Manuel Gervasi Sierra
Domingo, 11 de Septiembre de 2022

Memorias de un astorgano: Manuel Gervasi Sierra ( I )

'Memorias de un astorgano' fueron publicadas por 'El pensamiento Astorgano' en el año 1977. Llevaban la firma de Manuel Gervasi Sierra, un astorgano muy conocido por su trabajo como linotipista en la Imprenta de Domingo Sierra y por sus colaboraciones en los periódicos locales. Sus memorias nos acercan a un
modo de ser de Astorga ya desaparecido y constituyen una estampa impagable de los primeros 75 años de la Astorga del siglo XX.

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Nacía en Astorga, en el mismo corazón de la ciudad, en el centro de la Plaza del Obispo Alcolea, donde existía una pequeña manzana de casas, que dejaban unas estre­chas calles laterales, donde hay un jardincillo y se colocó primeramente el monumento del León y el Águila de la Independencia.        

 

Me pusieron por nombre Manuel y de apellidos tengo Gervasi y Sierra, y en el transcurso del tiempo entre mi na­cimiento y mi bautizo se trasladó mi familia a la Plaza de la Catedral, en el esquinazo del hoy Colegio de 'La Milagrosa’. Las casas que había, unas cuantas fueron derribadas hacia 1910 y alguna recientemente.

 

Hasta que no tuve uso de razón, Astorga era para mí algo sin importancia; pero después he bendecido tal casualidad y estoy orgulloso de mi pueblo y él sin querer me ha dado conocimientos, pues siendo la ciudad culta por excelencia algo se pega y sin tener medios económi­cos y ser el quinto hijo de una familia numerosa de nueve y obrera, lo que es más difícil; y así, con las hogazas de a ocho, patatas y el ‘cerdico’ que todos los año criábamos, nos fuimos criando también nosotros.

 

Cuando no había cumplido aún 13 años tuve que salir de la escuela, porque mi padre había marchado a la Argentina -que entonces era tierra de emigrantes como ahora lo son los países europeos- con su demanda de trabajo. Mi padre no tuvo suerte; aquello se había satu­rado y estuvo dos años en Buenos Aires, mientras que de la expedición que con él marchó (compuesta de unos 15 trabajadores y padres de familia) habían regresado casi todos, menos el señor Valtuille y él. Mi padre marchó a la provincia de Juju y no volvimos a saber de él. La prensa relataba que había grandes terremotos por allí y es presu­mible que por allí pereció. El señor Valtuille dicen que fue contratado para una serrería en la Tierra del Fuego y tampoco se supo más.

 

Mi padre se dedicaba a instalaciones de luz de carburo o gas en las casas cuando no había eléctrica y también a obras de saneamiento y hojalatería. Dicen que era muy hábil en cualquier rama; era natural de La Bañeza e hijo de un italiano rico, napolitano, que por estas tierras apareció y se aposentó, casándose con una bañezana; tuvo tres hijos, pero cuando tenía mi padre tres años, se quedó huérfano de padre y madre, debido a una peste que, por el año 1870, segó muchas vidas. Los niños quedaron en poder de parientes que evaporaron la riqueza y el bienestar. Una hermana de su madre fue la que los crió.

 

Cuando se marchó mi padre yo ya era el tercero en edad -en vez del quinto- pues se hablan muerto dos herma­nos mayores, uno de 17 años, que tenia reúma articular, de un ataque al corazón (estaba de dependiente en el comer­cio de don Pío Salvadores, quien estaba muy contento con él y lo elogiaba). Se llama lldebrando. El otro tenía el nombre de mi padre, Elías, y murió de meningitis a los tres años. Este era quinto mío, pues nació el 6 de enero de 1899 y yo en el mismo año el día 8 de diciembre. Entrábamos en suerte los dos el mismo año, pero no hubo lugar, pues fue un angelito para el cielo. La meningitis fue una terrible enfermedad para la familia, pues se murieron dos hermanos y yo, a los diez años, también la padecí, así como mi prima Olimpia Sierra. Gracias al cielo y méritos de aquel gran médico que se llamó don Enrique Alonso Goy estamos en este mundo. Por aquel tiempo una hija de don Delfín Rubio, acaudalado fabricante de chocolates y mantecadas, falleció de la misma enferme­dad y fue muy sentida su muerte, pues siendo joven, rica y bella, son más populares los sentimientos. Aún recuer­do que siendo casi vecinos (pues entonces ya vivíamos en la calle del Conde de Altamira, en una casa propiedad de don Marcelino el Botero, y por lo tanto alrededor de Puerta Obispo) gente inculta y yo recién salido de la enfermedad, me increpaban diciéndome que bien podía haberse cambiado la suerte y yo debía haber sido la víctima, pues se daba el caso raro de que yo estuve muerto unas cuantas horas, desde las cinco de la madru­gada hasta las 8 y media, destapado y avisado el médico, para certificar la defunción y el funerario en casa para amortajarme. El caso es que el señor Rosendo García, vecino y amigo de la casa que me estaba velando, asegu­ró que le parecía haber visto algún imperceptible movi­miento y que además el cuerpo estaba caliente y no se habla enfriado a pesar de estar descubierto y del tiempo transcurrido, con lo que me volvió a tapar cuidadosamen­te y avisó rápido al médico, el cual certificó que estaba vivo. Continuando en coma más de veinticuatro horas, lentamente volví a este mundo que me había de deparar otros 67 años más de existencia. Mientras estuve mori­bundo me tenían puestas en las pantorrillas unos sinapis­mos y como no me quejaba, se olvidaron de ellos, lo que dió lugar a que restablecido completamente de mi enfer­medad, tuve que estar mes y medio inmovilizado en la cama para curar las quemaduras horribles que tenía en las piernas.

 

 

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En mi infancia viví varios años con mi abuela que habitaba en la calle de la Portería, en la cárcel vieja, y allí pernoctaban otras dos ancianas; una era la señora Telesfora (esposa de don Juan Murías, matrimonio sin hijos que era el perrero de la Catedral) y la otra, la señora Antolina, que vivía con un sobrino llamado Severino, el cual era carpintero. Enfrente estaba el capellán de las monjas de Sancti Spirítus, el señor Justiniano Escudero y su hermana Benedicta. Estos tenían un hermano sargento, Emilio Escudero, que estaba en la zona, que se casó con una astorgana y falleció en 1947 con el grado de teniente coronel, en Madrid.

 

Desde la casa de mi abuela y pasando la calle de la Culebra (que así se llamaba la que hoy se titula calle de San Javier) y en dirección a la Catedral, vivía la señora Bernardina ‘la Tranca’, con su almacén de cachivaches viejos, donde cualquiera podía comprar toda clase de muebles y utensilios necesarios para montar una vivienda con todos los elementos usados, pues entonces las fami­lias obreras se contentaban con pocas dependencias y pocos muebles. Muchos recién casados llevaban como todo ajuar una mesa de cocina, unos bancos y una cama, se aprovisionaban del resto, en la citada casa de ‘la Tran­ca’, que era una mujer muy buena y servicial. Tenía el caserón, que era enorme, abarrotado con cómodas, arma­rios de cocina, sillas, catres y hasta tarteras, zapatos y prendas de vestir. La adquisición de estas cosas nuevas no estaba al alcance de muchos proletarios, pues se daba el caso de algún funcionario que se trasladaba o alguna familia deshecha por la muerte, que ponían en venta todos los enseres y por aquella casa pasaba toda Astorga, revisando y comprando, y era conocido el caso por el nombre de almoneda, y a bajo precio se llevaba la mer­cancía. Cuando había varios compradores de un mismo objeto, se organizaba una subasta, llevándola el mejor postor. Cuando no se vendía, el resto lo cogía al desbara­te ‘la Tranca’, que tenia almoneda permanente.

 

A la vuelta habitaba el señor Crisanto -sepulturero muchísimos años- padre de don Luis García, el que llegó a ser rector del Santuario de Fátima; era un hombre popular y buena persona que, en su prolongado servicio, llegó a ser conocida la frase de “vas a ir a parar al huerto del tío Crisanto”, cuando se hablaba de alguna persona paliducha o enferma. Recuerdo al señor Zenón, el zapa­tero, que tenía la tienda frente a las casas de Miguélez y que vivía en la casa de las enterradoras y que murió por el 38, de locura senil, dando quehacer a todos los vecinos de la calle San Javier. El edificio donde habitaba era una casa morisca de indudable valor y su dueña, necesitando dinero, la vendió y fue derribada. En su lugar hay una nueva construcción. Años después fue unánime el senti­miento por el derribo, pero anteriormente nadie hizo caso de ella ni el Ayuntamiento ni el Estado, como igualmente otra que había frente al Palacio Episcopal.

 

En el rincón de la calle de San Javier, estuvieron muchos años las monjas Siervas de María, cuidadoras de los enfermos, pero, anteriormente, en los años de mi infancia, allí vivía -y creo que allí murió- don Braulio Lobo Ligero, deán de la Catedral, hombre muy destaca­do. Ante las injusticias y la pobreza, que existían, le cantaba las cuarenta al lucero del alba, no teniendo pelos en la lengua y así el hombre tenía amigos sinceros y enemigos que le odiaban. Se cuenta que estando enfermo de muerte y sabiendo todo el mundo quien sería su sucesor, éste, que era canónigo, fue a visitarlo y él al verle le dijo: “Qué, ya vienes a ver si me he muerto, no te apures hombre, que poco me queda”. También se contaba que, como fabriquero, envió a un albañil a arreglar parte del tejado de la Catedral y éste entre unas vigas, encontró unas monedas de oro que el hombre se apresuró a entregar a don Braulio, quien estaba acompañado de varios canónigos, y él, después de agradecérselo y darle la propina, sacó unas perras y le dijo que comprara una cuerda lo suficiente fuerte para que se colgara de la cam­pana, lo que significaba, llamarle bobo por no haberse quedado con ellas, pues se trataba de un hombre con numerosos hijos y hambrientos y la gente decía que si se las hubiera entregado a don Braulio a solas, era seguro que le hubieran librado de la miseria y las monedas no habrían ido a parar a las arcas del Cabildo, que, siendo rico, se las endosó. Hoy día podríamos haberle llamado un ‘cristiano comunista’.

 

 

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Por aquella época la iluminación de las calles era deficiente. Por las noches, en verano, mi abuela me deja­ba trasnochar. Me agarraba de la mano y me daba la sorpresa de llevarme a ver los serenos que, a las 10 en punto, salían del Ayuntamiento y con el chuzo y el farol, se ponían en fila delante del Consistorio, y al dar la última campanada el reloj cantaban: “Alabado sea Dios las diez y sereno, o nublado, o lloviendo”. Cita que tenían que repetir en intervalos, por las noches en su ronda nocturna. Aquella noche yo apenas dormía, pensando en los ladrones que habría para estar toda la noche alerta los serenos.

 

También me causaba sensación y me envolvía en un misterio extraño: el toque de retirada de la Guardia Civil, cuyo cuartel estaba en la Plaza Calvo Sotelo (llamada en­tonces Plaza de la Libertad) en casa paralela a la de la calle de Vlllafranca, pero para el otro lado del Seminario; saliendo un corneta a la puerta de la calle con su instru­mento, tocaba una música militar que, en el silencio de la noche, a las 10 también, sin motores de explosión ningu­no, vibraba en mis oídos como una emoción de oración, mezclado de alegre pasacalle y también de respeto y temor a los hombres armados.

 

La fe estaba tan extendida y arraigada que, al toque de oración, al oscurecido, encontrándome en cualquier parte (en el campo los labriegos, en las casas particulares) se paralizaba toda actividad, entonándose una oración al Señor.

 

En el estío se sacaban por las noches las sillas a la calle para tomar el fresco y alguna vecina, en las primeras horas de la noche, con la cazuela de las sopas de ajo debajo del mantón, iba comiéndolas por la calle abajo hasta el escaparate de Panero, que era donde se ponían los telegramas, comunicándolo a la vuelta a los contertu­lios.

 

No podía menos de señalar mis correrías por la Plaza de la Catedral, la calle del mismo nombre, el atrio, las torres y el Palacio de Gaudí, donde, siendo amigo de Joaquín, el hijo de ‘el Empalmao’, que era el conserje, todas las dependencias estaban a nuestra disposición, un lugar preferido para jugar al escondite, recordando una estancia pequeña en la parte abajo que, interiormente decoraba incluyendo la puerta; si metíamos a un chico extraño, no acertaba nunca a salir y terminaba dando gritos alocados.

 

Tampoco se me olvidan mis pasos por la calle de la Catedral, de gratos recuerdos también para el amigo Juan Carlos Villacorta -que frecuentemente los añora- porque fue campo de sus juegos una docena de años después. La casa de la Botica, donde vivía él, tenía un portal espa­cioso donde nos metíamos cuando llovía y al oscurecer contábamos cuentos en cuclillas, formando corro alrede­dor y siempre había alguno que sacaba el asunto de los sacamantecas y las brujas, para ir con temor a guarecer­nos entre las sábanas. Este portal y el de la Justa (la Mercería de la Plaza de la Libertad, que estaba muy abrigado y además semejaba una sala o un cuarto íntimo, por estar tablado y decorado) eran las salas preferidas para nuestras sesiones. Este portal inolvidable estaba en la casa vieja donde hoy se encuentra la floristería frente al Bar Capitol.

 

Sabiendo hoy día que el padre de Juan Carlos era ambulante de Correos, lo que yo no sé es si tendrá un hermano que se llamaba Gregorio o si era en la casa de al lado (en la esquina hoy ya Colegio de La Milagrosa, y en la que vivía un viajante, y sería hijo de él) lo cierto es que un día nos peleamos y me hizo sangrar. Mi padre, de temperamento levantisco rápido, al verme, me dijo que no me dejara nunca avasallar, que le rompiera el alma con un piedra o con lo que fuera y no lo eché en saco roto. No habían pasado 24 horas y nos volvimos a engallar, cogiendo una buena piedra, le di tan fenomenal pedrada, que sangraba a chorros de la cabeza. La que se formó fue algo terrible, alboroto en la vecindad, llamada urgente al médico. Todos me daban de morradas y hasta mi padre me llamó de animal para arriba todo lo que se puede decir, dándome unos estacazos morrocotudos. Yo no comprendía nada haciéndome un lío de confusiones.

 

CONTINUARÁ (...)

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