Memorias de un astorgano: Manuel Gervasi Sierra ( II )
Manuel Gervasi Sierra nació con el siglo XX y fue testigo directo de los cambios y devenires de Astorga a la que tanto amó. Alegre y entusiasta dejó huella en el corazón de todos aquellos que lo conocieron.
Con su admirable memoria y su verbo sencillo y espontáneo nos hace viajar a la Astorga del siglo pasado. Sus palabras son como perlas de un tesoro que ya no existe pero que aún no se ha desvanecido del todo.
![[Img #60412]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/09_2022/9635_astorga-392.jpg)
(...)
La Plaza de la Catedral, Puerta Obispo y sus alrededores
El Cabildo Catedralicio tenía varios empleados, entre ellos dos ‘perreros’, que así se les nombraba, que tenían la misión de porteros, limpiadores y cuidadores del templo; uno era bajito llamado Juan Murias y otro, buen mozo, llamado Calixto Granja, el pequeño era más renegón; estaba el Pertiguero a quien siempre conocí, el padre del actual, y dos campaneros: el señor Prudencio Nistal y el señor Serapio que tenía un hijo, José, mayor que yo, con el cual subía a la torre y tocaba las campanas. Ante la vista espléndida de la ciudad, desde aquella altura, nos extasiábamos contemplando la pequeñez de los hombres y dominando el patio, parte del Convento de Santi Splritus, veíamos a las monjas, muchas veces en juegos: (hay que considerar que en aquella época eran la mayoría muy jóvenes), juegos que cesaban y se guardaban inmediatamente si nos poníamos delante de los ojos las manos, simulando tener unos lentes de largo alcance, pues ellas sabían que con la vista propia eran figuras nebulosas por la distancia y sin detalle alguno.
En el sitio del Colegio de La Milagrosa existían tres casitas de planta baja y alta; la de la esquina era la del señor Nicanor, el maestro; le seguía la del señor Martinón, el tenor de la Catedral (que no era clérigo, sino casado) y había otro vecino que no recuerdo y entre ellos estaba casi siempre Evencio el ciego, que era querido y popular en toda la ciudad, teniendo un tacto y memoria prodigiosa, y aunque parezca increíble conocía toda Astorga palmo a palmo y hasta a sus habitantes por la voz. Faltándole la vista parecía poseer un sexto sentido del cual carecíamos los demás, pues adivinaba la presencia de cualquiera sin haberle hablado y sin haber hecho ruido alguno. Yo, que algunas veces soy observador, comprobé, no de niño, sino ya de mozo, este hecho milagroso. Se daba el caso curioso que hacía de recadero y nadie mejor que él para cumplir el encargo a conciencia. Una vez iba yo para casa y en la esquina de Santa Marta venía Evencio para la ciudad, y un forastero, no dándose cuenta de su ceguera, le preguntó por la casa de don Manolo Franganillo y él dando vuelta a su cuerpo, le indicó: “Siga usted para arriba, a la izquierda está primero la calle de la Portería, siga más adelante y entre en la calle de la Catedral, a la esquina hay una tapia de patio y a continuación hay una casa de cinco balcones, esa es". El forastero fijándose en su vista muerta, corrió, se alejó, pero el ciego no se equivocó.
![[Img #60414]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/09_2022/1917_evencio-el-ciego-boceto-de-sendo-garcia-ramos-escanear0001.jpg)
Enfrente de la calleja que une las calles de la Portería y la de la Catedral (hoy de Leopoldo Panero) había una puerta de hierro que daba entrada por un pasillo largo con árboles al Colegio de La Milagrosa, que entonces estaba interior. Desde esta reja hasta la plaza de la Catedral, las casas desaparecieron por la construcción del colegio. Las casas que seguían para Puerta Obispo, parece que las estoy viendo, primero estaba la de don Pablo Barrios, cojo, carpintero y su esposa la señora Agueda (padres de Esperanza, la que se casó con Avelino el cartero y herrero, muy popular y de grata memoria; siendo novios los chavales los mirábamos y los espiábamos); venía después la de un canónigo y después la de la Julia la planchadora y luego la casa hoy día conocida por la de Leopoldo Panero, que era entonces propiedad de don Leoncio Núñez, tío abuelo de Leopoldo. Este señor, adinerado y prestamista, dicen tenía una esposa bastante avara y tacaña, y todo su afán era acaparar dinero. Yo no la recuerdo y si existía en los tiempos de mi infancia, no lo sé, pues nunca la vi en su compañía y sí de dos perros gigantescos, que me causaban un terror espantoso al acercarse y lamerme la cara y la cabeza. Tenían la forma de los galgos, aunque no tan delgados y mucho más grandes, con orejas terminadas en punta; ignorando su raza los he visto frecuentemente en el cine a los pies de los lores ingleses en sus castillos.
Su mansión está intacta, exteriormente, pero este señor que era republicano, anticlerical, demostró ser un amante de su pueblo, pues al morir dejó al Ayuntamiento los terrenos hoy comprendidos de la Rosaleda del Jardín, para agregarlas al parque y además 25.000 pesetas para construir un depósito de aguas, que resultaba deficiente. Con motivo de ello el Ayuntamiento le dedicó el nombre a su calle y así estuvo unos cuantos años, pero en el ensalzamiento de su sobrino nieto en las letras españolas, pusieron el nombre del sobrino y quitaron el del tío, relegándolo al de una travesía del Paseo Blanco Cela. Le teníamos tal miedo a los perros y al amo que no osaba acercarse a las puertas de reja ningún chaval.
Adosada a esta casa estaba, y está, donde vivía don Pedro González a quien poco recuerdo pero no así a su esposa, doña Marcelina Sobaco, mujer muy inteligente, que murió por el año 68, a los 92 años de edad, y con la que sostuve muchas conversaciones, no en mi niñez, sino después de casado. Me deleitó con su conversación, relatándome pormenores de la guerra civil carlista en la que formaron parte varios familiares en el ejército liberal. A la vuelta residía doña Julia Castro llamada en su juventud “la mantecada de Astorga”, aludiendo a su belleza. ¡Cuántos chapuzones nos dimos en la fuente que había en su puerta y que la señora Bernardina la Botera sentada al sol en invierno o al fresco en el verano, nos amonestaba desde su silla, amenazándonos con su cacha, importándonos un bledo sus reproches en la seguridad de su imposibilitamiento por el reuma que padecía!
También las calles cercanas ejercían mi atención, sobre todo Puerta Obispo, las tiendas de las Letras, de Marcelino y la del Gaitano, existentes en la actualidad; don Adolfo Gallín, el carpintero y funerario; en la calle Húsar Tiburcio estaba don Manuel Fuente, el huevero, que en tiempo de carnavales siempre estaba chispeante con alguna ocurrencia y cuyo hijo Manuel fue condiscípulo mío en los Maristas; el señor Reymondez, el confitero, (que ignoro por qué le llamaban Paja y Cebada); don Vicente el Rizo, fabricante de chocolates; y el señor Trampa, que ahí en la Plaza, alrededor de la caseta de consumos, eran constantes vigías, departiendo sus asuntos, como Gabrielón, Chisquero y Julio Bustillo Olaran, en la calle García Prieto.
En la calle del Conde Altamira vivía enfrente de nosotros don Ángel Nistal, el alfombrero, en casa de Marcelino el Botero (que posteriormente construyó una casa más cerca de la muralla), era gran cazador y director de la Escuela de dibujo que, en el Círculo Católico de Obreros, tuvo gran importancia y del que fueron sus discípulos más aventajados Florentino Francisco, el de las gaseosas, y Apolinar Arias, delineante que murió en Francia hace pocos años.
![[Img #60413]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/09_2022/6609_astorga-611.jpg)
El espacio que es hoy Alameda y sitio de recreo, entre la Escuela de Maestría, la sección del Instituto y las Escuelas, estaba lleno de montones de tierra, incluidos la casa del cochinero y la calle inútil que allí existe actualmente y que cuando se allanó se convirtió en la Plaza de los Cerdos. Cuando estaban los montones, hacíamos experimentos peligrosos, como disparar con cachorrillos metrallas o coger carburo, meterlo en un bote con un agujero, enterrarlo, echarle un poco de agua y después prenderlo, lo cual producía un estampido, saliendo el bote disparado a las alturas. El carburo yo se lo cogía del almacén a mi padre. Algunas veces fallaba o se retrasaba en estallar y así sucedió que una vez Vicente, el hijo del Rizo, el fabricante, se acercó a mirar, estallando en aquel momento y dándole el bote en la frente. Se hizo una herida tremenda, y se llegó a temer por su vida.
Mi tío y mi abuela, con quienes conviví de niño mucho tiempo, eran vecinos del capellán de las monjas y una vez decidieron y me metieron de monaguillo en la Iglesia del Convento. Las monjas me miraban y yo estaba muy contento, me daban ‘cuchiflitos’ y chucherías y una vez me encomendaron un cirial en la procesión del Sagrado Corazón de Jesús y sucedió que al llegar a la calle de la Thona, frente a la casa de don Fermín, el de las gaseosas, existían unos cables eléctricos y estaban muy bajos, atravesando la calle, pude sortearlos perfectamente, pero jugando intencionadamente levanté el cirial tropezando con ellos y ¡buena la formé! el metal se intercaló entre dos cables opuestos, formando un circuito y soltando unas chispas atemorizadoras, lo que originó una revuelta; yo solté el cirial que quedó colgando adherido a los cables chispeando. Entonces había un temor casi supersticioso a la electricidad y nadie se acercaba; un clérigo cogió el cirial, pero dándole la corriente, empezó a dar voces porque no podía soltarlo. Tirando de él, rompieron los cables y se soltó el cirial, pero habiéndose desprendido los cables en un largo trecho, cayeron al suelo y, enredados, continuaban chispeando, lo que originó un pánico que la procesión se dispersó, huyendo atemorizada la mayor parte de la gente. Hubo que llamar a un técnico, y, después de mucho tiempo, se organizó nuevamente la procesión con la cuarta parte del personal.
Frente al Convento de Santi Spiritus la calle tenía unas roderas de 30 centímetros profundos y en las procesiones de Semana Santa, en las varas centrales de los pasos se cargaban todo el peso, porque los que llevaban las laterales se hundían y los reventaban. Cuando llegaba el Corpus, al extender la arena por las calles para facilitar el paso del Carro Triunfante, se rellenaban, pero pronto se volvían a hacer.
A un lado de la casa de Letras, estaba la de don Delfín Rubio de cuyo portal fascinaban unos cristales de colores que comunicaban con el patio, y nos parecía un palacio encantado. Más abajo vivía don Eloy, el pintor (hijo de Marcial, el maestro de obras del Ayuntamiento) que era primo carnal de mi padre y me daba propinas cuando me veía. A la entrada de la calle Villafranca moraba don Ricardo Sabugo, canónigo y gran cazador, siguiéndole don Santiago el cojo, que tuvo varias veces los Consumos.
En la casa donde vivía actualmente don Pedro Martínez Juárez, el gran hombre desaparecido hace poco, estaba la Notaría, cuyo notario, don Gonzalo González de Caso, era un hombre alto y fuerte que vivía con su hermano don Daniel, que aún era más corpulento. Allí estaba mi tío de oficial. La calle estaba empedrada, pero por su vera había una cerca de losas que seguía y cruzaba toda la Plaza de la Libertad con acacias a los lados; y éstos, y la fuente, eran sitio de nuestro esparcimiento, siempre pensando en las peras que, sobre la tapia de la huerta de la ‘Toribina’, nos llevaba los ojos y el alma. La huerta estaba en el lugar que ocupa hoy el Cine Capitol.
Don Gonzalo, que nos observaba, nos dijo un día que precisamente la dueña andaba buscando quién le vendimiara las cerezas y que fuéramos a ofrecemos. Nosotros, cándidos, le creímos a pies juntillas y fuimos. Al ver las puertas abiertas y que nadie respondió nos dimos de frente en la huerta y ni cortos ni perezosos nos pusimos a comer fruta a ‘esgalla’ y cuando más entusiasmados y hartos estábamos, apareció ella y nos quería encarcelar, matar y no sé cuantas cosas más. Salimos despavoridos al ver su actitud. En el revuelo se enteró que don Gonzalo había tenido la culpa y sobre él fue como una furia. Don Gonzalo, que ignoraba que nosotros habíamos entrado y hecho aquel desaguisado, bonachonamente concertó con ella el daño y tuvo que ser bueno porque ella era de abrigo. Esta señora, que se llamaba doña Arsenia, era hija de un señor republicano llamado don Antonio Alonso y Alonso conocido por el apodo de ‘el Toribín’; según mis tíos me contaron, en 1903 fue director y propietario de un periódico republicano que se llamó ‘El Ideal’ y que el gobernador suspendió al año de su salida, pero reapareció enseguida otro, que era el mismo, con el nombre de ‘La Lid’ que como verán eran las mismas letras en otro orden. Parece ser que era redactor y secretario don Ricardo Moro, que fue procurador de los Tribunales. Creo que era un hijastro del ‘Toribín’ llamado don Félix Cuquerella, que llegó a ser escritor de cierta fama.
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En la casa de don Gonzalo vivió después su sobrino, el gran escritor y sacerdote don José María Goy, autor de una novela que se titulaba ‘Susarón’. Dicen que no quiso ser obispo y era auditor del Tribunal de La Rota; como también don Aurelio Sabugo que, debido a una enfermedad, lo recuerdo, y en vacaciones, subir descalzo por eI Postigo arriba, y era hermano de don Marcelo Sabugo.
Todas estas personas desaparecidas, eran los personajes respetables de mi vida infantil y las calles dichas estaban llenas de hierbas por el escaso tránsito; excepto la de la Catedral y la de Villafranca, que llegaba a Puerta Obispo, que tenían acera, en las demás se caminaba por el centro, y al pie de las casas había ortigas y cardos.
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Con su admirable memoria y su verbo sencillo y espontáneo nos hace viajar a la Astorga del siglo pasado. Sus palabras son como perlas de un tesoro que ya no existe pero que aún no se ha desvanecido del todo.
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La Plaza de la Catedral, Puerta Obispo y sus alrededores
El Cabildo Catedralicio tenía varios empleados, entre ellos dos ‘perreros’, que así se les nombraba, que tenían la misión de porteros, limpiadores y cuidadores del templo; uno era bajito llamado Juan Murias y otro, buen mozo, llamado Calixto Granja, el pequeño era más renegón; estaba el Pertiguero a quien siempre conocí, el padre del actual, y dos campaneros: el señor Prudencio Nistal y el señor Serapio que tenía un hijo, José, mayor que yo, con el cual subía a la torre y tocaba las campanas. Ante la vista espléndida de la ciudad, desde aquella altura, nos extasiábamos contemplando la pequeñez de los hombres y dominando el patio, parte del Convento de Santi Splritus, veíamos a las monjas, muchas veces en juegos: (hay que considerar que en aquella época eran la mayoría muy jóvenes), juegos que cesaban y se guardaban inmediatamente si nos poníamos delante de los ojos las manos, simulando tener unos lentes de largo alcance, pues ellas sabían que con la vista propia eran figuras nebulosas por la distancia y sin detalle alguno.
En el sitio del Colegio de La Milagrosa existían tres casitas de planta baja y alta; la de la esquina era la del señor Nicanor, el maestro; le seguía la del señor Martinón, el tenor de la Catedral (que no era clérigo, sino casado) y había otro vecino que no recuerdo y entre ellos estaba casi siempre Evencio el ciego, que era querido y popular en toda la ciudad, teniendo un tacto y memoria prodigiosa, y aunque parezca increíble conocía toda Astorga palmo a palmo y hasta a sus habitantes por la voz. Faltándole la vista parecía poseer un sexto sentido del cual carecíamos los demás, pues adivinaba la presencia de cualquiera sin haberle hablado y sin haber hecho ruido alguno. Yo, que algunas veces soy observador, comprobé, no de niño, sino ya de mozo, este hecho milagroso. Se daba el caso curioso que hacía de recadero y nadie mejor que él para cumplir el encargo a conciencia. Una vez iba yo para casa y en la esquina de Santa Marta venía Evencio para la ciudad, y un forastero, no dándose cuenta de su ceguera, le preguntó por la casa de don Manolo Franganillo y él dando vuelta a su cuerpo, le indicó: “Siga usted para arriba, a la izquierda está primero la calle de la Portería, siga más adelante y entre en la calle de la Catedral, a la esquina hay una tapia de patio y a continuación hay una casa de cinco balcones, esa es". El forastero fijándose en su vista muerta, corrió, se alejó, pero el ciego no se equivocó.
Enfrente de la calleja que une las calles de la Portería y la de la Catedral (hoy de Leopoldo Panero) había una puerta de hierro que daba entrada por un pasillo largo con árboles al Colegio de La Milagrosa, que entonces estaba interior. Desde esta reja hasta la plaza de la Catedral, las casas desaparecieron por la construcción del colegio. Las casas que seguían para Puerta Obispo, parece que las estoy viendo, primero estaba la de don Pablo Barrios, cojo, carpintero y su esposa la señora Agueda (padres de Esperanza, la que se casó con Avelino el cartero y herrero, muy popular y de grata memoria; siendo novios los chavales los mirábamos y los espiábamos); venía después la de un canónigo y después la de la Julia la planchadora y luego la casa hoy día conocida por la de Leopoldo Panero, que era entonces propiedad de don Leoncio Núñez, tío abuelo de Leopoldo. Este señor, adinerado y prestamista, dicen tenía una esposa bastante avara y tacaña, y todo su afán era acaparar dinero. Yo no la recuerdo y si existía en los tiempos de mi infancia, no lo sé, pues nunca la vi en su compañía y sí de dos perros gigantescos, que me causaban un terror espantoso al acercarse y lamerme la cara y la cabeza. Tenían la forma de los galgos, aunque no tan delgados y mucho más grandes, con orejas terminadas en punta; ignorando su raza los he visto frecuentemente en el cine a los pies de los lores ingleses en sus castillos.
Su mansión está intacta, exteriormente, pero este señor que era republicano, anticlerical, demostró ser un amante de su pueblo, pues al morir dejó al Ayuntamiento los terrenos hoy comprendidos de la Rosaleda del Jardín, para agregarlas al parque y además 25.000 pesetas para construir un depósito de aguas, que resultaba deficiente. Con motivo de ello el Ayuntamiento le dedicó el nombre a su calle y así estuvo unos cuantos años, pero en el ensalzamiento de su sobrino nieto en las letras españolas, pusieron el nombre del sobrino y quitaron el del tío, relegándolo al de una travesía del Paseo Blanco Cela. Le teníamos tal miedo a los perros y al amo que no osaba acercarse a las puertas de reja ningún chaval.
Adosada a esta casa estaba, y está, donde vivía don Pedro González a quien poco recuerdo pero no así a su esposa, doña Marcelina Sobaco, mujer muy inteligente, que murió por el año 68, a los 92 años de edad, y con la que sostuve muchas conversaciones, no en mi niñez, sino después de casado. Me deleitó con su conversación, relatándome pormenores de la guerra civil carlista en la que formaron parte varios familiares en el ejército liberal. A la vuelta residía doña Julia Castro llamada en su juventud “la mantecada de Astorga”, aludiendo a su belleza. ¡Cuántos chapuzones nos dimos en la fuente que había en su puerta y que la señora Bernardina la Botera sentada al sol en invierno o al fresco en el verano, nos amonestaba desde su silla, amenazándonos con su cacha, importándonos un bledo sus reproches en la seguridad de su imposibilitamiento por el reuma que padecía!
También las calles cercanas ejercían mi atención, sobre todo Puerta Obispo, las tiendas de las Letras, de Marcelino y la del Gaitano, existentes en la actualidad; don Adolfo Gallín, el carpintero y funerario; en la calle Húsar Tiburcio estaba don Manuel Fuente, el huevero, que en tiempo de carnavales siempre estaba chispeante con alguna ocurrencia y cuyo hijo Manuel fue condiscípulo mío en los Maristas; el señor Reymondez, el confitero, (que ignoro por qué le llamaban Paja y Cebada); don Vicente el Rizo, fabricante de chocolates; y el señor Trampa, que ahí en la Plaza, alrededor de la caseta de consumos, eran constantes vigías, departiendo sus asuntos, como Gabrielón, Chisquero y Julio Bustillo Olaran, en la calle García Prieto.
En la calle del Conde Altamira vivía enfrente de nosotros don Ángel Nistal, el alfombrero, en casa de Marcelino el Botero (que posteriormente construyó una casa más cerca de la muralla), era gran cazador y director de la Escuela de dibujo que, en el Círculo Católico de Obreros, tuvo gran importancia y del que fueron sus discípulos más aventajados Florentino Francisco, el de las gaseosas, y Apolinar Arias, delineante que murió en Francia hace pocos años.
El espacio que es hoy Alameda y sitio de recreo, entre la Escuela de Maestría, la sección del Instituto y las Escuelas, estaba lleno de montones de tierra, incluidos la casa del cochinero y la calle inútil que allí existe actualmente y que cuando se allanó se convirtió en la Plaza de los Cerdos. Cuando estaban los montones, hacíamos experimentos peligrosos, como disparar con cachorrillos metrallas o coger carburo, meterlo en un bote con un agujero, enterrarlo, echarle un poco de agua y después prenderlo, lo cual producía un estampido, saliendo el bote disparado a las alturas. El carburo yo se lo cogía del almacén a mi padre. Algunas veces fallaba o se retrasaba en estallar y así sucedió que una vez Vicente, el hijo del Rizo, el fabricante, se acercó a mirar, estallando en aquel momento y dándole el bote en la frente. Se hizo una herida tremenda, y se llegó a temer por su vida.
Mi tío y mi abuela, con quienes conviví de niño mucho tiempo, eran vecinos del capellán de las monjas y una vez decidieron y me metieron de monaguillo en la Iglesia del Convento. Las monjas me miraban y yo estaba muy contento, me daban ‘cuchiflitos’ y chucherías y una vez me encomendaron un cirial en la procesión del Sagrado Corazón de Jesús y sucedió que al llegar a la calle de la Thona, frente a la casa de don Fermín, el de las gaseosas, existían unos cables eléctricos y estaban muy bajos, atravesando la calle, pude sortearlos perfectamente, pero jugando intencionadamente levanté el cirial tropezando con ellos y ¡buena la formé! el metal se intercaló entre dos cables opuestos, formando un circuito y soltando unas chispas atemorizadoras, lo que originó una revuelta; yo solté el cirial que quedó colgando adherido a los cables chispeando. Entonces había un temor casi supersticioso a la electricidad y nadie se acercaba; un clérigo cogió el cirial, pero dándole la corriente, empezó a dar voces porque no podía soltarlo. Tirando de él, rompieron los cables y se soltó el cirial, pero habiéndose desprendido los cables en un largo trecho, cayeron al suelo y, enredados, continuaban chispeando, lo que originó un pánico que la procesión se dispersó, huyendo atemorizada la mayor parte de la gente. Hubo que llamar a un técnico, y, después de mucho tiempo, se organizó nuevamente la procesión con la cuarta parte del personal.
Frente al Convento de Santi Spiritus la calle tenía unas roderas de 30 centímetros profundos y en las procesiones de Semana Santa, en las varas centrales de los pasos se cargaban todo el peso, porque los que llevaban las laterales se hundían y los reventaban. Cuando llegaba el Corpus, al extender la arena por las calles para facilitar el paso del Carro Triunfante, se rellenaban, pero pronto se volvían a hacer.
A un lado de la casa de Letras, estaba la de don Delfín Rubio de cuyo portal fascinaban unos cristales de colores que comunicaban con el patio, y nos parecía un palacio encantado. Más abajo vivía don Eloy, el pintor (hijo de Marcial, el maestro de obras del Ayuntamiento) que era primo carnal de mi padre y me daba propinas cuando me veía. A la entrada de la calle Villafranca moraba don Ricardo Sabugo, canónigo y gran cazador, siguiéndole don Santiago el cojo, que tuvo varias veces los Consumos.
En la casa donde vivía actualmente don Pedro Martínez Juárez, el gran hombre desaparecido hace poco, estaba la Notaría, cuyo notario, don Gonzalo González de Caso, era un hombre alto y fuerte que vivía con su hermano don Daniel, que aún era más corpulento. Allí estaba mi tío de oficial. La calle estaba empedrada, pero por su vera había una cerca de losas que seguía y cruzaba toda la Plaza de la Libertad con acacias a los lados; y éstos, y la fuente, eran sitio de nuestro esparcimiento, siempre pensando en las peras que, sobre la tapia de la huerta de la ‘Toribina’, nos llevaba los ojos y el alma. La huerta estaba en el lugar que ocupa hoy el Cine Capitol.
Don Gonzalo, que nos observaba, nos dijo un día que precisamente la dueña andaba buscando quién le vendimiara las cerezas y que fuéramos a ofrecemos. Nosotros, cándidos, le creímos a pies juntillas y fuimos. Al ver las puertas abiertas y que nadie respondió nos dimos de frente en la huerta y ni cortos ni perezosos nos pusimos a comer fruta a ‘esgalla’ y cuando más entusiasmados y hartos estábamos, apareció ella y nos quería encarcelar, matar y no sé cuantas cosas más. Salimos despavoridos al ver su actitud. En el revuelo se enteró que don Gonzalo había tenido la culpa y sobre él fue como una furia. Don Gonzalo, que ignoraba que nosotros habíamos entrado y hecho aquel desaguisado, bonachonamente concertó con ella el daño y tuvo que ser bueno porque ella era de abrigo. Esta señora, que se llamaba doña Arsenia, era hija de un señor republicano llamado don Antonio Alonso y Alonso conocido por el apodo de ‘el Toribín’; según mis tíos me contaron, en 1903 fue director y propietario de un periódico republicano que se llamó ‘El Ideal’ y que el gobernador suspendió al año de su salida, pero reapareció enseguida otro, que era el mismo, con el nombre de ‘La Lid’ que como verán eran las mismas letras en otro orden. Parece ser que era redactor y secretario don Ricardo Moro, que fue procurador de los Tribunales. Creo que era un hijastro del ‘Toribín’ llamado don Félix Cuquerella, que llegó a ser escritor de cierta fama.
En la casa de don Gonzalo vivió después su sobrino, el gran escritor y sacerdote don José María Goy, autor de una novela que se titulaba ‘Susarón’. Dicen que no quiso ser obispo y era auditor del Tribunal de La Rota; como también don Aurelio Sabugo que, debido a una enfermedad, lo recuerdo, y en vacaciones, subir descalzo por eI Postigo arriba, y era hermano de don Marcelo Sabugo.
Todas estas personas desaparecidas, eran los personajes respetables de mi vida infantil y las calles dichas estaban llenas de hierbas por el escaso tránsito; excepto la de la Catedral y la de Villafranca, que llegaba a Puerta Obispo, que tenían acera, en las demás se caminaba por el centro, y al pie de las casas había ortigas y cardos.
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