no son más que demostración de la miseria en que se ha convertido el debate social y político.
El de Sanna Marin es especialmente cruento sobre todo en la desmesurada reacción de que una fiesta de estas élites lleva consigo el marchamo imaginado de orgía. A esta mujer, condición que se antepone, a la de primera ministra, se la ha obligado a hacer un test de drogas para certificar, ante el tribunal popular de las redes, el pedigrí de pureza que se le exige a un líder. Lo hizo, dio negativo, y la jauría de acusadores quedó condenada a lo peor que le puede pasar a semejante inquisición: el silencio, aunque su repulsivo olfato no tardará en encontrar nueva pieza que cobrarse.
Ha habido reacciones a este acoso indecente que se han quedado en la parte de sus conveniencias y no en el todo de la necesaria justicia reparadora a Sanna Marin. Hemos oído a la portavoz del Gobierno de este país, quedarse en el barniz exculpatorio del victimismo de cierto feminismo, con el argumento parcial y sectario de que la acusación se cimentaba solo en la condición de mujer joven y atractiva de la agraviada, sin extender la queja a la costumbre extendida universalmente de condenar sin demostración de culpabilidad y sin distingo de géneros. De todos es sabido que el principio de presunción de inocencia es el cuerpo y alma de una democracia. Por ese desagüe se están yendo los fluidos de la libertad. La ley es un juguete de las masas y ya sabemos en qué degenera el caos al que se somete a los principios clásicos y básicos de convivencia.
Y queda lo peor, que lo acaecido con la primera ministra de Finlandia azota una condición humana que guarda todavía los rescoldos tóxicos de una humanidad anquilosada en lacras del pasado más profundo. Si hubo una inquisición de dogmas cocidos al fuego, hoy hay otra más sofisticada y anónima que no huele a piel quemada, pero que achicharra honor y nombres de personas de toda condición, por desmarcarse del pensamiento único o por reivindicar la inherente condición de ser racional y no bovino del rebaño. Que si el puritanismo se aleja de los odios al diferente en presencia, en cambio atrapa y condena sin miramientos al distinto en esencia. Ahí siguen, los mismos perros con otros collares ¿O no?