Vivir con nuestros muertos
![[Img #60378]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/09_2022/550_2-dsc_0101.jpg)
“Me interné en los bosques porque quería vivir intensamente; quería sacarle el jugo a la vida. Desterrar todo lo que no fuese vida, para así, no descubrir en el instante de mi muerte que no había vivido”.
Henry David Thoreau
Hace muchos años -tendría yo veinte-, en un bar de Santa Ana en León un hombre apostado en la barra dijo: la vida es bella porque es efímera. Yo pasaba por allí por azar y esa sentencia, cazada al vuelo, me dejó tocada. No la entendí. Nunca la olvidé.
La muerte ha sido, y sigue siendo, mi gran obsesión. Rosa Montero apuntó, en una conferencia que dio el 16 de febrero de 2018 en el Hospital Gregorio Marañón, que los novelistas, esa especie rara en la que habitan muchos dentro del yo, eran personas más obsesionadas que el resto con el paso del tiempo y con la muerte. No sé. Estoy en un momento de mi vida en el que miro a mi alrededor y una buena parte de lo que veo me evoca personas, también cosas, que ya no existen. Unas tras otras, de forma callada, se han ido yendo. Últimamente me vienen a la cabeza flases del pasado con tal vivacidad (mi padre cerca de la ventana quitándose un espino, mi abuela haciendo solitarios en la mesa camilla) que pareciera que hubieran tenido lugar ayer mismo. He pensado apuntarlos una libreta y escribir sobre ellos, a modo de estampas poéticas que el paso del tiempo tamiza, colorea, retoca, embellece. Ahora mismo, mientras escribo esto en el corral de la casa de mis padres -la vecina fregando tras la tapia en la armonía serena de la sobremesa- pienso si tal vez un día, como un ‘déjà vu’ futuro, no recordaré este momento con la nitidez luminosa con la que hoy recuerdo algunas escenas del pasado.
Vivimos unos años, nuestros años jóvenes, en los que la muerte, salvo por acontecimientos extraordinarios -accidentes, enfermedades incurables- nos es ajena pero, pasada una edad, el monto de muertos se nos va acumulando. Paseo a veces por las calles de mi pueblo como Pedro Páramo recorriendo Comala mientras me digo “aquí vivió fulanito, aquí menganito”, y hasta imagino que este último abre la puerta, asoma como un cristo resucitado entre la cortina de flecos, da los buenos días, busca una excusa para pegar la hebra.
Vivimos en una sociedad que trata la muerte desde la negación, desde la evasión, como si no existiera. Nos educan -y eso que es una asignatura que todos sin excepción a-probaremos- con una venda en los ojos con respecto a esta. No hablamos de la muerte salvo en momentos puntuales que nos pilla de pasada, y cuando eso ocurre, lo hacemos por obligación, por compromiso, pasando de puntillas por su lado no se nos vaya a pegar algo. Por eso cuando hace un par de meses, por recomendación de dos grandes lectores, cayó en mis manos el libro de la joven rabina Delphine Horvilleur ‘Vivir con nuestros muertos’, lo recibí como un gran hallazgo. No me defraudó cuando abrí el cofre de las palabras sabias, sinceras, palabras de verdad de su autora. ‘Vivir con nuestros muertos’, que lleva por subtítulo ‘Pequeño tratado de consuelo’, pese al dolor que entraña en determinados momentos -a ratos notaba que tenía los ojos nublados por las lágrimas y algunos días tuve que dejarlo por la identificación familiar que hice con algunas de las historias que allí se cuentan, para luego volver a él, disfrutarlo intensamente -es toda una experiencia lectora y, como decía una de las personas que me recomendó el libro, es, sobre todo, un canto a la vida y al amor que tenemos a nuestros seres queridos que ya no están. Un libro, sin duda, para la relectura que nos descubre, a mí al menos, que nadie, por muy en contacto que esté con la muerte, paliativistas, rabinos, etc, está inmunizado del miedo a morir, de ese momento para todos desconocido que tiene que ver con nuestra desaparición de este mundo y que constituye además, lo queramos ver o no, una de las pocas certezas que tenemos.
La vida es bella porque es efímera, dijo el señor del bar de Santa Ana hace mil años. No sé. Yo no lo tengo tan claro. Pero mientras vivimos, tal vez la mejor manera de compensar nuestro destino final, sea apurando intensamente cada instante, haciendo aquello que nos gusta, que queremos, que enraíza en nuestros deseos más genuinos (acaso el arte, la belleza, la comunicación con los otros, o lo que cada cual tenga a bien y considere más suyo).
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“Me interné en los bosques porque quería vivir intensamente; quería sacarle el jugo a la vida. Desterrar todo lo que no fuese vida, para así, no descubrir en el instante de mi muerte que no había vivido”.
Henry David Thoreau
Hace muchos años -tendría yo veinte-, en un bar de Santa Ana en León un hombre apostado en la barra dijo: la vida es bella porque es efímera. Yo pasaba por allí por azar y esa sentencia, cazada al vuelo, me dejó tocada. No la entendí. Nunca la olvidé.
La muerte ha sido, y sigue siendo, mi gran obsesión. Rosa Montero apuntó, en una conferencia que dio el 16 de febrero de 2018 en el Hospital Gregorio Marañón, que los novelistas, esa especie rara en la que habitan muchos dentro del yo, eran personas más obsesionadas que el resto con el paso del tiempo y con la muerte. No sé. Estoy en un momento de mi vida en el que miro a mi alrededor y una buena parte de lo que veo me evoca personas, también cosas, que ya no existen. Unas tras otras, de forma callada, se han ido yendo. Últimamente me vienen a la cabeza flases del pasado con tal vivacidad (mi padre cerca de la ventana quitándose un espino, mi abuela haciendo solitarios en la mesa camilla) que pareciera que hubieran tenido lugar ayer mismo. He pensado apuntarlos una libreta y escribir sobre ellos, a modo de estampas poéticas que el paso del tiempo tamiza, colorea, retoca, embellece. Ahora mismo, mientras escribo esto en el corral de la casa de mis padres -la vecina fregando tras la tapia en la armonía serena de la sobremesa- pienso si tal vez un día, como un ‘déjà vu’ futuro, no recordaré este momento con la nitidez luminosa con la que hoy recuerdo algunas escenas del pasado.
Vivimos unos años, nuestros años jóvenes, en los que la muerte, salvo por acontecimientos extraordinarios -accidentes, enfermedades incurables- nos es ajena pero, pasada una edad, el monto de muertos se nos va acumulando. Paseo a veces por las calles de mi pueblo como Pedro Páramo recorriendo Comala mientras me digo “aquí vivió fulanito, aquí menganito”, y hasta imagino que este último abre la puerta, asoma como un cristo resucitado entre la cortina de flecos, da los buenos días, busca una excusa para pegar la hebra.
Vivimos en una sociedad que trata la muerte desde la negación, desde la evasión, como si no existiera. Nos educan -y eso que es una asignatura que todos sin excepción a-probaremos- con una venda en los ojos con respecto a esta. No hablamos de la muerte salvo en momentos puntuales que nos pilla de pasada, y cuando eso ocurre, lo hacemos por obligación, por compromiso, pasando de puntillas por su lado no se nos vaya a pegar algo. Por eso cuando hace un par de meses, por recomendación de dos grandes lectores, cayó en mis manos el libro de la joven rabina Delphine Horvilleur ‘Vivir con nuestros muertos’, lo recibí como un gran hallazgo. No me defraudó cuando abrí el cofre de las palabras sabias, sinceras, palabras de verdad de su autora. ‘Vivir con nuestros muertos’, que lleva por subtítulo ‘Pequeño tratado de consuelo’, pese al dolor que entraña en determinados momentos -a ratos notaba que tenía los ojos nublados por las lágrimas y algunos días tuve que dejarlo por la identificación familiar que hice con algunas de las historias que allí se cuentan, para luego volver a él, disfrutarlo intensamente -es toda una experiencia lectora y, como decía una de las personas que me recomendó el libro, es, sobre todo, un canto a la vida y al amor que tenemos a nuestros seres queridos que ya no están. Un libro, sin duda, para la relectura que nos descubre, a mí al menos, que nadie, por muy en contacto que esté con la muerte, paliativistas, rabinos, etc, está inmunizado del miedo a morir, de ese momento para todos desconocido que tiene que ver con nuestra desaparición de este mundo y que constituye además, lo queramos ver o no, una de las pocas certezas que tenemos.
La vida es bella porque es efímera, dijo el señor del bar de Santa Ana hace mil años. No sé. Yo no lo tengo tan claro. Pero mientras vivimos, tal vez la mejor manera de compensar nuestro destino final, sea apurando intensamente cada instante, haciendo aquello que nos gusta, que queremos, que enraíza en nuestros deseos más genuinos (acaso el arte, la belleza, la comunicación con los otros, o lo que cada cual tenga a bien y considere más suyo).






