La pandemia sigilosa
![[Img #60466]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/09_2022/100_dsc_2337.jpg)
El emperador-presidente del planeta Tierra acaba de dar por zanjada la pandemia del COVID-19. Se acabó, fue la frase escueta y rotunda. Es decreto planetario. Abajo las mascarillas, a guardar los geles hidroalcohólicos, desterrados los test de contagio, el cielo se vuelve a inundar de las estelas de los aviones y los mares de transatlánticos. Aquí no ha pasado nada. La normalidad en tiempos complejos como éste es recibida sin algarabías, aunque haya estado presa dos años y se haya llevado diez millones de vidas, según los cálculos más fehacientes, aunque en esto de contar por el sistema estadístico, la ciencia tira a inexacta.
Las preguntas constantes de estos dos años atrás fueron relativas al día después de esta peste moderna. ¿Cómo nos cambiaría la vida? , tronaba en nuestras mentes en las fases más depresivas del proceso. Sin embargo, la proclama imperial no ha provocado concentraciones masivas de euforia por la victoria en Times Square, Picadilly Circus o la Puerta del Sol. Más bien, como que ha pasado inadvertida, y cada uno lo celebra puertas adentro con el alivio, efectivamente, de quitarse un peso de encima, o de añorar a los que se han quedado en el camino, no pocos precisamente.
Quizás pueda ser que la estela del coronavirus ha dejado secuelas, incluso más hondas que las de la propia pandemia. La mirada por la rendija de este mundo anuncia hambrunas, pobreza y ya, dibuja una guerra que se sabe cómo ha empezado, pero nadie se atreve a pronosticar cómo va terminar. Así que, de momento, las posibles alegrías de triunfo sobre el bicho quedan a remojo de un mundo que parece haber alocado.
Estos tiempos, con más trampas que una película de chinos, guardan todavía padecimientos que, por centrarse en la esfera individual, ayudan a pasar más desapercibidos. De todos los que podamos repasar en un simple vistazo, aprisiona la realidad de uno muy especial: la soledad no deseada.
Y no debe ser cuestión baladí, cuando países como Inglaterra y Japón, de los que por ahora tenga conocimiento, han incluido en sus gobiernos carteras ministeriales adscritas a esta lacra genuina de una sociedad moderna que se jacta de la primacía de los derechos individuales sobre los colectivos, pero usa a la persona como un pañuelo de celulosa de usar y tirar. Traspasada la frontera de una determinada edad, al ser humano se le encasilla en una inutilidad física e intelectual semejante a una primera cita con la agonía vital. He aquí otra distopía avanzada en la literatura de ciencia ficción y en el cine, a través de la novela a dos plumas de William F. Nolan y George Clayton Johnson.
A los mayores no les queda otra salida que errar por una existencia sin objetivos o guarecerse en un fantasmagórico baúl de los recuerdos. El tramo final de estas vidas está reservado a contar horas, días y semanas en establecimientos que nuestro dominante hedonismo ha adaptado al subterfugio de los eufemismos. Si ayer fueron asilos, hoy son residencias de la tercera edad.
Eso, el que puede. Hasta esa ancianidad algo menos cruel se compra con dinero. Al que no le lleguen los haberes está condenado a la miseria de acabar su mundo en el núcleo de lo que fue su hogar, preñado de evocaciones y de risas y llantos que nunca dejan de oírse. El drama de los ancianos en la soledad de una vivienda que se hace mazmorra, culmina con la muerte silenciosa, sin la agarradera del tacto de otra piel como último sentimiento, y el hedor de un cuerpo en fase de podredumbre que alerta del macabro drama a los contornos. Ese fin de vida duro e injusto se nos hace cotidiano.
No es mucho mejor el doctorado de la inutilidad que significa una residencia. Es el certificado final de la invalidez. Allá se va como elefante a su cementerio: a esperar el último aliento. La realidad inapelable que no dulcifica el habitual trato cariñoso de un personal humano que hace, sin serlo, de pariente, amigo y confidente del internado.
Sobre este ejemplo, todavía hay que oír a cretinos gran formato regodearse en las apologías sobre la conquista científica y médica que es una longevidad sin razón. Se quedan en la estupidez de lo cuantitativo, de robarle veinte años a la muerte en cada generación. ¿A qué precio? Al de no resolver el necesario acompañamiento de una calidad de vida acorde a esas edades casi imposibles. Al precio de eludir la tronante verdad de que los cuerpos y las mentes se adaptan a las edades, y si se rompe el equilibrio, las disfuncionalidades son monstruosas. Si a un ser que se le explota en la infancia y no se le deja sentir niño, se le llama juguete roto, ¿qué calificativo hay que buscar para nuestros mayores a los que la industria farmacológica moderna estafa con promesas de larga vida y corto sentido? Bien podría ser el de viejos torturados.
Brutal hipocresía, una más de esta civilización abrumada por la eterna juventud. Desoye el grito desgarrador de una ancianidad afectada por la sigilosa pandemia de la soledad. Esgrime su triunfo sobre largas vidas. Pero es el triunfo incompleto de toda superficialidad. La vida, sin poder vivirla, es la naturaleza de los zombis.
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El emperador-presidente del planeta Tierra acaba de dar por zanjada la pandemia del COVID-19. Se acabó, fue la frase escueta y rotunda. Es decreto planetario. Abajo las mascarillas, a guardar los geles hidroalcohólicos, desterrados los test de contagio, el cielo se vuelve a inundar de las estelas de los aviones y los mares de transatlánticos. Aquí no ha pasado nada. La normalidad en tiempos complejos como éste es recibida sin algarabías, aunque haya estado presa dos años y se haya llevado diez millones de vidas, según los cálculos más fehacientes, aunque en esto de contar por el sistema estadístico, la ciencia tira a inexacta.
Las preguntas constantes de estos dos años atrás fueron relativas al día después de esta peste moderna. ¿Cómo nos cambiaría la vida? , tronaba en nuestras mentes en las fases más depresivas del proceso. Sin embargo, la proclama imperial no ha provocado concentraciones masivas de euforia por la victoria en Times Square, Picadilly Circus o la Puerta del Sol. Más bien, como que ha pasado inadvertida, y cada uno lo celebra puertas adentro con el alivio, efectivamente, de quitarse un peso de encima, o de añorar a los que se han quedado en el camino, no pocos precisamente.
Quizás pueda ser que la estela del coronavirus ha dejado secuelas, incluso más hondas que las de la propia pandemia. La mirada por la rendija de este mundo anuncia hambrunas, pobreza y ya, dibuja una guerra que se sabe cómo ha empezado, pero nadie se atreve a pronosticar cómo va terminar. Así que, de momento, las posibles alegrías de triunfo sobre el bicho quedan a remojo de un mundo que parece haber alocado.
Estos tiempos, con más trampas que una película de chinos, guardan todavía padecimientos que, por centrarse en la esfera individual, ayudan a pasar más desapercibidos. De todos los que podamos repasar en un simple vistazo, aprisiona la realidad de uno muy especial: la soledad no deseada.
Y no debe ser cuestión baladí, cuando países como Inglaterra y Japón, de los que por ahora tenga conocimiento, han incluido en sus gobiernos carteras ministeriales adscritas a esta lacra genuina de una sociedad moderna que se jacta de la primacía de los derechos individuales sobre los colectivos, pero usa a la persona como un pañuelo de celulosa de usar y tirar. Traspasada la frontera de una determinada edad, al ser humano se le encasilla en una inutilidad física e intelectual semejante a una primera cita con la agonía vital. He aquí otra distopía avanzada en la literatura de ciencia ficción y en el cine, a través de la novela a dos plumas de William F. Nolan y George Clayton Johnson.
A los mayores no les queda otra salida que errar por una existencia sin objetivos o guarecerse en un fantasmagórico baúl de los recuerdos. El tramo final de estas vidas está reservado a contar horas, días y semanas en establecimientos que nuestro dominante hedonismo ha adaptado al subterfugio de los eufemismos. Si ayer fueron asilos, hoy son residencias de la tercera edad.
Eso, el que puede. Hasta esa ancianidad algo menos cruel se compra con dinero. Al que no le lleguen los haberes está condenado a la miseria de acabar su mundo en el núcleo de lo que fue su hogar, preñado de evocaciones y de risas y llantos que nunca dejan de oírse. El drama de los ancianos en la soledad de una vivienda que se hace mazmorra, culmina con la muerte silenciosa, sin la agarradera del tacto de otra piel como último sentimiento, y el hedor de un cuerpo en fase de podredumbre que alerta del macabro drama a los contornos. Ese fin de vida duro e injusto se nos hace cotidiano.
No es mucho mejor el doctorado de la inutilidad que significa una residencia. Es el certificado final de la invalidez. Allá se va como elefante a su cementerio: a esperar el último aliento. La realidad inapelable que no dulcifica el habitual trato cariñoso de un personal humano que hace, sin serlo, de pariente, amigo y confidente del internado.
Sobre este ejemplo, todavía hay que oír a cretinos gran formato regodearse en las apologías sobre la conquista científica y médica que es una longevidad sin razón. Se quedan en la estupidez de lo cuantitativo, de robarle veinte años a la muerte en cada generación. ¿A qué precio? Al de no resolver el necesario acompañamiento de una calidad de vida acorde a esas edades casi imposibles. Al precio de eludir la tronante verdad de que los cuerpos y las mentes se adaptan a las edades, y si se rompe el equilibrio, las disfuncionalidades son monstruosas. Si a un ser que se le explota en la infancia y no se le deja sentir niño, se le llama juguete roto, ¿qué calificativo hay que buscar para nuestros mayores a los que la industria farmacológica moderna estafa con promesas de larga vida y corto sentido? Bien podría ser el de viejos torturados.
Brutal hipocresía, una más de esta civilización abrumada por la eterna juventud. Desoye el grito desgarrador de una ancianidad afectada por la sigilosa pandemia de la soledad. Esgrime su triunfo sobre largas vidas. Pero es el triunfo incompleto de toda superficialidad. La vida, sin poder vivirla, es la naturaleza de los zombis.






